Europa: los caminos que no llevan a ninguna parte
La prioridad para recuperar la confianza de los ciudadanos y restablecer la solidaridad dentro de la UE es volver a encontrar el camino de la convergencia. Para esto, necesitamos herramientas y un calendario de aplicación, especialmente en ámbitos tales como el presupuesto, la fiscalidad o lo social.
El próximo 25 de mayo los votantes europeos tendrán que elegir a sus diputados entre unos candidatos de los que probablemente acaban de oír hablar por primera vez, llamados a ocupar sus plazas en un Parlamento cuyas competencias y facultades son en general desconocidas.
En cada uno de los países europeos se van esbozando, poco a poco, los temas de la campaña electoral. Y, como de costumbre, los debates estarán dominados por los temas de la política interior y por los juegos políticos internos, en los que cada parte desarrolla su propia retórica añadiendo, por pura formalidad, un elemento de política europea.
En este juego de simulaciones, los ciudadanos europeos a menudo se ven obligados a elegir entre tres voces, es decir, entre tres tipos de agentes políticos. Los que quieren acabar con Europa. Los que preconizan el gran salto adelante. Y, por último, los que intentan mantener el statu quo. Para nosotros estos tres caminos no llevan a ninguna parte, por lo que hay que proponer una nueva vía para Europa.
1. Los euroescépticos
En primer lugar están los euroescépticos -desde la extrema izquierda a la extrema derecha, pasando por los movimientos nacionalistas o soberanistas- que defienden una Europa puramente intergubernamental. Sobre la base de una concepción arcaica de la sociedad -es decir, un pueblo, una lengua, un Estado- los más radicales no dudan en proponer el final de las instituciones europeas, el retorno de las fronteras, la salida de la zona del euro, etc. Pero Europa ya ha intentado esta vía y conocemos sus resultados. Alemania, la gran potencia actual, reuniría en torno a ella una parte de los países de Europa Central y Oriental, los Países Bajos y quizá los países nórdicos, mientras que los demás países europeos tratarían de hacerles frente mediante la constitución de una coalición alternativa. Ello produce una sensación de déjà-vu en nuestra memoria colectiva y, más allá del riesgo de nuevos conflictos, lo que es de temer es la decadencia definitiva de nuestro continente en la escena mundial.
2. Hacia una Europa federal
En el otro extremo del espectro, los euro-entusiastas, como los miembros del grupo Spinelli, proponen pasar rápidamente hacia una Europa federal, siguiendo el modelo de los Estados Unidos de Europa. Esta opción, presente desde hace décadas, choca hoy en día, aún más que en el pasado, con la realidad que nos rodea. En un contexto de rechazo de las instituciones europeas por parte de los ciudadanos -según la última encuesta de Eurostat más del 60 % ya no confían en las instituciones europeas-, ¿cómo pedirles que se unan a un proyecto que implica una transferencia de soberanías en el ámbito económico y político a Bruselas, que para ellos representa la austeridad y la tecnocracia que dificultan su vida diaria?
3. El statu quo
La gran mayoría de los partidos tradicionales tratan de apoyar el modelo híbrido de una Europa a medio camino entre lo intergubernamental y lo comunitario. Un modelo que en estos últimos años se ha caracterizado por una serie de reuniones de crisis, declaraciones aguadas y propuestas insatisfactorias de bricolaje institucional. ¿Quién puede razonablemente creer que un plan de seis mil millones de euros (es decir, de 300 euros por desempleado) puede tener un impacto significativo en la lucha contra el paro en Europa? Una Europa en la que el presidente de la Comisión y el presidente del Consejo siguen buscando su lugar entre los jefes de Estado da la razón, cincuenta años después, a las palabras de Kissinger: "¿A quién debo llamar cuando quiero hablar con Europa?" La peor opción sería precisamente no intervenir y dejar que el proyecto europeo derive lentamente y se convierta en una fuente de crisis perpetua.
¿Una cuarta vía?
Tres vías, tres caminos sin salida. No es de extrañar que la mayoría de los europeos se planteen dedicar el día 25 de mayo de 2014 a dar paseos por el bosque, a pescar con caña o a acudir a manifestaciones contra una Europa que los ha olvidado.
¿Acaso existe otro camino, un camino más pragmático? Otros han tenido éxito a la hora de enfrentarse al mismo desafío que tenemos ante nosotros, como hizo Jean Monnet, que puso en marcha el proyecto comunitario a partir de las ruinas de la guerra.
Europa se colapsa, sobre todo desde la crisis, con unos modelos económicos y sociales -y nuestros modelos simplemente- que no cesan de divergir. Con un salario mínimo que varía de 1 a 12 en la UE, las diferencias de nivel de desarrollo están aumentando de forma continua, sin que las directivas de Bruselas sobre el tamaño de los pepinos o la calidad de los inodoros lo puedan remediar.
La prioridad para recuperar la confianza de los ciudadanos y restablecer la solidaridad dentro de la UE es volver a encontrar el camino de la convergencia. Para esto, necesitamos herramientas y un calendario de aplicación, especialmente en ámbitos tales como el presupuesto, la fiscalidad o lo social. Un instituto presupuestario europeo permitiría definir unos objetivos prioritarios partiendo de las ganancias de competitividad que se espera lograr con el refuerzo de la convergencia y de las solidaridades. La reindustrialización de Europa sería un gran proyecto que permitiría volver a encontrar el camino hacia el crecimiento y el empleo, como hizo Alemania durante la era Schröder. Estimulando a las empresas de los Estados miembros a trabajar juntas, favoreceríamos el surgimiento de líderes europeos, competitivos en el mercado mundial, como lo fue Airbus, ¡uno de los pocos ejemplos de un verdadero éxito europeo hasta la fecha!
El siguiente paso sería la creación de un calendario de convergencia fiscal y social de forma similar a la serpiente monetaria que existía antes de la introducción del euro. Varios principios podrían muy bien ser objeto de consenso, como la necesidad de favorecer el aparato productivo o la imperiosa necesidad de simplificación.
La tercera etapa sería que la UE se dotase finalmente de un presupuesto digno de ese nombre -en la actualidad representa menos del 1 % del PIB- para darse los medios de ser ese actor regional capaz de influir en las decisiones del escenario mundial.
Esta vía hacia lo que yo llamaría una Europa sólida y solidaria no podrá lograrse sin la intervención permanente de los ciudadanos -parlamentos nacionales y Parlamento Europeo, iniciativas ciudadanas y sociedad civil-. Jean Monnet no se equivocó al establecer en 1951 un comité de agentes económicos y sociales ante la CECA y, más tarde, en 1958, el Comité Económico y Social. Ante la negativa de los Estados miembros a acompañar a la UE en la necesaria evolución, la Unión Europea no puede contar más que con los ciudadanos europeos. Y para ello, debe convencerlos de que son el centro de sus preocupaciones.
Por eso es por lo que, en su momento, será necesario lanzar una Convención Europea siguiendo el modelo de aquella que elaboró el Tratado Constitucional, pero esta vez no solo para llegar a un acuerdo sobre lo que habrá al final del camino, sino también sobre el propio camino.
Como dijo Buda, la felicidad no está al final del camino, es el camino. Eso vale también para Europa y para los europeos.