Pasión por el Real Madrid: por qué no he ido a Lisboa
Si la dicha se repite este sábado, recordaré melancólico los tiempos en que hacía pellas entre semana en el colegio para ir a ver a entrenar a Di Stéfano, Puskas, Gento, Santamaría, y tantos otros, al campo de tierra que había en Concha Espina, donde hoy está la sofisticada Esquina del Bernabéu.
Inmediatamente después de haber visto ganar en Glasgow al Real Madrid su novena Copa de Europa (Sean Connery en el palco), hace ya unos cuantos años, me prometí a mi mismo no repetir la experiencia la siguiente vez. La suerte había hecho que pudiese viajar a Ámsterdam, París y Glasgow para ver en directo como el Real levantaba la séptima, octava y novena vez la orejuda, y pensé que no valía la pena tentarla de nuevo. El cálculo de probabilidades indica cómo se multiplica la dificultad de que un equipo gane todas las ocasiones en que juega una final. Además, hay que ser honesto, fui testigo de la ruina de los seguidores de la Juventus (con Zidane en sus filas), el Valencia y el Bayer Leverkusen al volver a casa con las orejas gachas, y mi moral no está para esa hipótesis.
Así que he cumplido mi promesa y a mi pesar no estaré en Lisboa, en el partido más bonito, el que enfrenta a los dos principales clubes de Madrid. Es parte del precio que pago por haber disfrutado tanto antes. Otra parte de ese precio tiene que ver con la teoría de las compensaciones: siempre he pensado que a periodos de inmensa felicidad les suceden otros de intensa desgracia, y viceversa. Al día siguiente de regresar del Arena de Ámsterdam, después de más de tres décadas esperando que otro Real Madrid sucediese al de los ye-yé (el de Pedrag Mijatovic: nunca te olvidaremos), se me murió de repente, de un infarto, mi perro Zarpas, al que tanto quise.
¿Irracionalidad? Tanto como el amor. De modo que el sábado no estaré en Lisboa; también he renunciado a presenciar el encuentro en el Bernabéu en pantalla gigante, en mi abono, rodeado de aquellas personas con las que me solidarizo cada 15 días para ver el partido correspondiente; y tampoco lo veré en directo en casa, en televisión. Lo grabaré y a esa hora fatídica, las 20.45, apagaré el teléfono, me encerraré en mi despacho con unos cascos aislantes y buena música, completamente aislado de cualquier tipo de ruidos (mi domicilio es una finca muy gritona por madridista: allí vivió Puskas todo el tiempo que estuvo en Madrid) y prohibiré a los míos incluso que me hagan señas (la última vez que seguí la misma misa fue hace unas semanas, contra el Bayern de Munich; entonces, de manera retórica, le dije a Ana que sólo interrumpiese mi aislamiento en el caso de que el Madrid ganase 3-0. Y me interrumpió). Sólo cuando haya acabado el Atlético de Madrid-Real Madrid, y únicamente en el caso de que mi equipo sea el vencedor, veré el partido en diferido y acompañaré a mis hijos a Cibeles. Ya llegará el tiempo de los análisis.
Entonces, si la dicha se repite, recordaré melancólico los tiempos en que hacía pellas entre semana en el colegio para ir a ver a entrenar a Di Stéfano, Puskas, Gento, Santamaría, y tantos otros, al campo de tierra que había en Concha Espina, donde hoy está la sofisticada Esquina del Bernabéu; los partidos vistos de pie, en el último anfiteatro, con entradas baratas para "los soldados y los niños"; o la cantidad de veces que he visto nevar en el Bernabéu, las manos ateridas para aplaudir, también de pie, detrás de las portería del Fondo Sur (entonces no existían los ultrasur ni la grada joven de animación), con un señor llamado Manuel Moreira, que cuando murió tenía el carné de socio número 18.
Si el Real Madrid gana en Lisboa sin mi presencia se habrá roto el maleficio irracional, no habrá compensaciones negativas y las probabilidades de sufrir habrán disminuido. Podré ir a la final de la undécima.