Antes muertos que sencillos
Las personas somos una curiosa especie por muchas razones, y entre ellas destaca nuestro exacerbado gusto por la belleza. En realidad, más que un gusto parece una necesidad.
Hace unos días la ciencia española cosechó uno de esos éxitos que cabe calificar de histórico. Seguramente, a D. Marcelino Sainz de Sautuola, el descubridor (junto con su hija María) de las pinturas de Altamira, le habría colmado de orgullo ver que los inmortales bisontes del techo de la cueva ocupan la portada del ejemplar del 15 de junio de 2012 de la prestigiosa revista Science. En las páginas interiores se puede encontrar un espléndido artículo, elaborado por un equipo internacional plagado de científicos españoles (¡enhorabuena!), dedicado a establecer la datación de pinturas rupestres de algunas cuevas cantábricas entre las que figuran, además de la famosa cueva de Altamira, la también santanderina de El Castillo y la asturiana de Tito Bustillo.
Los resultados obtenidos pueden calificarse de inesperados, pues retrasan notablemente la antigüedad de dichas pinturas rupestres. En concreto, un disco de color rojo, pintado en una de las paredes de la Cueva del Castillo, ha arrojado una datación de alrededor de 40.800 años, que rebasa muy de largo la antigüedad de las pinturas de la famosa Cueva Chauvet, en la localidad francesa de Vallon-Pont-Darc, tenidas hasta ahora como las más antiguas del mundo. Fuera de Europa, las pinturas rupestres más antiguas se encuentran en Namibia, en el yacimiento denominado Apollo XI, y tienen alrededor de 27.500 años de antigüedad.
Pero más allá del interés, legítimamente chovinista, de en qué país se encuentran las pinturas rupestres más antiguas, la nueva datación es especialmente sugerente porque sitúa el momento de su realización en una época en la que los neandertales aún habitaban la Península Ibérica y entreabre la puerta a la discusión de si fue esa humanidad la autora de una parte del arte rupestre.
Los neandertales, tal como los conocemos hoy día, fueron unas personas de grandes cerebros, mayores incluso que los nuestros, que dominaban la talla de la piedra, se ocupaban de sus muertos, habían domesticado el fuego y, muy probablemente, también halaban. Más aún, también fabricaban objetos de adorno personal y elaboraban pigmentos, tal como se ha descubierto en algunas cuevas francesas (como la Grotte du Renne, en Arcy-sur- Cure) y españolas (Cueva de los Aviones, en Cartagena, y Cueva Antón, en Mula). Aunque es muy tentador unir adorno personal y arte rupestre como diferentes manifestaciones de un mismo fenómeno, el simbolismo de la mente humana, yo no estoy tan convencido de ello. En mi opinión, el adorno personal y el arte parietal bien podrían corresponder a orígenes diferentes. Sin duda, el arte parietal es una expresión de simbolismo pero el adorno personal podría explicarse sencillamente por una motivación estética.
Las personas somos una curiosa especie por muchas razones, y entre ellas destaca nuestro exacerbado gusto por la belleza. En realidad, más que un gusto parece una necesidad. Vivimos rodeados de objetos que nos parecen bellos, que han sido elegidos entre otros de funcionalidad parecida solamente por su estética, desde los relojes y bolígrafos hasta los automóviles o el mobiliario de nuestros hogares y lugares de trabajo. También dedicamos una importante parte de nuestro tiempo, esfuerzo y dinero a ser lo más bellos (y bellas) posibles con peinados, dietas, ejercicios o, incluso, cirugía. Incluso las prendas interiores son elegidas cada día en función de nuestro gusto estético... aunque no siempre tengamos esperanzas de lucirlas. Y nada de todo ello tiene necesariamente un carácter simbólico, es que nos gusta, nos morimos por la belleza.
En el registro arqueológico, las evidencias de adorno personal anteceden en mucho a las primeras pinturas rupestres, pues las encontramos en yacimientos africanos (como la Cueva Blombos, en Sudáfrica) y de Oriente Próximo (como los yacimientos de Qafzeh y Skhul, en Israel) que están datados en alrededor de 100.000 años. Así que, mucho antes de que a nadie se le ocurriera pintar algo en la pared de alguna cueva, las personas ya se adornaban con collares y probablemente también se pintaban el cuerpo. Y seguramente lo hacían sin otra intención que la de gustarse, para sentirse guapas (y guapos). Personalmente, me agrada pensar que, además de otras cualidades y virtudes muy serias e importantes, la coquetería también se encuentra entre las señas de identidad de nuestra estirpe.