Keynes en Madrid y las 35 horas en Francia
El último intento serio de reducir la jornada de trabajo en Europa lo hizo el Gobierno socialista de Jospin en Francia. El padre de la ley de las 35 horas fue el brillante pero incontrolable Strauss-Kahn, y ésta tenía un triple objetivo: crear empleo, mejorar la productividad y facilitar la conciliación.
El 10 de junio de 1930 Keynes dictó en Madrid una conferencia titulada Las posibilidades económicas para nuestros nietos en la Residencia de Estudiantes de la calle Pinar. Keynes no había escrito aún su Teoría general pero ya entonces era uno de los economistas más célebres de la época, en la que recordemos se estaba entrando de lleno en la Gran Depresión. Keynes publicó en 1931 esa charla y otros escritos bajo el título de Ensayos de persuasión, y creo interesante recordar ciertas de las cosas que el sabio británico dijo en Madrid hace ya 83 años en un momento histórico que conserva grandes paralelismos con el actual.
Keynes pretendía aportar una luz optimista sobre el desempleo y la crisis entonces imperante recordando el contexto histórico. La era moderna, que Keynes identificaba de forma aproximada con los 250 años precedentes, había permitido a una parte considerable de la población escapar a los ciclos de pestes, hambrunas y guerras que eran el pan nuestro de cada día de nuestros ancestros durante por lo menos los 4.000 años anteriores. Curiosamente Keynes consideraba el expolio del tesoro del Nuestra Señora de la Concepción por parte de Francis Drake como un momento fundador del auge capitalista posterior en Inglaterra, ya que calculaba que cada libra aportada por Drake entonces se habría convertido en unas 100.000 libras de 1930 gracias al multiplicador keynesiano. Drake habría favorecido así de forma indirecta la aparición del ferrocarril, de la industria algodonera, e incluso de Newton y Darwin.
Resulta estimulante pensar que si dicho tesoro hubiera acabado en España la Revolución Industrial podría haberse producido en Sevilla (por ejemplo) en lugar de en Manchester, de la misma manera que resulta indignante pensar que los recortes actuales puedan estar frustrando la posibilidad de que surja un futuro Darwin o un Keynes en nuestro país, pero así es. Keynes aseguraba a continuación que la crisis de los años 30 sería solo un mal paso, y que con un crecimiento medio del 2% anual la producción de 2030 sería unas 7,5 veces la de 1930, una predicción en general acertada a no ser que se tuerzan mucho las cosas en los próximos 17 años.
Deducía Keynes que la riqueza que aguardaba a la generación de sus nietos (con la que nos podemos identificar) y los avances tecnológicos nos permitirían reducir la jornada laboral a unas tres horas diarias (15 semanales), lo justo para satisfacer lo que Keynes denominó "el viejo Adán" que llevamos dentro, ya que acostumbrados a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente un ocio total podría ser insoportable para los individuos menos creativos -Keynes ponía como ejemplo a las amas de casa acomodadas, víctimas habituales de todo tipo de neurosis-.
La visión de Keynes parece bastante similar a la del paraíso comunista de Marx donde el proletariado podría cazar por la mañana, pescar por la tarde y criticar después de comer si así lo consideraba oportuno. Desgraciadamente, ni Marx ni Keynes acertaron en estas predicciones, pero conociendo el contexto histórico en el que las hicieron es natural que pensaran que el progreso se traduciría en esos términos: en El Capital Marx describe profusamente los abusos que se cometían en la Inglaterra de su época, en la que incluso los niños trabajaban más de catorce horas diarias, mientras que al final de su vida Keynes llegó a ver materializada la clásica reclamación de la jornada de ocho horas.
Parece sin embargo que a partir de entonces los aumentos de productividad dejaron de ir de la mano de disminuciones sensibles de la jornada de trabajo, y cabe preguntarse por qué, dado que las posibilidades que ofrece la tecnología son casi inconmensurables.
David Graeber, profesor de la London School of Economics, publicó recientemente un articulo donde exponía sus ideas al respecto: entre los años 1910 y 2000 el número de empleados en el sector primario o la industria se ha reducido dramáticamente -lo que refleja el aumento real de la productividad-, mientras que la proporción de empleados en el sector servicios se ha triplicado. Graeber considera que entre estos últimos empleos hay muchos que él denomina bullshit jobs (trabajos de mierda), entre los que cabe enmarcar industrias enteras como el telemárketing o profesionales como abogados, responsables de recursos humanos, relaciones públicas o académicos, que nominalmente quizás trabajen 40 horas a la semana pero en términos efectivos seguramente no realizan más de las 15 horas semanales que pronosticara Keynes en su charla de Madrid.
Las afirmaciones de Graeber pueden resultar un tanto demagógicas y obvian el hecho de que a menudo estamos en competencia con muchos países en los que la semana de 48 horas es legal (por ejemplo en la India o en Mauricio, donde trabajé el año pasado), pero a nadie con cierta experiencia del mundo laboral se le escapa que lleva parte de razón y probablemente el hecho de que no se clame por reducciones de jornada adicionales se deba al creciente descrédito de los sindicatos.
El último intento serio de reducir la jornada de trabajo en Europa lo hizo el Gobierno socialista de Lionel Jospin en Francia. El padre intelectual de la denominada ley de las 35 horas fue el brillante pero incontrolable Dominique Strauss-Kahn, y ésta tenía un triple objetivo: crear empleo, mejorar la productividad y facilitar la conciliación. Hoy en día un trabajo a tiempo completo en Francia sigue siendo de 35 horas, pero desde que se aprobara la primera versión de la ley hace ya 15 años se ha flexibilizado varias veces la norma -incluso por el propio Gobierno Jospin- para admitir casos particulares; aún así incluso en los supuestos en los que la ley tiene una interpretación más restrictiva (como en mi convenio) los trabajadores que no hacemos 35 horas nos beneficiamos de los días conocidos como RTT (por Reducción del Tiempo de Trabajo), en mi caso no menos de nueve días de vacaciones extra a sumar al mínimo legal de 25.
El éxito de la ley en relación a sus objetivos me parece incontestable en por lo menos dos capítulos: en el de la productividad, que en Francia es de las mayores del mundo, y en el de la conciliación. Como escribí en un post anterior, las francesas son las campeonas de la natalidad del mundo desarrollado, lo que permitirá a Francia ser la primera potencia de Europa en poco más de 30 años como recordaba Paul Krugman recientemente en su blog.
El éxito de la medida como creadora de empleo resulta mucho más discutible y difícil de medir, por lo que es motivo de controversia aún hoy. La izquierda considera que se han creado varios cientos de miles de empleos y la derecha niega la mayor. Ya con la derecha en el poder el ministro Fillon derogó la ley para empresas con menos de 20 empleados. Si Fillon (o el todavía más peligroso Sakozy o Copé, su fiel secuaz) se hicieran con la presidencia en 2017 la derogación de la ley podría ser total.
Esa posibilidad parece hoy muy real dada la escasísima popularidad de Hollande y a causa del pesimismo que se respira, pese a que como Krugman indica existen motivos para el optimismo a largo plazo. La derogación de las 35 horas sería en todo caso una pésima noticia para Francia y para los que desearíamos que la medida se extendiera por lo menos a toda Europa.