En qué se diferencian un elefante y una aspirina
En los muchos años que llevo dando clase en Institutos de Enseñanza Secundaria, primero, y en la Universidad, después, todavía no he conseguido que ningún alumno me responda a la pregunta.
Es un hecho muy frecuente en clase el que los alumnos se inhiban de contestar ante cuestiones aparentemente obvias. En los muchos años que llevo dando clase en Institutos de Enseñanza Secundaria, primero, y en la Universidad, después, todavía no he conseguido que ninguno me responda a la pregunta de qué diferencias encuentran entre un elefante y una aspirina.
La pregunta tiene su intríngulis pues la formulo en el contexto de clases prácticas en las que se enseña a distinguir unos organismos de otros. En esas clases, la atención se centra en caracteres anatómicos que no son fáciles de apreciar o comparar sin una adecuada explicación. Pero centrar la explicación en los detalles más enrevesados conlleva el daño colateral de no fijarse en las cuestiones más obvias. Y ser capaz de percibir lo evidente hizo grande a Sherlock Holmes y permitió al Dr. Hannibal Lecter poner en las manos de Clarice Starling al psicópata conocido como Búfalo Bill en la secuencia más memorable de la memorable película El silencio de los corderos. Y como no quiero que mis alumnos sean menos perspicaces que tan esclarecidos caballeros, intento llamar su atención hacia la observación de las diferencias evidentes entre los organismos. Para ello, suelo levantar en cada mano un ejemplar de especies de muy diferentes tamaños y les pregunto: "¿En qué se diferencian?" Año tras año, el silencio, acompañado de una súbita e irresistible necesidad de consultar algo en sus apuntes, ha sido siempre la respuesta.
Entonces, no puedo resistir la tentación de hacerle la broma del elefante y la aspirina y les pregunto si saben en qué se diferencian. Y cuando el silencio vuelve a atronar el aula les sonrío con malicia y les recomiendo que no vayan nunca solos (ni solas) a una farmacia.
¿A qué se debe esa reticencia de los alumnos a contestar preguntas obvias?
Otro enigma relacionado con el anterior es la enorme dificultad que entraña percibir lo que es evidente y la gran facilidad que tenemos las personas para elaborar explicaciones muy complejas frente a hechos que son muy sencillos. Eso es lo que les ocurre al jefe de Clarice Starling, Jack Crawford, y a ella misma impidiéndoles resolver un caso del que disponían de todos los datos, mientras que el malvado Lecter lo resuelve sin salir de su celda.
La observación cuidadosa de los fenómenos naturales debería habernos llevado desde hace miles de años a la conclusión de que se repiten de la misma manera siempre que se dan las mismas condiciones... y que los rayos solamente caen del cielo cuando hay nubes de tormenta. La ciencia se basa en el hecho de que la Naturaleza no tiene propósito, que carece de psicología y que siempre que se den las mismas condiciones se producirán los mismos fenómenos. Sin embargo, esta idea ha estado ausente durante la mayor parte de la historia de la humanidad y su lugar lo ha ocupado una deliciosa pléyade de conjeturas sobre las intenciones y relaciones personales de un sinfín de diosas y dioses, mayores y menores.
¿A qué se debe esa tendencia de la mente humana a no reparar en lo obvio?
El cerebro humano, con su enorme tamaño, no parece que haya evolucionado para resolver problemas relacionados con lo que podríamos llamar "Ciencias Naturales". Es cierto que gracias a nuestra gran inteligencia hemos sido capaces de desarrollar respuestas tecnológicas que nos han permitido poblar todo el globo, iluminar la noche, surcar los cielos y hasta alcanzar la superficie de la Luna. Pero también lo es que ya teníamos ese enorme cerebro mucho antes de que lo aplicásemos a ello. No, nuestro gran cerebro no es una computadora para resolver problemas relacionados con la Física, la Química, la Geología o la Biología, aunque nos faculta para hacerlo; nuestra enorme masa de neuronas es más bien un ordenador para resolver problemas psicológicos del tipo de "qué quiere decir mi pareja cuando está de morros y me contesta que no le pasa nada" o "a ver cómo consigo que esta persona haga lo que yo quiero que haga".
Por eso, durante milenios, nuestro cerebro intentó comprender la Naturaleza de la mejor manera que conoce: convirtiendo los fenómenos naturales en problemas psicológicos relacionados con la voluntad de seres sobrenaturales pero cuyos intereses y deseos resultaban sospechosamente humanos. Nos ha costado mucho tiempo llegar a comprender que la Naturaleza no tiene psicología y solo desde entonces la hemos empezado a entender.
Quizá sea esa la causa de que los alumnos no respondan a preguntas del tipo de la diferencia entre las aspirinas y los elefantes y se quedan mudos como corderitos. Porque su computadora de resolver problemas psicológicos les alerta: "Calla, que seguro que lo pregunta para que respondas lo obvio y ponerte en ridículo con otra explicación". Tal vez sea también por eso por lo que en clase les preocupa más adivinar las intenciones de su profesor (¿entrará en el examen?) que entender sus explicaciones. Y quizá sea por ese mismo motivo por lo que los profesores tengamos una cierta tendencia a descolgarnos con preguntas inesperadas en los exámenes, porque nuestra computadora psicológica siente repugnancia a ser transparente a los demás. Y así, la dificultad de muchas asignaturas no reside en la complejidad de su materia sino en la de saber qué es lo que hay que hacer para aprobarlas.
Así que, si alguna vez alguien les pregunta cuál es la diferencia entre un elefante y una aspirina, no descarten que se trate de alguien con necesidad de saberlo con exactitud porque está a punto de entrar en una farmacia.