Líbano, el pueblo traicionado que no puede vivir en paz
El choque entre Israel y Hizbulá vuelve a cosechar muertos, heridos y desplazados entre los civiles de un país que no levanta cabeza. A la violencia suma una crisis económica brutal, el desprecio de sus élites y el olvido internacional.
Fairuz, posiblemente la cantante libanesa más grande de todos los tiempos, cantaba a Beirut sobre las notas del Concierto de Aranjuez condensando en cuatro minutos el alma entera de un país: el que "ha apagado el candil", el que está hecho de "gloria de cenizas", de "sangre de niños" y "lágrimas de madres", pero también la roca fuerte que mira al mar, "jazmín" y "vino" para los sentidos.
Líbano está otra vez en guerra, como parece que tiene que ser cada 15 malditos años más o menos, incapaz de levantar cabeza y dar un respiro a una sociedad ansiosa de vida, cansada de muerte. Israel y Hizbulá están enzarzados en una oleada de violencia que no es nueva pero sí está alcanzando niveles desconocidos, sin precedentes en las dos últimas décadas, con la posibilidad real de una invasión terrestre de territorio libanés por parte de Tel Aviv e, importantísimo, con el asesinato de Hassan Nasrallah, el líder del Partido de Dios, que llevaba al frente de los combatientes desde 1992.
Buscas, walkie-talkies, bombardeos supuestamente quirúrgicos, bombardeos masivos, descabezamiento del partido-milicia chií e inutilización de miles de sus miembros -de la base a la cúspide, hay cientos de ciegos o mutilados-, réplicas con cohetes y hasta misiles tierra-tierra. Y los libaneses siempre sufriendo las consecuencias.
Su pueblo, que roza los seis millones de personas, acumula décadas de choques armados y, también, de desprecio de sus élites gobernantes y económicas, una grieta por la que el radicalismo de grupos islamistas se han ido colando, ofreciendo algunas respuestas o promesas o servicios, conquistando lealtades.
Una mezcla de corrupción, ansia de poder e incompetencia, con el olvido sistemático de la comunidad internacional -salvo la pelea por la influencia de Arabia Saudí o Irán-, había llevado ya al país a ser prácticamente lo que se conocer como "estado fallido", esto es, el que no puede garantizar el funcionamiento normal de la administración general, ni estabilizar la economía, ni proteger el acceso a servicios básicos ni controlar la criminalidad o el terrorismo.
Su fragilidad era máxima y ahora corre el riesgo de romperse por completo, con más de medio millón de personas desplazadas dentro del país por culpa de los bombardeos del vecino del sur, según datos oficiales. Si no hay aún crisis humanitaria desesperada es porque las sociedades árabes se cimientan en la comunidad y en la familia extensa, esa que siempre presta ayuda, y porque Líbano no es Gaza y aún se puede escapar un poco más al norte.
Las guerras del pasado que explican la actual
El choque con Israel es viejo. Hunde sus raíces en la decisión de Reino Unido de abandonar la Palestina histórica en 1947. Ya existían entonces enfrentamientos entre los habitantes autóctonos y los judíos que se habían ido asentando allí con la esperanza de crear un "hogar nacional". Con la retirada británica, la resolución del conflicto quedó en manos de las Naciones Unidas que, para poner fin al problema, aprobó el 29 de noviembre de ese mismo año un plan de partición del territorio en dos zonas: una israelí y otra palestina. El 14 de mayo de 1948, David Ben Gourion proclamó el Estado de Israel, una decisión nunca aceptada por los palestinos.
Líbano fue uno de los países árabes que, junto a Egipto, Transjordania, Siria e Irak, respondieron a la declaración de independencia declarando a su vez la guerra, el mismo día. Fue el primer choque directo entre las dos partes.
El conflicto bilateral entre Líbano e Israel se remonta a los años 70 y ha dado lugar a numerosas y sangrientas incursiones militares israelíes contra grupos armados palestinos y Hizbulá. En 1978, Tel Aviv ocupó parte del territorio libanés en la Operación Litani, que recibe el nombre del río tras el que ahora quieren desplazar a los milicianos chiíes. Entonces, los israelíes acabaron asentándose en un franja situada al sur de dicho río. Más de 1.000 civiles murieron en la contienda.
Ese mismo año, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó sendas resoluciones en las que instaba a Israel a abandonar los territorios ocupados y creaba una fuerza provisional internacional con el fin de confirmar esa retirada y garantizar el restablecimiento de la paz, la UNIFIL, que sigue desplegada sobre el terreno y en la que hay hoy 650 españoles.
En junio de 1978, las fuerzas israelíes se retiraron de Líbano, exceptuando lo que Tel Aviv denominó "zona de seguridad". En esta zona, los israelíes contaron con la ayuda de una milicia libanesa, el Ejército del Sur del Líbano (ESL), a la que proporcionan instrucción militar y ayuda económica.
Ya durante el verano de 1982, Israel puso en marcha nuevamente una gran ofensiva contra el país árabe. En esta ocasión, se hizo con el control de Beirut, que fue sitiada y bombardeada durante dos meses, hasta que las fuerzas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) aceptaron salir de la ciudad. La operación militar recibió el nombre de "Paz para Galilea". Las fuerzas israelíes ocuparon la capital hasta julio de 1983, cuando se retiraron al río Awali, al norte de Sidón. Toda la zona comprendida entre este río y la frontera siguió ocupada hasta 1985, cuando retrocedieron nuevamente a la mal llamada zona de seguridad.
Las fuerzas de Tel Aviv fueron asediadas durante este periodo por multitud de grupos armados libaneses, entre los que descatan los surgidos de la comunidad chií, la más numerosa del sur del Líbano. Entre ellos ocupa un lugar preferente Hizbulá, recién fundada. Directamente, llamó a la desaparición del Estado de Israel.
El Gobierno libanés decretó el desarme de todos los grupos armados del país, con excepción de Hizbulá, que desmanteló su estructura en Beirut, pero la mantuvo en el sur del Líbano para continuar su conflicto con Israel. Desde 1991, los combates en el sur del Líbano han involucrado a Hizbulá y a las fuerzas israelíes y del ESL, mientras que los chiíes iban creciendo en apoyos, dentro de su país y fuera, con Irán como principal padrino y suministrador de armas y entrenamiento.
El 25 de julio de 1993, tras la muerte de siete soldados israelíes, Tel Aviv puso en marcha la operación Rendición de Cuentas (la Guerra de los Siete Días, desde la óptica libanesa), en la que el sur del país sufrió la mayor ofensiva militar hasta entonces. Los combates acabaron al llegar las partes contendientes, con la mediación de Estados Unidos, a un acuerdo por el que se estipulaba que los combatientes de Hizbulá no atacarían el norte de Israel y que los israelíes no atacarían a personas o blancos civiles en el Líbano. Sin embargo, este acuerdo no acabó con los combates, trasladados de nuevo a la zona de seguridad y al norte de Israel.
El 11 de abril de 1996, Israel emprendió la operación Uvas de la Ira, que se prolongó por espacio de 17 días y que supuso la reanudación de los ataques contra Beirut por primera vez desde 1982. Más de 300.000 libaneses y 30.000 israelíes se vieron obligados a huir de sus hogares para no perecer en la contienda. Las bajas civiles fueron, no obstante, cuantiosas. Las hostilidades acabaron con un nuevo acuerdo, con disposiciones relativas a la protección de los civiles. Para supervisar su aplicación se creó un Grupo de Vigilancia formado por Estados Unidos, Francia, Siria, el Líbano e Israel.
En mayo de 2000, y ante el rápido avance de Hizbulá, el Ejército israelí se retiró de los territorios ocupados en el sur del Líbano más de seis semanas antes de lo acordado. La tensión entre los dos países se recrudeció por la decisión de los libaneses de hacerse con parte del caudal del agua de uno de los afluentes del río Jordán. Israel calificó de "intolerable" la postura y amenazó con el uso de la fuerza para evitarlo.
Desde entonces, el clima de tensión y desencuentro fue sido constante en la zona. Tanto Israel como el Líbano contribuyen a alimentarlo con ocasionales escarceos en territorio enemigo y veladas amenazas contra la integridad del país contendiente. Así hasta que el 12 de julio de 2006, un ataque de Hizbulá sobre el territorio israelí reabrió el conflicto y provocó una nueva escalada de la violencia. Fue la segunda gran guerra, que duró 34 días y acabó con una resolución de la ONU, la 1.701, porque el partido-milicia había logrado mantenerle el pulso a Tel Aviv. Acabó con 1.100 muertos en Líbano (290 milicianos) y 164 muertos en Israel (121 soldados), además de cientos de miles de desplazados. Los costes económicos superaron los 6.700 millones de dólares de hace casi 20 años.
Aquel alto el fuego hace tiempo que no existe, con ataques ocasionales a los dos lados de la frontera, recrudecidos en los últimos 11 meses por la entrada en liza de Hizbulá contra a guerra de Israel en Gaza. En la andanada actual, último gran pico de esa violencia, mientras hay 60.000 israelíes desalojados de sus casas en el norte del país, roza el medio millón de libaneses que ha escapado de las suyas. Los muertos superan los 700 en suelo libanés.
Las razones de la fragilidad
Todos esos enfrentamientos están en las mentes y los cuerpos de los libaneses. Sin políticos eficaces para gestionar crisis, sin capacidad de negociar diplomáticamente, con acusaciones cruzadas de quién ha tenido la culpa de todo esto.
La situación es seria: la sanidad o la educación han colapsado, las familias tienen una hora de luz al día si no son capaces de hacer frente al pago de generadores, la falta de agua potable ha propiciado la extensión de enfermedades (como el cólera, desterrado hace décadas) y hasta se han dado casos de ciudadanos que han ido a robar bancos para poder tener acceso a sus ahorros. El Banco Mundial ha calificado la situación de "depresión deliberad, orquestada por élite que durante mucho tiempo ha capturado el Estado y ha vivido de sus rentas económicas", mientras que los pobres y la clase media soportan el peso de la crisis.
Ibrahim Halawi, profesor de Relaciones Internacionales en la Royal Holloway de la Universidad de Londres, ha escrito un análisis para el Tahrir Institute for Middle East Policy de Washington, en el que expone sobre todo la situación de los últimos cuatro años, los que han acabado de hundir al país. Y da datos de enorme contundencia: "su PIB real se contrajo al menos un 58% en dos años y su moneda perdió al menos el 90% de su valor". "Esto está sucediendo por un tándem con una parálisis política prolongada que ha dejado vacíos los principales cargos públicos -incluidos la presidencia, el gabinete y el jefe del ejército- y las instituciones estatales disfuncionales, si no totalmente fuera de servicio", reafirma.
La mayor parte de las pérdidas ha recaído en las clases bajas y medias, que perdieron la mayor parte de sus ahorros y el valor de sus salarios. Quienes tienen acciones en bancos en decadencia "han utilizado una combinación de amenazas, chantajes, sobornos y cabildeo para pasar el peso de la crisis a la sociedad", denuncia. "Esto, naturalmente, aceleró las tendencias migratorias y aumentó los delitos organizados y menores", añade. Se calcula que
El sistema político ya no es tal, tan degradado está. Es una mezcla, una superposición que nada arregla. "A pesar del surgimiento de nuevas élites de oposición, algunas de las cuales obtuvieron escaños en el parlamento , todavía no hay una alternativa viable al sistema sectario del Líbano, que permitió a las élites sectarias tradicionales monopolizar la formulación de políticas". La élite política no está haciendo políticas, valga la redundancia, con partidos que se limitan a "esperar" que algo pase y los saque del statu quo, mientras que "los partidos sectarios siguen cooptando el papel del Estado, proporcionando diversos servicios e instituciones cuasi estatales a sus súbditos sectarios, financiados con algunos de sus ingresos mafiosos".
Ahí tiene un papel fundamental Hizbulá, que ha avanzado a lomos del caballo del desencanto. El grupo libanés, con filiales en toda la región, cuenta con unos 100.000 combatientes dedicados y curtidos en la batalla, equipados con decenas de miles de misiles, cohetes y drones armados (no menos de 150.000). Depende de una compleja red económica internacional subterránea para financiar sus operaciones, con un respaldo crucial de Irán.
Hoy cuenta con 13 escaños propios en el Legislativo y su coalición prosiria todavía es una de las principales fuerzas parlamentarias, pese a que perdió la mayoría en las elecciones del pasado año. También tiene varios ministros en el actual Ejecutivo, que en 2021 logró paralizar durante meses con un boicot junto a su aliado también chií Amal, "además de miembros en destacados puestos militares y administrativos gracias al intricado sistema de reparto del poder libanés", como lo resume EFE.
"En ausencia de una vida política significativa, la descentralización se ha convertido en un eufemismo para designar el gobierno de las regiones del país, de tipo cártel. Con la inacción del Estado central, la autoridad local está en manos de quienes tienen armas y dinero", constata Halawi.
Por todo este panorama, Líbano ocupa el puesto 150 entre 180 países en materia de corrupción, según Trasparencia Internacional, con el Gobierno incapaz de aprobar un presupuesto en más de una década y con denuncias creíbles de compra de votos e interferencia política en las elecciones. Ideal.
Eso, en cuanto a las estructuras políticas, pero es que a ellas se han sumado varias crisis no abordadas que caían en ese terreno abonado de la dejadez. Por ejemplo, ka guerra civil en la vecina Siria, desde 2011, ha provocado que aproximadamente 1,5 millones de refugiados busquen refugio en Líbano. El país alberga el mayor número de refugiados per cápita y por kilómetro cuadrado del mundo, con el desgaste que eso conlleva.
En paralelo, se enfrenta a una grave crisis económica desde 2019, aproximadamente, que se agravó con la pandemia de coronavirus, desde 2020. Como resultado de esta suma de problemas, aproximadamente el 80% de los libaneses viven actualmente en la pobreza y el 36% están por debajo del umbral de pobreza extrema, según la ONU.
Más: en ese 2020 se produjo la explosión del puerto de Beirut, que mató a 218 personas y devastó partes de la capital del país. La explosión dejó fuera de servicio la mitad de los centros de salud de la ciudad, afectó al 56% de los negocios privados de la ciudad y causó daños materiales por valor de 4.600 millones de dólares.
"Quienes vivieron la guerra civil libanesa entre 1975 y 1990 reiteran que, a pesar de las dificultades y las tragedias, había un sentimiento colectivo de que, cuando todo terminara, habría tiempos mejores. Hoy no es así. El pueblo libanés, incluidos los jóvenes, no tiene esperanzas de un futuro mejor", escribe Halawi.
En vista de la fragilidad de Líbano, se hace urgente necesario evitar a toda costa la perspectiva de una guerra total con Israel, que además podría encender toda la región de Oriente Medio por los aliados de una y otra parte en litigio. Ya hay una hoja de ruta a la que aferrarse: la resolución 1701 que estipula que Israel respeta la soberanía libanesa y exige el despliegue de fuerzas de paz de las Naciones Unidas en la frontera y la retirada de Hizbulá. Mientras, como escribe Ángeles Espinosa en El País, "pobre Líbano, pobres libaneses".