Iván Duque, nada nuevo bajo el sol
Desde mañana, 7 de agosto, fecha en la que se conmemora la batalla de Boyacá, la cual fue un golpe decisivo al poder colonial español en 1819, toma posesión como sexagésimo presidente de Colombia Iván Duque, asumiendo un país que se encuentra en un punto de inflexión dentro de su particular, y convulsa, historia política.
Y es que Juan Manuel Santos deja un mejor país del que encontró. Deja un país con mejores indicadores sociales, por ejemplo, en cuanto a pobreza, desigualdad o educación –lo que no es óbice para afirmar que continúa siendo uno de los más excluyentes del mundo. Asimismo, ha mejorado sustancialmente los niveles de infraestructura y conectividad y ha posicionado a Colombia en el mundo, especialmente en el continente latinoamericano. Aparte, lo más importante, de dejar suscrito un Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC-EP y un intento con el ELN, frustrado más bien por la posición irresponsable del grupo armado, que por los esfuerzos del Ejecutivo santista. Todo, con un premio Nobel de la Paz bajo el brazo, pero con un nivel de desaprobación que pone de acuerdo a cuatro de cada cinco colombianos en lo que a suspender su gestión como presidente.
A pesar de las mejoras, la realidad es que en Colombia se cuentan por decenas de millones las personas que viven por debajo del umbral de pobreza, y se trata de uno de los países más desiguales del mundo, tanto por ingreso per cápita como por concentración de la propiedad de la tierra. A eso se añaden más de ocho millones de desplazados y una nueva efervescencia de la violencia política y de la criminalidad a raíz de una deficitaria, cuando menos, implementación de los compromisos adquiridos para construir un país en paz.
Es de esperar que ni el modelo económico ni la relación Estado–Mercado–Social cambie muy sustancialmente los próximos cuatro años. La apuesta por el regionalismo abierto y el aperturismo comercial, la bajísima presión fiscal progresiva o la deficitaria descentralización no invitan a ningún atisbo de cambio en el sucesor uribista de Juan Manuel Santos. No obstante, son de esperar avances en modernización de la Administración, en la infraestructura o en aspectos que confieren continuidad a quien ha presidido ocho años Colombia. Sin embargo, sea como fuese, serán cambios de una intensidad y de unos tiempos mucho menores a los que verdaderamente requiere un país con más territorio que Estado.
Bajo una suerte gatopardiana de cambiar para que nada cambie, que en el fondo es a lo que invita a priori el gobierno de Iván Duque, la mayor diferencia puede reposar en cómo gestionar el Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Al sucesor de Uribe no le gusta ni que los excombatientes de la guerrilla puedan participar en política ni que "sólo" vayan a purgar, en el mejor de los casos, de 5 a 8 años de privación de libertad. Si a eso se añade la inmadurez de un ELN que nunca estuvo a la altura de un proceso negociador de paz, y la actitud, hasta el momento, bastante displicente del Estado en cómo ha resurgido en el país la violencia sistemática contra exguerrilleros de las FARC y líderes sociales por parte de un post-paramilitarismo cada vez más sólido, la verdad es que los fantasmas del pasado cobran fuerza, mucha fuerza, bajo el futuro inmediato de Iván Duque como presidente.
En definitiva, y ante una aparente falta de compromiso con una agenda social frente a la que queda todo por hacer, pareciera que toca aferrarse para que el nuevo mandatario del país entienda que éste tiene ante sí un reto, el de construir una paz estable y duradera, que no es una simple política de gobierno, sino que, todo lo contrario, es una política de Estado para las actuales y futuras generaciones de colombianas y colombianos que durante décadas vivieron lastrados por el yugo del fusil. Ojalá así sea.