Creencia y sabiduría
En la televisión salen más personas disfrazadas de mazorca de maíz y con un silbato de plástico al cuello para protestar contra la aprobación de cultivos transgénicos, que biólogos vegetales o ingenieros agrónomos informando sobre sus eventuales riesgos.
Tenía más razón que un santo Josep Pla cuando escribió aquello de que "es más fácil creer que saber" y tampoco andaba muy descarriado W. B. Yeats en su poema The second coming cuando dice: "Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad" (the best lack all conviction, while the worst/ are full of passionate intensity).
Viene esto a cuento de que cada vez que Eurostat o la National Science Foundation hacen un sondeo para conocer las actitudes y el grado de conocimiento de la ciudadanía sobre temas científicos, constatan la sólida vigencia de las pseudociencias y la estabilidad estadística de la incultura científica.
Quizá no resulta tan inexplicable esa rocosa adhesión a mitos y creencias de una gran parte de la población, si se tiene en cuenta que la principal fuente de información sobre temas científicos de los ciudadanos es la televisión y, en segundo lugar, internet.
En la televisión salen más personas disfrazadas de mazorca de maíz y con un silbato de plástico al cuello para protestar contra la aprobación de cultivos transgénicos, que biólogos vegetales o ingenieros agrónomos informando sobre sus eventuales riesgos, y en las tertulias de radio y televisión le suelen conceder el mismo espacio y la misma relevancia a los opinadores de ONG no asistenciales y otras cofradías de creyentes, que a investigadores expertos en la materia. Los medios, en efecto, suelen observar una rara equidistancia entre la ciencia y la magia, entre el conocimiento contrastado y la superchería más inconsistente.
Los gobernantes, por su parte, suelen estar adornados en todos los países del mundo de una escasa cultura científica y su instinto de supervivencia política les lleva a ponerse pulseras de cobre contra el reuma o el estrés, a confesar que beben agua imantada, o a no cuestionar las posturas más extremas e irracionales sobre, por ejemplo, energía nuclear, cambio climático o investigaciones con células madre, no vaya a ser que se enajene el apoyo de sectores de la población más o menos amplios.
Además, la astrología, la homeopatía, las teorías sobre la reencarnación, el literalismo bíblico, el espiritismo, y tantas otras doctrinas que gozan de crédito y de cierta respetabilidad social y que, incluso, generan una notable actividad económica, han llegado a adoptar últimamente unas formas y unos conceptos tomados de las ciencias, junto con una parte de su instrumental, y así no es infrecuente el caso de arqueólogos aficionados, dotados de modernas técnicas de datación, estratigráficas, dendrocronológicas o mediante el carbono 14, que se ponen a buscar el arca de Noé, el santo Grial, o el vellocino de oro; o de rastreadores de espíritus, equipados con contadores Geiger; o de "parafarmacólogos" rodeados de ultracentrífugas, pipetas graduadas y placas Petri, et sic de coeteris.
Los afirmaciones y valoraciones de los representantes de estas cofradías son frecuentemente indemostrables y, por lo tanto, no refutables, o no "falsables", que decía Popper: que al nacido bajo una determinada conjunción astral le vaya a ir bien en lo que quiere emprender, es difícilmente refutable pero, si uno cree en los horóscopos, esa afirmación le puede reportar una cierta consolación, de modo que, absténgase los astrofísicos de criticar a la astrología, porque son muchos sus fieles.
Tampoco les preocupa mucho a los seguidores de las pseudociencias el hecho de que no progresen nada: si uno lee textos astrológicos de la antigüedad, por ejemplo de astrólogos griegos, se encuentra exactamente con las mismas afirmaciones que se pueden leer hoy en un periódico sobre los nacidos bajo tal o cual signo, o sobre la influencia de tal o cual conjunción astral, hasta el punto de que si se reprodujesen bien traducidos, nadie lo notaría. Pero a sus lectores, de conocer ese hecho, no les preocuparía; es más, les reforzaría en sus convicciones por la larga tradición de ese conocimiento secular.
Es típica también de estos charlatanes la utilización de un lenguaje voluntariamente oscuro y aparentemente técnico, al estilo de aquel médico de Molière que repetía latinajos sin sentido para darse importancia. Es evidente que si uno dice insensateces u obviedades en un lenguaje llano y asequible, se puede notar más fácilmente la inconsistencia de lo que está diciendo, pero si pretende vender una pulsera "holográfica que mantiene las constantes termodinámicas del sistema inmunológico", igual pesca a los incautos, sobrecogidos por la aparente sapiencia del vendedor.
Los productos milagro, por otra parte, no suelen demostrar que han pasado los típicos controles de diseño que permiten identificar el efecto placebo mediante los "doble ciego" pero, si uno pone en cuestión su eficacia ante un usuario convencido, suele recibir de éste una descalificación ad hominem, pero casi nunca una argumentación en contra.
Además, los creyentes en estas materias suelen ser adictos al conspiracionismo más primario: a ellos los vas a engañar tú, que saben que el establishment científico de la ciencia oficial critica estas cosas, solo porque teme que se vengan abajo sus bien financiadas poltronas académicas.
Cornelio Nepote dejó escrito aquello de que "los beocios aprecian más la fuerza física que la agudeza mental" (Boeoti magis firmitati corporis quam ingenii acumini serviunt). Pobre infeliz, creía que eso solo les pasaba a los beocios.