Sin reparación en la web
Una vez publicado, todo mensaje queda en la red. Sin apelaciones. Sea una comunicación positiva y halagadora para la persona o, como suele pasar con las que se quieren borrar, negativa. Allí estará hasta la eternidad, para morbo de curiosos e investigaciones desalmadas destinadas a revolver en el pasado.
Una vez publicado, todo mensaje queda en la red. Sin apelaciones. Sea una comunicación positiva y halagadora para la persona o, como suele pasar con las que se quieren borrar, negativa. Allí estará hasta la eternidad, para morbo de curiosos e investigaciones desalmadas destinadas a revolver en el pasado. Da igual si hubo laico o religioso arrepentimiento, demanda de perdón o giro en la trayectoria vital: la mancha quedará como un pecado original irreparable en la fama personal. También da igual que las afirmaciones que se viertan en Internet sean verdad o mentira, firmadas o anónimas. Todo queda, pues, ya se sabe, en Internet puede encontrarse lo uno y su contrario, y cada cual puede quedarse con lo que quiera, siendo la verdad un concepto de épocas pasadas.
En este aspecto, como en casi todos, hay además un sospechoso sexismo, quedando la mala reputación como especial foco de búsqueda de las mujeres que, sea la razón que sea, han experimentado cierto ascenso social. Es lo que le pasa a Bettina Wulff, esposa del expresidente de Alemania, acusada de un pasado como prostituta. Se dice que lo ha denunciado judicialmente. Pero aunque gane en los tribunales, me temo que la inscripción digital jamás desaparecerá.
Con el advenimiento de lo digital, lejos de flotar en una virtualidad abstracta tipo 2001 Odisea del Espacio, con la que poder dormir plácidamente, nos hemos rodeado de artefactos cuya principal función es precisamente tenernos continuamente conectados a ese mundo digital y, por lo tanto, irremediablemente atados a todos los mensajes, nuestros o sobre nosotros, falsos o ciertos. Estos artefactos, a la que una discutible -aun cuando ya irresistible- traducción llama aplicaciones, se han convertido en una especie de cordón umbilical con el útero digital, del que ya no nos atrevemos a desprendernos. Artefactos que parecen unirnos a los demás; pero que, sobre todo, nos buscan. Siempre hay un artefacto buscándote, que se ha introducido en tu pasado digital y, a través de extraños nombres, te señalan: "Pepito quiere ser tu amigo", "Los headhunter lloran por ti", "Johnny has requested to join you". Y te preguntas, en ese estilo castizo globalizado gracias a Almodóvar: ¿Y yo qué he hecho para merecer esto? Que me borren, que me reparen. Pues, imposible.
Ordenadores de mesa, ordenadores portátiles, tablets, netbooks, e-books o teléfonos móviles son máquinas que suelen estar llenas de artefactos. De hecho, son máquinas que parecen pensar a través de estos artefactos. Más profundamente, las máquinas tienen alma y la denominan sistema operativo. Y donde haya alma siempre se puede confiar. Pero lo que inunda nuestra cotidianidad son los artefactos, que unos llaman aplicaciones, desde los buscadores a las redes sociales.
El artefacto está entre la máquina y el objeto. Máquinas que utilizamos como objetos u objetos que utilizamos como máquinas. Los objetos nos hacen funcionar y cumplen funciones; pero de ellos no se puede decir que funcionen. Las que tienen que funcionar son las máquinas; pero éstas las caracterizamos porque teníamos, al menos, una mínima idea de tal funcionamiento, de su mecánica. Hasta incluso de las máquinas de lo digital podemos tener alguna idea de la diferencia entre MSDOS o Androide. Pero el núcleo de las aplicaciones es un racional algoritmo que, en la práctica, se define como secreto, inaccesible.
Los artefactos funcionan; pero desconocemos cómo lo hacen y, si se paran, la razón de tal traición. Es más, tenemos la impresión que nadie sabe cómo funcionan. La única solución suele ser borrar la versión que se tiene y descargarse la nueva. En las primeras fases de lo digital, la reparación era ya un problema. De hecho, cuando uno lleva el ordenador o el teléfono móvil a alguna de las tiendas que lo distribuyen intentan convencerlo con argumentos como: "No vale la pena, los nuevos son mucho mejores y más baratos". Eso, cuando no directamente te culpabilizan: "¿A qué tecla le ha dado?", "si no puso el anti..."; o te confirman con objetividad clínica la defunción de la máquina digital: "Se ha perdido el disco duro (o la memoria, o lo que sea)!. Pero el artefacto, concebido como servicio, carece incluso del derecho a una muerte indigna. Se tiene o no se tiene. Y punto. Cuando no funciona, es que no se tiene (y hay que borrarlo). Si se quiere tener de nuevo, pues lo dicho, a bajarse -gratuitamente o pagando- la nueva versión del artefacto. Sin derecho a morir, impiden que los demás puedan hacerlo: ahí nos recordarán siempre. Para bien y, sobre todo, para mal.
Las máquinas, al fin y al cabo, tienen forma. Una materialidad reconocible, tangible. Los artefactos son informes, aunque principalmente nos lleguen por los ojos. Por ello se llenan de logos, para adquirir forma. Son intocables, pues lo que pulsamos son las pantallas o teclas de las máquinas que los soportan. Pero, sobre todo, son irreparables.
Hay quienes han mitificado esta sociedad como la de la reinvención continua, en la que uno puede reinventarse cada día. ¡Mentira! Para reinventarse sería necesaria la posibilidad de borrar o reparar el pasado personal. Cosa que hoy es imposible.