Revoluciones: podemos y debemos
Si Podemos, o cualquier otro partido de izquierdas, se deja dominar por consignas del tipo de las que aparecieron en las paredes de las universidades francesas en mayo del 68 ("seamos realistas, pidamos lo imposible", "mis deseos son la realidad", "prohibido prohibir", etc.), su fracaso a medio plazo está garantizado.
"Dejar de fumar es fácil", solía decir un amigo mío mientras llenaba de humo la habitación, "yo lo he hecho más de treinta veces". Los españoles podemos afirmar algo parecido de las revoluciones. Hacer una revolución es fácil. Hemos hecho tantas.... Si contamos los pronunciamientos, revueltas, golpes de estado, insurrecciones y guerras civiles que ha habido en nuestro suelo en los últimos dos siglos, probablemente no bajen de veinte.
¿Nos encontramos en vías de realizar una más? Quién sabe. El ascenso de Podemos en las encuestas obedece a un voto de castigo contra los partidos que han controlado el panorama político español desde la Transición. En eso coinciden todos los analistas. El fenómeno, en principio, es positivo, ya que indica que los españoles no estamos dispuestos a tolerar la corrupción, el robo y las mentiras de los grupos que ejercen el poder. Lo contrario habría sido preocupante. Por supuesto que un cierto nivel de corrupción es inevitable, pero hay una diferencia fundamental entre aquellos países que castigan el comportamiento criminal cuando lo descubren y aquellos otros en los que forma parte del tejido social. La mayoría de los españoles pensábamos encontrarnos en una sociedad del primer grupo y ahora reaccionamos enfurecidos al enterarnos de que no es así.
Porque, según vamos comprobando, eran demasiadas las personas (políticos, pero también intelectuales, jueces, periodistas y un largo etcétera) que conocían el problema y no lo denunciaron. Lo grave no es la corrupción de unos pocos, sino la permisividad de muchos. Para cambiar esta situación, es urgente poner los necesarios mecanismos de control y castigar de manera ejemplar a los que los burlen. Una sociedad sana no puede permitirse la dinámica que ha regido la vida española de las últimas décadas. Aunque todo hace pensar que la corrupción viene de atrás, por lo que, entre vivir en el engaño o sufrir las consecuencias de conocer la verdad, prefiero lo último.
Si en cuanto a la corrupción es mucho lo que se puede y lo que se debe hacer, en el terreno económico, las alternativas son habas contadas. La integración española en la zona euro no deja mucho margen de maniobra. Además, la hegemonía económica y financiera del mundo anglosajón a nivel global es tan abrumadora, que cualquier decisión que se tome debe contar con su beneplácito. No estamos hablando de David y Goliat, sino de Gulliver y los liliputienses. Si la Unión Soviética, con sus ingentes recursos materiales y humanos, extendiéndose sobre un enorme territorio y contando con satélites y aliados en medio mundo, además de haber ganado una de las guerras más decisivas de la historia, tuvo el final que todos conocemos, eso es algo que debería hacernos pensar. El caso de China, país comunista en teoría, pero cada vez más abocado a un consumismo salvaje, también es revelador. Y estamos hablando de las dos revoluciones más importantes del siglo XX.
Curiosamente, las naciones que menos asociamos con un temperamento revolucionario son las que han conseguido crear un modelo de convivencia que resulta más atractivo para todos. Los países escandinavos, sin grandes gestos para la galería, han logrado situar su sistema educativo entre los mejores del mundo, aumentar la presión tributaria sobre los más ricos, ampliar los servicios sociales, distribuir mejor la riqueza y crear sociedades en las que una mayoría de la población experimenta un alto nivel de bienestar. ¿Podemos denominarlo revolución? Depende. Si asociamos el concepto con líderes carismáticos, discursos incendiarios y algaradas multitudinarias, por supuesto que no. Pero si nos atenemos a los resultados, es difícil negarle esa condición. La clave, a mi juicio, está en combinar integridad personal y flexibilidad en la negociación del espacio común. Que viene a ser lo contrario de lo que ciertos políticos españoles acostumbran a hacer. Cuanto más corruptos, más inflexibles se muestran en la defensa de supuestos ideales irrenunciables.
El otro gran problema que confronta la sociedad española, y que tendrán que resolver quienes ganen las próximas elecciones, es el de los denominados nacionalismos periféricos. Sobre este particular, la posición de Podemos, manifestándose a favor del derecho a la autodeterminación de Cataluña, es coherente con la de las izquierdas en general. El tema es complejo y se ha escrito tanto sobre él que no pretendo entrar aquí en un debate teórico. Me limitaré a hacer dos preguntas encadenadas, como en el referéndum de Mas: ¿apoyaría también Podemos (y la izquierda en general) el derecho a la autodeterminación del Departamento de Santa Cruz y las zonas orientales de Bolivia? Y en caso de no ser así, por considerar que esa actitud refleja los intereses egoístas de ciertos grupos, ¿por qué lo hacen en Cataluña? En los dos casos, regiones comparativamente ricas proponen separarse de sus respectivos países argumentando que vivirían mejor siendo independientes. Que este proyecto, que se sitúa en los antípodas de la solidaridad, se considere de derechas en Bolivia, es lógico. Pero que se considere de izquierdas en España, no lo es.
El comportamiento solidario constituye el eje vertebrador de las izquierdas. Si Cataluña posee una renta per cápita de las más altas de España y aún así existe un amplio sector de su población que vive en la pobreza, lo justo sería distribuir mejor la riqueza y reducir la desigualdad. En Cataluña y en el resto del Estado. En el debate sobre la cuestión catalana se han mezclado hasta ahora, no sé si intencionalmente, cuestiones muy diversas (económicas, políticas, identitarias) y, por tanto, ha prevalecido la confusión. Como en cualquier otro tema de la agenda política, los españoles tenemos derecho a exigir claridad y honestidad. El problema de la articulación territorial constituye uno de los mayores retos que ha debido confrontar el país en los últimos siglos y la traumática experiencia cantonalista de la Primera República aconseja comportarse con precaución. Y con transparencia. La política debe hacerse de cara a la gente, no a sus espaldas. La falta de confianza del pueblo en sus dirigentes no sólo se origina en la corrupción, sino en la opacidad con que proceden. A los ciudadanos hay que ofrecerles razones coherentes para que entiendan el trasfondo de los debates y las consecuencias de tomar esta o aquella decisión, no intentar arrastrarlos con argucias y planteamientos capciosos. Partamos de la base de que todos somos inteligentes. Hablemos claro.
Si Podemos, o cualquier otro partido de izquierdas, se deja dominar por consignas del tipo de las que aparecieron en las paredes de las universidades francesas en mayo del 68 ("seamos realistas, pidamos lo imposible", "mis deseos son la realidad", "prohibido prohibir", etc.), su fracaso a medio plazo está garantizado. Los lemas más efectistas no son necesariamente los más eficaces. Cualquier proyecto de mejora debe poseer un fuerte componente idealista, sin duda, pero ése es sólo su punto de partida. Las revoluciones no se producen en un limbo platónico, sino entre seres humanos y en un contexto determinado. Para que un proyecto tenga posibilidades de éxito, debe tomar en consideración tres factores fundamentales: la naturaleza del ser humano, la situación interna de la sociedad en que surge y la realidad internacional del momento.
Muchas revoluciones, teóricamente admirables, han fracasado por ignorar alguno de esos tres condicionantes. Las mejores revoluciones no son las que se basan en los ideales más nobles y producen dirigentes cuya imagen servirá después para adornar las camisetas de Mango, sino las que resuelven los retos sociales y elevan de manera profunda y duradera el bienestar de la mayoría. Las mesas de los despachos carecen de épica, pero frecuentemente son más eficaces para conseguir ese fin que los gestos grandilocuentes. La naturaleza de Podemos aún es para mí un misterio, pero cuando escucho decir a Pablo Iglesias que "el cielo no se toma por consenso, sino por asalto", me asaltan las dudas. Espero que se trate de una reacción inicial a una situación desastrosa, no de un programa de gobierno. La gente está harta de trapicheos, de acuerdo, y tiene toda la razón en exigir mano dura. Pero para construir hay que buscar consensos, cuanto más amplios mejor. Si no se hace, me temo que podamos seguir dejando de fumar indefinidamente. Y que los buenos deseos se conviertan una vez más en humo.