El gato de Montaigne
Había una vez en Florencia una chica aristócrata que se llamaba Giovanna. Era rubia y muy guapa y desde pequeña estaba prometida a un rico caballero de la familia de los Tornabuoni. Al mismo tiempo, pero quinientos años más tarde, había una chica en Santander de una familia corriente que se llamaba Jubilia. Jubilia era morena y de momento no estaba prometida a nadie, y como era lista la mandaron a estudiar periodismo a Madrid, algo muy revolucionario en el Santander de la época.
Había una vez en Florencia una chica aristócrata que se llamaba Giovanna. Era rubia y muy guapa y desde pequeña estaba prometida a un rico caballero de la familia de los Tornabuoni. Al mismo tiempo, pero quinientos años más tarde, había una chica en Santander de una familia corriente que se llamaba Jubilia. Jubilia era morena y de momento no estaba prometida a nadie, y como era lista la mandaron a estudiar periodismo a Madrid, algo muy revolucionario en el Santander de la época.
Giovanna estudiaba menos porque se pasaba la mayor parte del tiempo peinándose y ni siquiera sabía lo que era el Renacimiento porque aún no se le había ocurrido a nadie llamarlo así; para ella Sandro Boticelli y Miguel Angel Buonarroti eran unos señores que venían a su casa a redecorar. En cambio Jubilia, nuestra amiga de Santander, había hecho sus estudios y estaba al cabo de la calle en esos temas (hay que reconocer que disponía de más tiempo, una vez resuelto su estilismo a base de la llamada melenita sesentera y el zapato bajo).
Cuando cumplió Giovanna veinte años, se casó con su aristócrata y se fue a vivir al magnífico palacio de los Tornabuoni. Los cumplió también Jubilia y decidió quedarse en Madrid, en el Café Gijón.
Giovanna se dedicó inmediatamente a tener hijos; de momento Jubilia se conformaba con tener muchos amigos y, como mucho, ponerse vetas. Una enorme curiosidad por todo era una de sus principales características.
Un pintor amigo de la familia Tornabuoni, Domenico Ghirlandagio, eligió a Giovanna un par de veces como figurante de lujo en escenas religiosas tipo La Visitación de María a Santa Isabel, uno de esos frescos donde aparecían los aristócratas y las aristócratas haciendo de pastores y de pastoras. También Jubilia hizo de secretaria en una de mis primeras películas en Super 8, pero no trascendió tanto. Lo que se le daba realmente bien era entrevistar a personajes famosos como Jean Paul Sartre, Atahualpa Yupanqui y unos premios Nobel que ahora nadie sabe quienes son, y poco a poco se fue haciendo un nombre en aquellos periódicos que cerraban los ministros de Cultura un día sí y otro no.
Por su parte, Giovanna y su familia llevaban una vida más tranquila. A veces se ponían de tiros largos y se acercaban un rato a la Plaza Mayor para ver cómo quemaban a Girolamo Savonarola, pero la verdad es que no había mucho más que hacer, aparte de educar a ese niño que tuvo en seguida. Así que Tornabuoni, que quería mucho a su mujer y no deseaba verla aburrida, cansado de comprarle perritos, decidió hacerla posar para un retrato. Claro, por aquel entonces no se sabía aún que posar para un retrato es la cosa más aburrida del mundo, sobre todo si se compara con ver a Girolamo Savonarola retorcerse en una pira, blasfemando. Así que Tornabuoni llamó a su amigo el pintor Ghirlandaio y le ofreció el oro y el moro por pintar un retrato de su mujer.
El artista hizo un dibujo preliminar en el que mostraba a Giovanna con un collar de coral en su largo y hermoso cuello. Estaban todos bastante entretenidos con todo eso cuando Giovanna, que esperaba un segundo hijo, se murió de repente a los veinte años.
El marido, desolado, no quería saber nada de cuadros, pero su amigo el pintor le convenció de que a partir del boceto podía hacer un retrato tan hermoso que la belleza de Giovanna no se olvidara nunca y fuera admirada para siempre por las generaciones venideras. Apuntó Tuornabuoni que el retrato tendría que costar un poco menos porque suerte, lo que se dice suerte, no le había dado a la pobre Giovanna. Así que Ghirlandagio, al pintar el cuadro definitivo, cambió de sitio el collar de coral y lo colocó, en vez de en el cuello de la modelo, detrás de ella, sujeto a una estantería de madera donde figuraban, también, el libro de oraciones y las joyas favoritas de Giovanna. Le afeó Tuornaboni la decisión, sosteniendo que el collar parecía salirle a su esposa de la cabeza; Ghirlandagio le respondió, con mucha dignidad, que el coral simbolizaba el amor a Cristo y que era una defensa contra el mal de ojo y que si se lo dejaba puesto iba a parecer que la mala suerte de la bella Giovanna se debía al cuadro, puesto que las virtudes del coral, símbolo también de la fertilidad, no había funcionado como debían. "Pues has hecho un pan con unas hostias", dijo el aristócrata; "te digo que a mí lo del collar no me convence".
Menos aún le convenció al hijo de Giovanna, cuando llegó a los nueve años. Al parecer dijo: "El cuadro es estupendo, pero no es mamá", y se fue refunfuñando a merendar. Se quedó el pintor a solas y un poco melancólico contemplando su obra maestra, impresionado por la reacción del niño, y fue entonces añadió de su propia mano una esquelita en la esquina inferior del cuadro, a la derecha, donde se leía: "Ojalá al retratar la belleza hubieras conseguido también reflejar el carácter. Sería esta entonces la pintura más bella del mundo", y un poco harto ya de los Tornabuoni se olvidó del asunto y encaminó su vida hacia otros triunfos.
Y así fue como el retrato de Giovanna Tornabuoni, admirado por todos menos por sus allegados, pasó de mano en mano durante siglos hasta terminar expuesto, rodeado de otros prodigios, en la Sala de Retratos Antiguos de una famosa Galería.
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Retrato de Giovanna Tornabuoni, de DomenicoGhirlandaio
Durante este tiempo nuestra amiga de Santander, lejos de estar ociosa, se había casado felizmente y tenido dos hijos; en fin, había conseguido todo lo que se había propuesto y Giovanna no había logrado; no se ponía vetas pero mantenía a menudo la comodidad del zapato bajo y toda su inteligencia, sentido del humor, firmeza de carácter y sabiduría, cualidades que permanecían intactas, las dedicaba a sus amigos, a su familia y finalmente, por esas cosas que pasan en los cuentos, a la famosa Galería donde se exponía, en lugar privilegiado, el retrato de Giovanna Tornabuoni; pero nunca perdió, a lo largo de los años, ni un ápice de ese enorme interés por todo que tan bien le había funcionado en sus entrevistas.
Al terminar su horario de trabajo subía muchas tardes a la Sala de Retratos Antiguos, a pie para hacer un poco de ejercicio; se detenía un buen rato ante la obra maestra y se hacía mil preguntas como porqué el retrato era de perfil, cuál era el significado de la joya que llevaba al cuello y la otra que descansaba en una balda de la librería, casi gemela pero adornada con la figura de un dragón; y sobre todo, por qué el collar de coral parecía salirle del moño, y siempre le irritaba un poco que Giovanna nunca se diera media vuelta y la mirara de frente para contárselo. Luego deshacía el camino andado, mientras las luces del Museo iban apagándose a su paso; y mientras bajaba la gran escalera conservaba sin darse cuenta en la pupilas la imagen de su retrato favorito, mientras pensaba qué iba a poner para la cena.
Un día nuestra amiga de Santander dejó este mundo, como dijo con desamparado ingenio alguien muy querido, volando, como Mary Poppins.
Estaba vagando por la Selva Oscura con su turbante y aquella mezcla de aplomo y despiste que le caracterizaba cuando se le acercó una joven con un perrito despeluchado.
"Me parece que te conozco", le dijo la joven con cierta timidez.
"Disculpa pero no creo" - respondió Jubilia con desparpajo. - "Acabo de llegar y no conozco a nadie".
"Soy Giovanna Tornabuoni" -continuó la joven, mirándola de frente- "y tengo la impresión de haberte visto, con el rabillo del ojo, contemplar a menudo el cuadro que me hizo el tío Domenico, pero no estoy segura" -dudó ante el silencio asombrado de su interlocutora- "La lata de estar pintada de perfil es que nunca sabes muy bien quién te está mirando y quién no".
"Ah, claro, la del collar de coral y el cuello largo"- respondió Jubilia, dándole una discreta patada al perro que no se sabe con qué intenciones le estaba olisqueando los zapatos.
"Exacto. No molestes, Cancerbero"- dijo Giovanna, y cogió en brazos al animalito, que se puso a darle cariñosos lametones en la barbilla.
"¿Te apetece que demos una vuelta por una laguna que hay por aquí cerca?" - continuó Giovanna casi suplicante, porque había percibido en los ojos de Jubilia una lucecita que ella nunca había tenido y deseaba compartir.
Nuestra amiga, que en persona la estaba encontrando un poco sosa, tuvo un momento de duda y dijo para ganar tiempo: "Sé que laguna dices", sintiendo un deseo incómodo de alejarse de allí.
"Es que cuando otra persona se detiene tantas veces para mirarte acabas desarrollando un cierto interés por ella. Es como un espejo, pero al revés"- dijo Giovanna con una sonrisa que hubiera ablandado el corazón del mismísimo Savonarola.
Hasta Jubilia se sorprendió a sí misma dispuesta a rascarle la cabeza al perro, pero se contuvo. "Como el gato de Montaigne", reflexionó en voz alta. "Yo creo que miro a mi gato, pero mi gato también me mira a mí" - y comprendió que tenía por delante la gran entrevista de su vida.
"Iré contigo"-dijo- "pero a condición de que me dejes hacerte todas las preguntas que yo quiera".
"De mil amores", respondió Giovanna, ladeando la cabeza con bastante gracia. Se cambió de mano la correa del perro, agarró a Jubilia del brazo y mientras caminaban hacia la laguna para dar de comer a los patos, supo nuestra amiga que, por fin, iba a saberlo todo.
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Juby Bustamante