Gastro-orgullo español
No supone novedad alguna sostener que la gastronomía es uno de los grandes activos de nuestra imagen exterior, pero resulta algo más extraño afirmar que también lo es de nuestra imagen interna, cuando realmente constituye una de las escasas actividades de la que los propios españoles, tan dados al derrotismo, podemos enorgullecernos.
Foto: EFE
Este artículo fue escrito conjuntamente con Rafael Ansón, presidente de la Real Academia de Gastronomía
No supone novedad alguna sostener que la gastronomía es uno de los grandes activos de nuestra imagen exterior, pero resulta algo más extraño afirmar que también lo es de nuestra imagen interna, cuando realmente constituye una de las escasas actividades de la que los propios españoles, tan dados al derrotismo, podemos enorgullecernos. Ciertamente, la gastronomía aparece como el campo más valorado por los expertos de la cultura, según un reciente informe publicado por la Fundación Contemporánea y sin embargo, al margen de la opinión de los profesionales, la consideración estratégica de este ámbito está lejos de haber calado con toda su plenitud en la sociedad que, no obstante, es consciente de su enorme importancia histórica y sentimental.
Lentamente hemos pasado de la necesidad al placer, de la animalidad al refinamiento más notable, extensivo, a través de la cocina popular, a todas las clases sociales. El tratamiento de los alimentos y la preparación de la comida han ido ganando maestría hasta convertirse en una disciplina de enorme sofisticación, ligada a la virtud de la diversidad. Así, difícilmente se podrá encontrar un ámbito del quehacer humano en el que se aúnen con tanta facilidad los dos significados en los que se desenvuelve el concepto de cultura, entendido tanto como expresión antropológica de tradiciones seculares, como sustrato sensible en el que se educa y pule el buen gusto.
La influencia de los alimentos en la configuración de nuestra identidad resulta patente con solo pensar en la carga emotiva de los olores, aromas y sabores que nos devuelven a la infancia o nos trasportan a ese territorio donde los descubrimos por vez primera, una evocación de la que es paradigma la célebre magdalena de Proust. Pero al igual que articulan nuestra personalidad, también contribuyen a construir comunidades sentimentales que recogen, a través de la trasmisión básicamente familiar, la herencia del pasado; una ascendencia secular de raíz doméstica -en buena medida humilde y popular- pero que gracias a la globalización se ha abierto en las últimas décadas a la riqueza de un mestizaje sorprendente y enriquecedor. Esta progresión, huelga añadir, eclosionó hace casi medio siglo cuando la ciencia entró en la cocina (aunque siempre estuvieran unidas en una alquimia inconsciente) y se iniciase el juego entre los avances de la tecnología y la física de los alimentos; aleaciones que finalmente han logrado que las técnicas culinarias lleguen a la Universidad.
Pues bien, no parece casual que España se haya situado en ambos sentidos -tanto en el de la fusión como en el de cientificación gastronómica- en la punta de lanza internacional, debido al talento, creatividad y cómo no, sacrificio, de figuras como el irremplazable Ferran Adrià. Y no lo es por cuanto, abriéndonos al mundo y a la vanguardia, hemos sabido preservar en la pátina de nuestros fogones el legado de la interculturalidad, sabiamente combinado con los ingredientes de una geografía privilegiada. En virtud de este don, largamente cultivado, España ha conseguido redimensionar su proyección exterior convirtiéndose en un destino turístico que no solo atrae por sus estereotipos "cálidos" (sol, playa y diversión) sino que asimismo lo hace por la calidad y pulcritud de su enorme cultura culinaria. En este sentido, además de los aproximadamente 180.000 millones de euros que factura nuestra industria hostelera, conviene mencionar esos 8 millones de turistas que vienen a España por causa de la gastronomía, un significativo 15% del volumen total.
Se trata de datos que no cabe desvincular de las oportunidades formativas y, por extensión, de la movilidad social que genera un sector en auge, perfectamente sostenible y cuya viabilidad futura está fuera de discusión. No en vano, buena parte del liderazgo español se fundamenta en la excelencia de nuestra materia prima, base de una dieta, la mediterránea, reputada por su acreditada salubridad y por su respeto al medioambiente, dada su baja huella de carbono. En tiempos aún turbulentos, en permanente cambio, donde las propias referencias y anclajes identitarios a menudo flaquean, resulta más pertinente que nunca recordar aquellos aspectos en los cuales destacamos y en los que, de puro cotidianos, no solemos reparar (independientemente de esa extraña patología del auto-desprecio que padecemos). Qué mejor forma de hacerlo, ya que se puede, de mano de una singularidad peninsular, inherentemente asociada al placer, al conocimiento y a la calidad de vida.