La Desunión Europea
La proyección exterior de Europa ha sido nefasta. Aparte de la irresponsabilidad frente a los genocidios o la eurohipocresía en la forma en la que se negocian los acuerdos de libre comercio a la vez que se salvaguarda la Política Agrícola Común, se suma la ausencia de una posición compartida en todo lo que ha tenido que ver con su política exterior.
Foto: Refugiados sirios desembarcando en Elefsina, Grecia/EFE
Verdaderamente, cada vez me resulta más difícil defender el proyecto de integración europea como aquel modelo arquetípico que emergía desde el Tratado de Maastricht y por el que las Comunidades Europeas de la década de los cincuenta quedaban redefinidas en la UE. Una Unión que, hacia 1992, parecía inspirarse en nociones como la unión de los pueblos de Europa e incluso, más grandilocuentemente, como la potencia civil o la potencia normativa que aspiraba a competir con Estados Unidos en el nuevo orden emergente de la Posguerra Fría.
La proyección de la vieja Europa bajo pretensiones de protagonismo global, ya dejaba entrever que la cosa se trataba más de expansión de la economía e internacionalización de los mercados, que de cualquier otra cosa. Para muestra, la pomposa (auto)denominación de garante global de la democracia y los derechos humanos que tenía lugar hacia inicios de los noventa, a la vez que miraba a otro lado, cuando tenía lugar el genocidio de los Balcanes o, dos años después, en 1994, la matanza de 800.000 personas en Ruanda. De hecho, es por esto que Robert Kagan en su breve, pero famoso ensayo, Poder y debilidad, se refería a Europa como el proyecto de un "gigante comercial, un enano político y un gusano militar".
La proyección exterior de Europa ha sido nefasta. Aparte de la irresponsabilidad frente a los genocidios o la eurohipocresía en la forma en la que se negocian los acuerdos de libre comercio a la vez que se salvaguarda la Política Agrícola Común, se suma la ausencia de una posición compartida en todo lo que ha tenido que ver con su política exterior. Basta recordar, por ejemplo, la invasión a Irak de 2003 cuando, por un lado, Alemania y Francia y, por otro lado, Reino Unido y España tomaban posiciones confrontadas a razón de sus intereses inmediatos. Más cerca, en 2011, algo similar sucedía con Libia, cuando Gadafi, el que había sido amigo de todos los mandatarios europeos, se convirtió, de buenas a primeras, en un dictador con vínculos terroristas (¡como si eso fuese nuevo!). Una vez más, Francia y Reino Unido adoptaron una posición beligerante frente a otros países como Alemania o Italia, recelosos de intervenir. Y es que los europeos somos mención obligada para entender aquello que algunos definen, muy acertadamente, como intervencionismo humanitario. Es decir, construir narrativas legitimadoras para injerencias en determinados contextos internacionales, pero solo si tras ello se satisfacen ciertos intereses geopolíticos. Para muestra, el caso de Francia y su alianza interesada con Marruecos a cambio de callar frente a la vulneración de derechos y los abusos que tienen lugar en el Sáhara.
Y es que la toma de decisiones en política exterior se encuentra desdibujada porque, en el fondo, Europa es una amalgama promovida por ansias de aperturismo de mercados y obtención de ventajas comparativas en el marco económico que supone la libre circulación de personas, bienes, capitales y servicios del escenario europeo. Recordemos que entre 2004 y 2013, la Unión pasa de la "Europa de los Quince" a la "Europa de los Veintiocho", desatendiendo la intrincada yuxtaposición de tradiciones, imaginarios y cosmovisiones, y entendiendo que eso que se denomina "acervo comunitario" es algo que viene dado con la simple presencia en las instituciones.
Sin embargo, más allá de la política exterior, que en sentido estricto no es integración y sí cooperación intergubernamental, lo cierto es que el proyecto europeo no ha dejado de dar bandazos en los últimos veinte años, también, en el diseño y avance de su arquitectura normativa e institucional. Fracaso tras fracaso. El Tratado de Ámsterdam de 1997, el Tratado de Niza de 2001, la negativa al Tratado Constitucional de 2004 o los tímidos avances del Tratado de Lisboa de 2007, nos dan algunas pistas. Nada cumplido de lo inicialmente aspirado. La toma de decisiones sigue respondiendo a una lógica poco legítima, menos democrática y resuelta dentro de unas asimetrías de poder en la que dos, o incluso tres velocidades, se pueden identificar a la hora de entender el alcance y el sentido de las decisiones adoptadas.
Recordemos Grecia. Un Banco Central Europeo que, con tasas de interés irrisorias, concedía préstamos a grandes bancos, especialmente franco-alemanes, para que comprasen la multimillonaria deuda griega, eso sí, multiplicando por diez los intereses y endureciendo, hasta lo inaceptable, las condiciones de la devolución.
El último bochorno ha tenido lugar con la cuestión migratoria proveniente de Siria. Primero, hacia dentro, permitiendo que los países dispongan libremente del Acuerdo de Schengen, levantando barreras bajo la comprensión de la frontera -cicatriz circunstancial de la historia- más como amenaza que como oportunidad. O, mejor dicho, amenaza en lo político toda vez que oportunidad en lo económico. Segundo, hacia fuera, denigrando hasta el insulto a millones de migrantes que huyen de la guerra -como los europeos lo hacían en 1939- y a los que se denomina, frívolamente, "refugiados", cuando precisamente son todo lo contrario. De refugiados, por desgracia, nada. Lastres y cargas, demonizadas, que mejor, no tengan lugar en Europa. Y si es necesario, una vez que lleguen a Grecia, se devuelven a Turquía. Devolución, eso sí, a cambio de casi 7000 millones de euros y condiciones favorables a efectos de pensar en una posible adhesión -por cierto, nada posible, en tanto que, por un lado, se modificarían las fronteras de la Unión, las cuales se correrían a Irak y a Irán y, por otro lado, debido a su peso demográfico, Turquía pasaría a ser el segundo país más influyente en algunas instituciones de la Unión.
En definitiva, la Unión Europea no comparte valores democráticos ni imaginarios identitarios de su ciudadanía con el proceso de integración. La Unión Europea no es un esquema de gobernanza multinivel en favor y, por igual, de todos sus territorios. La Unión Europea no es, por favor, potencia civil o normativa ni nada que se le parezca. A lo sumo, se trata de un mecanismo que beneficia a según qué Estados y a según qué mercados, constreñido a una dimensión económica y comercial pero alejado de cualquier atisbo de integración política o social.
Quizá, por todo lo expuesto, es así que me explico cómo con los años he pasado de ser un euro-optimista a un euro-crítico para, finalmente, terminar siendo un completo y convencido euro-escéptico.