Macron, año 1, 'round' 2: en busca de la reconciliación con las calles aún ardiendo
Se cumple un año de la reelección del liberal como presidente de Francia, muy desgastado por su imposición de la reforma de las pensiones y la falta de respuestas a problemas como el poder adquisitivo o los servicios públicos.
El 24 de abril de hace un año, el liberal Emmanuel Macron conseguía revalidar la Presidencia de Francia, imponiéndose en segunda vuelta a la ultraderechista Marine Le Pen. Lo hizo con claridad, 58,54% de los votos frente al 41,46% de su oponente, pero en primera vuelta apenas había sido la opción del 27,85% de los electores. "No te queremos, pero no tenemos otra opción", resumía una pintada en el parisino barrio de Saint Denis.
Menudo año ha afrontado el mandatario desde entonces: unas elecciones legislativas que le arrebataron la mayoría absoluta parlamentaria, un otoño caliente en la calle por la subida de los precios sin equivalencia en los salarios, mociones de censura en octubre y en marzo, una reforma de las pensiones por decreto... un suma y sigue que le ha bajado la popularidad entre 25 y 30 puntos, al nivel de los tiempos de la crisis de los chalecos amarillos de 2018, en un preocupante 28%.
En intención de voto su formación, Renacimiento, llegaría al 22%, cinco puntos menos que hace un año. Los partidos más beneficiados de su caída serían los ultras de Unión Nacional y la Nueva Unión Popular Ecologista y Social (NUPES) de Jean-Luc Mélenchon, que alcanzarían un empate con el 26% de los sufragios. Básicamente, los franceses no lo quieren, hasta lo detestan, pero hasta ahora han creído que es el único capaz de hacer las reformas que hacen falta. La única segunda opción es la derecha extrema, que ya le ha peleado unas presidenciales.
Le toca esforzarse, porque tiene cuatro años de mandato que completar aún en los que, por ahora, no hay ni un rayo de paz social, esencial para abordar reformas de salarios, condiciones laborales, mejora del empleo público o inflación, flancos de enorme sensibilidad. Ahora mismo, su mayor reto se resume en cuatro palabras, en las que puso todo su énfasis en un discurso televisado a la nación, el pasado lunes: "calma, unidad, ambición y acción". Por ese orden.
Macron se mantiene firme. Defiende su reforma de las pensiones -guste o no, iba en su programa electoral, el que fue votado mayoritariamente-, aunque asume que las formas, el aprobarla por decreto y no con mayoría en el Parlamento, no era lo deseable. "Me arrepiento de ello", dice en alusión a la imposibilidad de consenso. Porque los sindicatos se negaron a debatir, como la oposición, dice el inquilino de El Elíseo. Porque las puertas a la negociación siempre estuvieron cerradas por el Gobierno, replican sus críticos.
Pese a ello, entiende que es el momento de pasar esa página y centrarse en los demás retos del país, empezando por la "reconciliación", esa que defiende en cada una de sus intervenciones recientes, como un mantra. Llama al "tesón", al "empuje nacional", al "ímpetu" para sacar adelante el país entre todos.
En su discurso, de 13 minutos de duración, Macron reclamó una tregua, 100 días de tiempo y "acción concentrada" para establecer un "nuevo pacto de vida y trabajo". Es una mano tendida de cara al futuro inmediato, un sprint de paz hasta la fiesta nacional, el 14 de julio. Y, sin embargo, como en los chalecos amarillos o las protestas por la subidas de salarios, Macron ha vuelto a usar un tono duro en defensa de su programa y sus apuestas que le resta empatía para todo lo demás. A partir de septiembre, la edad legal para que los trabajadores puedan comenzar a cobrar una pensión se incrementa gradualmente, en tres meses cada año, hasta alcanzar los 64 años en 2030. Punto.
Esta semana, el liberal ha tenido un respiro, la buena noticia de que el Constitucional ha avalado su reforma de las pensiones. Es "legítima", como dice Macron. "No atenta contra la democracia". Pero eso no la convierte en popular, ni en fondo ni en forma. Una losa que por ahora no se puede quitar de encima para empezar a negociar todo lo que resta, lo que debe sustentar el grueso de esta su legislatura final, que acabará en 2027.
Un país que ha llegado a sacar a la calle a 3,5 millones de sus vecinos tuvo que ver que, de nuevo, no hacía concesiones, ni tampoco hacía propuestas concretas a las que aferrarse. El mandatario sólo habló de "acelerar todos los proyectos prioritarios" para el país, de forma tangible, y pidió a sindicatos y patronal llegar a un acuerdo antes de fin de año para poner en marcha este nuevo acuerdo social. "La puerta siempre está abierta (...), sin límites ni tabúes", dijo. De momento, con los empresarios ya se ha sentado, pero no con las centrales, que no se fían y prometen no sentarse con el presidente al menos hasta el Primero de Mayo, Día del Trabajo, que promete ser en Francia una jornada de lucha en toda regla.
Mientras hablaba en televisión -alejado como ha estado de la calle y hasta de las ruedas de prensa en esta crisis-, la multitud salía de nuevo a la calle, esta vez golpeando ollas y sartenes frente a los ayuntamientos de París y otras ciudades, en un intento de ahogar la voz de Macron. Cuando acabó, estalló la rabia. No había autocrítica, como no la hubo en la pasada legislatura ni en el año que lleva de la presente. Es una de las características clave de este líder: confiar en sus propuestas, elevarse con el apoyo en las urnas y ejecutar lo previsto, contra viento y marea. Por convencimiento, dice su gente. Por endiosamiento, dicen los contrarios.
Apenas asumió, como ya había hecho en los días más calientes de las protestas -que ahora están perdiendo algo de fuelle-, que es sensible a la "ira" de los franceses y a sus "dificultades", como la básica de llegar a fin de mes. El "enfado" le parece normal, pero insiste en que la respuesta "no puede ser el inmovilismo ni el extremismo", al que ha acusado de los casos aislados de violencia que han tenido lugar en el contexto de las manifestaciones, pese a las llamadas a la calma de los sindicatos.
Macron insiste en que hace cosas, pero que necesita tiempo. En julio pasado aprobó ya una ley en favor del poder adquisitivo, con 20.000 millones de euros, que contemplaba una subida del 4% en las pensiones, hasta 6.000 euros de bonificaciones libres de impuestos a empresas privadas y un tope del 3,5% del precio de los alquileres, entre otras medidas, pero con las subidas de la inflación ha resultado ser insuficiente para los ciudadanos. Ahora, además, tendrán que cotizar más años para poder descansar al fin. "Nadie puede permanecer sordo al reclamo de justicia social y de renovación de nuestra vida democrática", asumió. "Los gestos no pueden ser vacíos", le reprocha el diario Libération.
Zafarrancho de promesas
Macron ha decidido, con esa intervención que vieron 15 millones de personas, romper el maleficio de la soledad de estos meses, apenas rota por sus obligaciones internacionales, como sus visitas a España o China. Ha comenzado esta semana una ronda por todo el país para mezclarse con los ciudadanos (mercados, fábricas, escuelas, lo que sea) y exponer sus planes de reconciliación. Esta semana ha arrancado en Alsacia y no le ha ido especialmente bien. Que te reciban con caceroladas, huevos, gritos y pintadas no es precisamente reconectar con la ciudadanía.
Por más que hablaba de sus grandes anhelos, como la reindustrialización, la educación, la sanidad, el pleno empleo, la transición ecológica o el impulso a las artes, se imponían, fuera, los manifestantes antipensionazo. "He tenido recibimientos peores", decía irónico a la prensa, para luego cambiar el gesto, arrugar las cejas y avisar: "No serán las caceroladas las que nos hagan avanzar".
En su tour de Francia particular para explicar el nuevo pacto social lleva gregarios, todo el Gobierno a una lanzados en los medios y en los actos públicos para recalcar sus promesas de mejora del poder adquisitivo, el reparto de la riqueza o los servicios. El argumentario es similar siempre: reconocer el resentimiento de la calle pero pedir que no sea paralizante, porque viene una fase diferente. Hacen guiños constantes: "El presidente ha reconocido muy claramente las inquietudes y dificultades de nuestros compatriotas", afirma el ministro de Economía, Bruno Le Maire, sobre los manifestantes. O "es tiempo de decir a las fuerzas del capital que aumenten los salarios", como dijo el responsable de Interior, Gérald Darmanin, cambiando el foco.
Todos replican detalles del cacareado pacto social, llamado a mejorar las condiciones de trabajo y los salarios de los franceses, y que van llegando con cuentagotas. Se habla ya de una reforma las escuelas secundarias vocacionales para ayudar a reducir el desempleo juvenil, de que los salarios de los maestros aumentarían -una promesa de larga data del Gobierno- y que, para fin de año, 600.000 pacientes con dolencias crónicas que actualmente no tienen acceso a un médico general lo tendrán al fin.
Durante estas semanas de primavera caliente en la calle, y al calor de algunos actos vandálicos en su mayoría acometidos antes o después de las verdaderas protestas sindicales y por grupos ajenos a la pelea laboral, ha revivido la polémica de la contundencia policial, la fuerza excesiva. Por eso, Macron también destaca que reclutará más jueces, creaá 200 brigadas de gendarmería para ayudar a proteger las áreas rurales de Francia, recortará la inmigración ilegal y desvelará en mayo medidas "fuertes" contra la delincuencia y el fraude social y fiscal.
Ideológicamente, ese avance es de nuevo un compendio de medidas supuestamente centristas, que buscan agradar a un abanico amplio de votantes y, también, de partidos, a los que necesita para sacar adelante sus propuestas en esa Asamblea Nacional en la que ya no tiene mayoría. A los conservadores les regala el oído con más dureza con la inmigración y "menos burocracia, más libertad de acción, experimentación y potenciación de la iniciativa". Es al lado al que más se inclina, porque Los Republicanos, la derecha clásica, le está salvando muchos muebles. A la izquierda, con en el apego a la justicia social. "No queremos depender de nadie, ni de fuerzas especulativas, ni de potencias extranjeras", enfatizó, en la línea de sus polémicas declaraciones en Pekín, abogando por un menor sometimiento al parecer de Estados Unidos.
A finales de marzo, en una polémica entrevista en televisión, Macron dejó claro que no va a dimitir, no va a disolver la Asamblea Nacional, no va a convocar elecciones, no va destituir a la primera ministra (Élisabeth Borne, también en el epicentro de las críticas) y no hay crisis de Gobierno a la vista. Sin embargo, calmar las aguas para generar cambios será una tarea difícil. Macron no tiene una mayoría parlamentaria absoluta y parece más aislado que nunca desde que asumió el cargo hace seis años. Ni siquiera su imagen internacional reluce como antes, con el eje franco-alemán de capa caída, su labor de mediación con Vladimir Putin inservible y apuestas como el ejército europeo relegadas por la guerra de Ucrania.
Era una escena familiar en un París que ahora ha vivido con disturbios esporádicos durante muchas semanas, al igual que varias otras ciudades importantes.
Le Pen, que ha aparecido por primera vez como la candidata favorita a las elecciones presidenciales de 2027 en las últimas encuestas, ha dicho que las intervenciones de estos días de Macron presagiaban "un período de desprecio, indiferencia y brutalidad, del que la única salida son las urnas". No es que le convenga del todo que sean hoy los comicios, pero calienta motores. "Vive en un mundo paralelo, así no se puede gobernar", sentencia. Mélenchon se expresa en la misma línea, pero a su manera: "El presidente está completamente fuera de la realidad y asume el robo de dos años de libertad [en referencia a la subida de los 62 a los 64 años de la edad de jubilación]. "Las cacerolas suenan más justas", señala, augurando fiebre social para rato.
Macron tiene un mandato limitado y no puede postularse nuevamente en 2027, lo que no sólo le deja el problema de tratar de hacer todo lo que anhela como líder de Francia en un tiempo finito, sino que le plantea el reto de dejar el pabellón alto para quien sea su sucesor: el responsable de Economía, Le Maire; el de Interior, Darmanin; su anterior primer ministro, Édouard Philippe, o el centrista François Bayrou son los favoritos.
Una de sus mayores preocupaciones es lograr que Le Pen, una nacionalista de extrema derecha y xenófoba declarada, no lo suceda como presidente. "Eso le quita el sueño", dicen sus asesores a Le Monde. En un escenario en el que los partidos tradicionales se han fundido y no son opción y en el que los extremos se nutren de la mala racha del presidente, se siente obligado a insistir en su visión de país, que ahora la ha tomado con los sindicatos. Esa "honestidad brutal", como la llama Enric González, marcará el tiempo por venir y amenaza con provocar de nuevo marejadas si en nada cede.