La estrategia del avestruz
El verano de 2017, el Gobierno italiano entonces dirigido por Paolo Gentiloni adoptó en secreto una decisión drástica. La migración irregular a través de la ruta marítima central atravesaba uno de sus puntos álgidos y Roma pensaba que había llegado el momento de buscar alternativas más agresivas, aunque éstas supusieran una violación flagrante de los derechos humanos. Se imponía frenar las salidas de los botes a cualquier precio, aunque éste supusiera negociar con las mafias que actuaban en la costa de Libia, sabotear la labor de los barcos de rescate de las ONG desplegados en la zona e incluso minar la autoridad de la operación militar conjunta Sofía, que se había revelado ineficaz. En Roma crecía el malestar con los socios europeos, especialmente con los vecinos del sur, que en varias cumbres habían dejado entrever que preferían considerar este enorme flujo de personas un problema coyuntural italiano antes que una seria amenaza para todo el Mediterráneo.
El principal obstáculo residía, no obstante, en Trípoli. En la antigua capital gadafista no lograba afianzar su escaso poder el llamado Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), una nueva autoridad fruto del acuerdo forzado por la ONU en diciembre de 2015 tras el fallido proceso de diálogo y reconciliación nacional tutelado por el entonces enviado especial, Bernardino León. Carente de legitimidad democrática y de respaldo popular, su frágil viabilidad se sostenía en la potencia militar que le podían proporcionar antiguos rebeldes salafistas reconvertidos en señores de la guerra -como Hisham Bishr o Abdul Rauf Kara, líder de la milicia RADA, la más poderosa de la capital-, y en el dinero que fluía desde Bruselas, que había decidido reconocerlo, pese a que en puridad no era una autoridad estatal lícita. El hombre clave para Roma en aquellos días no era su cabeza visible, Fayez al Sarraj. Si no otro insurgente trocado en miliciano: un joven de apenas 28 años llamado Abdulrahman Salem Milad Aka "Al Bija".
Miembro de la tribu Abu Hamyra, dedicada al contrabando de combustible en el oeste de Libia, Al Bija había combatido en una de las numerosas brigadas que se levantaron contra la dictadura de Muamar al Gadafi en el inicio de las ahora marchitas primaveras árabes. Asesinado el tirano, la nueva Libia le ofreció un futuro en las redes de distribución y venta ilegal de gasolina y diesel local en la región del Sahel -que mueven más de 2.000 millones de euros al año- antes de explorar otras franquicias estraperlistas de su tribu, igual de lucrativas y peligrosas. Cuando en el verano de 2017 agentes de los servicios de Inteligencia italianos visitaron sus dominios en la ciudad costera de Zawiya para ofrecerle un pacto, ya se le consideraba el mayor traficante de personas del Mediterráneo. No fue óbice. Al contrario. En apenas unos meses, Al Bija se convirtió en el nuevo comandante de la Guardia Costera libia en la citada localidad, al mando de varias patrulleras enviadas desde Italia, y sus hombres devinieron en un fuerza policial entrenada por agentes europeos, nominalmente dependiente del Gobierno sostenido por Naciones Unidas en Trípoli, pero con capacidad de decisión absoluta sobre las aguas territoriales y los centros detención de migrantes en el noroeste de Libia. En junio de este año, la ONU incluyó su nombre en una lista de personas y entidades libias sancionadas por su vinculación con el tráfico ilegal de petróleo y combustible en el norte de África.
Un año después, las cifras parecen conceder la razón al éticamente reprobable plan de Gentiloni, que empuja a manos de personajes como Al Bija a decenas de miles de hombres, mujeres y niños migrantes, y les condena a malvivir atrapados en un estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, en el que se violan a diario los derechos humanos. Según los últimos datos de Organización Internacional de las Migraciones (OIM), un total de 62.576 migrantes y demandantes de refugio y asilo llegaron a Europa a través del mar entre el primero de enero y el 22 de agosto de 2018, casi la mitad en comparación con los 120.624 que lo hicieron en el mismo periodo del año anterior. De ellos, sólo 19.358 arribaron a las costas de Italia, un descenso de casi el 80% si se compara con los 97.462 que entraron por la misma vía en 2017. "Las cifras son irrefutables, pero totalmente engañosas", explica un responsable de una ONG internacional presente en Libia, que prefiere no ser identificado por motivos de seguridad. "No se trata de una solución, si no una manera de eludir la responsabilidad confinando el problema en las fronteras de Libia, y pretendiendo que éste únicamente incumbe a un estado que no existe. Es lo que llamamos la estrategia del avestruz", subraya. En la misma línea se pronuncia Amir H., periodista y activista de los derechos humanos en Libia, para quien el objetivo de Italia es meridiano. "Dejar morir la ruta central. Si las balsas no salen, si son interceptadas por los guardacostas libios, no es ya necesaria la presencia de las ONG, y los rescates desaparecerán de los medios de comunicación. Las violaciones de los derechos humanos tiene un impacto mediático menor. No hay periodistas extranjeros en Libia, el Gobierno de Al Serraj mantiene un bloqueo informativo eficaz al no conceder visas, así que tampoco habrá información del maltrato y las condiciones inhumanas a los que se le somete. A la opinión europea le parecerá que todo ha terminado, pero no es más que un parche que oculta una bomba de relojería", critica.
La experiencia reciente y las tendencias demográficas, políticas y económicas que se observan en los países del norte de África y particular del Sahel sostienen esta teoría. Existen dos grandes rutas de la migración africana a Europa. La primera parte del llamado "cuerno de África", principalmente de Somalia y Eritrea, y se extiende al oeste atravesando países como Sudán y Chad. La mayor parte de los que se aventuran por ella aspiran a llegar a las costas de Libia o Túnez, último destino antes del "gran salto". El cuestionable plan de Gentiloni, profundizado por su sucesor, Giuseppe Conte, y su controvertido ministro de Interior, Matteo Salvini, ha causado que decenas de ellos hayan quedado ahora bloqueados en ambos países, y obligado a muchos otros a proseguir su odisea asumiendo el riesgo de periplos mucho más largos y peligrosos. Las estadísticas de la OIM señalan que las muertes en la ruta del Mediterráneo central se han reducido a la mitad en los primeros ocho meses de 2018 en comparación con el mismo periodo de 2018. Pero los investigadores de la ONU solo reflejan el número de los que perecen en el mar. No existen registros sobre cuantos pierden la vida en el camino víctimas del hambre, la sed, el calor, las enfermedades, el explotación laboral, las violaciones y las torturas. A juzgar por los relatos de los que si logran llegar a la penúltima etapa, miles de cadáveres ensombrecen tanto éste como el resto de itinerarios. "La política de Italia y el silencio de Europa no es solo escandaloso; es una tragedia en sí misma, la mayor tragedia del siglo XXI", insiste Amir. Una suerte de holocausto migratorio que aboca a miles de seres humanos a la esclavitud y a la muerte.
La segunda parte de África occidental, en particular de países como Nigeria y Camerún, cruza Mali y penetra hasta la localidad argelina de Ourgla con las mismas consecuencias. Allí se divide en dos ramas: una que atraviesa las montañas y el desierto rumbo a la histórica ciudad de Ghadames, escala necesaria para entrar en Libia; y otra que asciende hacia los pueblos argelinos de Maghnia y Oujda, que facilitan el acceso a Marruecos y la llegada a la península Ibérica a través del estrecho de Gibraltar o la ciudad autónoma de Melilla. Datos de la OIM confirman que España, su destino final, ha devenido en el principal puerto de llegada para los más de 62.000 migrantes y solicitantes de asilo y refugio que llegaron a Europa por mar en los primeros ocho meses del presente año. De acuerdo con el citado organismo, entre el primero de enero y el 22 de agosto desembarcaron en las costas españolas 27.577 personas, un 42% del total. La cifra supone, además, el triple de las que arribaron a España en el mismo periodo de 2017, en lo que expertos y analistas regionales consideran "un claro cambio de tendencia". "Se comentó con las autoridades españolas, pero estas rebajaron la alarma. Insistían en que la situación política en Libia y en Marruecos no era comparable. Ese es el problema de los gobiernos europeos, que no llegan a la raíz de la cuestión. Cuando hablan de trabajar en los países de origen, en la mayoría de los casos se refieren a Libia o Marruecos", explica el trabajador de la ONG. "Pero el origen está más abajo, en el Sahel", que ha devenido en la verdadera frontera sur de Europa, agrega.
En las áridas tierras que separan el norte de África de las selvas y la sabana las políticas son, sin embargo, otras: grandes dispendios para la militarización y la seguridad, y escasos fondos para el desarrollo social sostenible. En febrero de 2013, la UE lanzó la Misión de la Unión Europea para Mali (EUTM), como respuesta a una resolución de la ONU y en el marco del comité de Seguridad Común y Defensa Exterior de los 27. Hija bastarda de la operación militar Serval, emprendida por Francia tras la sublevación de la región del Azawed, su único objetivo declarado es formar a las tropas malienses para hacer frente a los distintos grupos yihadistas armados que crecen y se fortalecen en la región. Su impacto hasta la fecha ha sido relativo. Algunos, como Boko Haram, mantienen sus incursiones hacia el norte, en particular hacia Níger y Libia, y han ampliado su presencia tanto en estas naciones como en los márgenes del lago Chad. Otros, como la organización de Al Qaida en el Magreb Islámico (AQMI), Ansar al Sahria o Al Murabitum se han unido en torno al fundador del Movimiento de Liberación del Azawed. Iyad Ghali, y creado una nueva organización regional más potente bautizada "Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes" (GSMI o JNIM), con tentáculos desde Libia a Burkina Faso. Tanto en este país, donde el yihadismo crece a grandes zancos, como en Níger, los fanáticos están firmemente asentados en zonas rurales del norte donde no alcanzan ni las tropas europeas ni los ejércitos locales, y donde el contrabando transaheliano de armas, combustible e incluso personas, es la actividad económica principal y más lucrativa. Apenas nada para financiar programas de educación y emprendimiento que contribuyan a combatir la radicalización y la desesperanza.
Un error estratégico y una coyuntura similar a la que favoreció la floración de el movimiento Talibán y la organización Al Qaida en Afganistán en la década de los pasados noventa y que se repitió poco después en Irak, permitiendo la evolución del yihadismo internacional y el surgimiento de su penúltima versión, el Estado Islámico. Avanzado 2018, la situación en los tres territorios es similar. Ejércitos locales apoyados por fuerzas internacionales controlan los núcleos urbanos al tiempo que los fanáticos se filtran en las áreas rurales. La diferencia, quizá, es que mientras en Siria e Irak tratan de recomponerse, en Afganistán ya se han recuperado y en el Sahel se preparan para librar la próxima batalla. "La demografía juega también en contra, especialmente en el Sahel", señala un asesor militar europeo asentado en un país del norte de África. "Las perspectivas apuntan a que la población se doblará en la zona en menos de 20 años", agrega. Según cálculos de Naciones Unidas, sostenidos en los datos que han recopilado sus diferentes agencias, la población en esta empobrecida franja de África superará los 300 millones de habitantes en 2050, el triple que en la actualidad.
Dos variantes más se suman a la ecuación. Una geográfica -el llamado índice de estrés hídrico-, y otro social -el cambio de tendencia que se producido en los movimientos migratorios-. Ambos convierten el éxodo al norte en imparable, invalidan los argumentos de los partidos y movimientos de derecha y extrema derecha en Europa y devuelven a la actualidad aquella famosa frase de Ortega y Gasset que dice que "toda la historia europea no es más que una migración hacia el norte". Según datos recogidos por el World Resources Institute, los cambios que se producen en el clima harán que la región del Sahel se convierta dentro de dos décadas en una de las más secas del mundo. La escasez de recursos hídricos destruirá la agricultura local y alimentar a la población será el mayor de los desafíos, factores ambos que espolearán la inmigración. Un movimiento migratorio que, al contrario del que se produjo en la década de los pasados sesenta, tendrá igualmente una naturaleza distinta: los nuevos migrantes no buscan acumular recursos y riqueza con el objetivo de retornar a su lugar de origen, si no que aspiran a quedarse y arraigar en el país de acogida. Un patrón que, como subraya el investigador e intelectual libanés Bichara Khader, "cambiará Europa".
En este contexto, estrategias como las que defienden políticos conservadores como Matteo Salvini, Pablo Casado o Enmanuel Macron de cierre de fronteras e inversión en los países de origen parecen un brindis al electorado condenado al fracaso. Sobre todo si por inversión entienden, como ocurrió con Turquía, la militarización y el arrendamiento de estados con regímenes cuestionables para que ejerzan simplemente de gendarmes. "La puerta abierta por Italia en Libia no es nueva, pero sí muy peligrosa", explica el responsable de la ONG ya citado. "La llave la tienen ahora milicias y personajes reprobables como Al Bija, que no tiene respeto alguno por los derechos humanos. Y que están habituados a la extorsión. Si quieren más, solo tienen que abrir el grifo y dejar que el mar vuelva a llenarse de botes precarios", afirma. "Igual que Marruecos y Turquía, que desde hace tiempo saben sacar provecho económico y político de los miedos de Europa", concluye.