Pablo, no era Fouché, era Zweig
En esa Europa entre finales del siglo XIX y principios del XX en la que vivió el escritor Strafan, poco a poco se fue arrinconando a quienes hacían de la tolerancia su bandera. Fue la época de los extremismos y de los nacionalismos disgregadores, la Europa de los predicadores. En el lado contrario, toda su producción literaria, que es un canto a la libertad y contra el fanatismo.
Foto: GETTYIMAGES
Hace unos días, Pablo Iglesias compartía una fotografía en twitter, en la que resaltaba con delectación un texto subrayado de la biografía que el escritor Stefan Zweig dedicó a Joseph Fouché. Obviando las lágrimas que me sigue provocando ver un libro subrayado con bolígrafo, el párrafo describía una añagaza más que el estadista francés desarrollaba en esa vida dedicada a la búsqueda del poder. Fouché efectivamente es una figura para estudiar: desde un origen humilde a duque de Otranto, revolucionario francés que desde posiciones más moderadas acabó en lo más alto de la Montaña jacobina, enemigo personal y vencedor de Robespierre, ministro de Napoleón y posterior apuñalador del corso tras Waterloo, acabó finalmente sus días en el exilio en el más miserable de los finales.
La biografía de Zweig es en realidad un estudio sobre el Poder en esencia, descarnado, sin principios. No se trata precisamente de una hagiografía, nada más alejado del pensamiento de un humanista, aunque es posible que el líder de Podemos lo haya entendido así. No me extraña que a Iglesias le fascine un personaje del que su contemporáneo Talleyrand decía que "odiaba tanto al género humano porque se conocía muy bien a sí mismo".
Stefan Zweig nos desgrana su vida y, al tiempo, la de la historia del continente, en su maravillosa autobiografía El mundo de ayer. De origen austriaco judío, de familia acomodada, le toca ser testigo de cómo se envilece Europa, de dos guerras civiles europeas, del ascenso del fanatismo, del antisemitismo, hasta que en el exilio en Brasil, víctima de la desesperanza por el aparentemente imparable nazismo, acabó suicidándose en 1942. Triste final para quien durante toda su vida persiguió la belleza y la creó (autor prolífico de ensayo, novela, teatro...) y predicó la paz y la tolerancia, el sueño de una Europa unida que fuera faro de civilización.
Alabo el gusto de Iglesias, pero por otro lado encuentro pocos lectores más improbables de Stefan Zweig que él -quizá nuestro ultra ministro de interior -. Toda su producción literaria es un canto a la libertad y contra el fanatismo. Es asimismo una lectura obligada precisamente para entender nuestro propio tiempo, en ese "flujo y reflujo, ese eterno subir y bajar de la Historia". El austriaco nos describe el ambiente europeo de entreguerras:
No condena Zweig esta tendencia y además la entiende necesaria y prolífica en creación. Pero advierte de sus peligros y del exceso, de la ruptura con todo el orden establecido sin saber muy bien con qué se pretende reemplazar. Lo describe bien cuando dice que "ningún pueblo (...) se libra de tener que delimitar una y otra vez libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía.". La preciosa metáfora de Chesterton sobre "el triste farol del orden y el árbol en verde y oro de la anarquía".
Es en tiempos de zozobra, de sensación de fracaso colectivo, donde surge el compromiso y la creatividad. Pero también es donde el acampado fanatismo, el camuflado oportunismo, el latente mesianismo tiene su oportunidad. En esa maravilla que es "Castellio contra Calvino", ese canto a la tolerancia y a la libertad de conciencia que le recomiendo vivamente a Pablo Iglesias, el escritor nos cuenta que:
Escribe Zweig como canto de esperanza, no obstante: "Qué banal y qué vano resulta todo empeño de querer reducir la sublime variedad de la existencia a un común denominador, así como el de dividir de un mundo maniqueo a la humanidad en buenos y malos, piadosos y herejes, en obedientes y hostiles al Estado (...), siempre habrá espíritus independientes que se alcen contra semejantes violaciones de la libertad del ser humano".
No es precisamente un testigo menor el que observó cómo se removían las fuerzas de una época y lo que significó en términos de avance intelectual, político, artístico, espiritual...Pero también de los peligros que comporta el huracán desatado de la revolución, una materia más radiactiva que el plutonio, de la necesidad de conjugar también la racionalidad en el camino necesario del cambio. En esa Europa entre finales del siglo XIX y principios del XX poco a poco se fue arrinconando a quienes hacían de la tolerancia su bandera. Fue la época de los extremismos y de los nacionalismos disgregadores, la Europa de los predicadores. Sin ninguna pretensión de establecer analogías matemáticas -cada tiempo tiene su afán y vivimos en un mundo, pese a todo, infinitamente mejor-, en tiempos como estos que también lo son de incertidumbre, nunca está de más echar un ojo al pasado y escuchar a quienes han vivido más que nosotros.
Y nunca me agradecerán lo suficiente mi consejo: lean al Zweig novelista, ensayista, dramaturgo o periodista, es una delicia.