Anatomía del 'Barnierxit': un territorio desconocido, un Macron atrapado y ultras que se relamen
La crisis política generada por la moción de censura del primer ministro francés supone la constatación de un fracaso doble: el de no dialogar cuando el escenario está fragmentado y el de acercarse a radicales de derechas, rompiendo el cordón.
Michel Barnier, un político experimentado, respetado y aplaudido, de larga y variada trayectoria pública, ha borrado de un plumazo su pasado brillante. Hoy el borrón de ser el primer ministro más breve de Francia desde 1958 lo empaña todo. La moción de censura avalada ayer en la Asamblea Nacional por la izquierda y la ultraderecha es lo que pesa. Queda la la imagen de la derrota de un conservador al que se le encomendó la tarea de Gobernar sin tener el apoyo mayoritario de las urnas y de equilibrar mayorías cuando no se habla con el bloque que sí fue votado por los ciudadanos, el Nuevo Frente Nacional.
Para que le salieran las cuentas, se echó en brazos de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen. El lobo cuidando a las ovejas. Las imprudencias (o sea, meterse en la cama con la derecha radical) se acaban pagando y no ha llegado ni a los cien días de gracia de todo gabinete, incapaz de sacar unos presupuestos adelante, unas cuentas modificadas una y cien veces para contentar a los ultras que, insaciables, luego siempre reclamaban más. Ceder para perder.
El resultado es incontestable: la moción de censura obtuvo 331 votos a favor, muy por encima de los 288 que necesitaba para provocar la dimisión del Ejecutivo. Así, con contundencia, el derechista de 73 años, el que fue negociador de la Unión Europea con Reino Unido sobre el Brexit, se ha hecho un Barnierxit, y deja a su país sumido en una crisis política de que es peor que las crisis políticas normales. ¿Por qué? Porque hay coyunturas en las que se cambia, se corta, se remodela, se respira, se coge fuerza y se mira al futuro, pero en Francia lo que se ve en el horizonte es una serie de crisis encadenadas, sin fin, porque el problema de base persiste: hay división, no salen los números, no hay voluntad de negociar, se acrecienta el radicalismo, se ha abierto la puerta a los ultras y se han colado hasta la cocina.
El país vecino puede verse sumido ahora en un bucle, hasta que alguien despierte y entienda que hay que salir del callejón sin salida. Quien debe hacerlo, como presidente de Francia que es, es Emmanuel Macron, un liberal que vino a oxigenar la caduca política bipartidista y que ha destrozado las dinámicas clásicas de partidos, perdiendo fuelle por el camino, generando disidencias y, a la paz, alimentando a la serpiente de Le Pen y su gente, que se relamen, con el colmillo goteante, ante la perspectiva de más caos. Siempre pescan en río revuelto y es por eso que ellos mismos han apuntalado la moción, más allá del descontento lógico de la izquierda, muy crítica porque no se le dejó ni intentar formar Ejecutivo pese a haber ganado las elecciones legislativas del pasado verano.
Pasado el tiempo de espera forzoso para tener un primer ministro, cosa del verano y de los Juegos Olímpicos de París, Barnier le pareció a Macron el hombre justo para la misión de coser mayorías. No lo ha hecho. Se le ha acusado, de hecho, de no intentar dialogar con los demás en estos tres meses de mandato, de cerrarse en banda a ese tercio progresista de la Asamblea que venció en los comicios adelantados, cuando los franceses se conjuraron para que Rassemblement National no mandase.
Hasta le ha caído en estos eses un apodo, el de Babar, por el elefante del libro de Jean de Brunhoff, por sus chaquetas holgadas, su lentitud y el peso de su responsabilidad. Si él, el cuatro veces ministro, el dos veces comisario europeo, el hombre del Brexit, era el súper negociador, el cercano y el moderado y no ha podido, ¿quién va a poder? Esa es ahora la pregunta.
Porque la causa original de esta crisis no ha desaparecido: la división de la Asamblea Nacional en tres bloques prácticamente iguales desde julio, cuando ninguno de los cuales está preparado para enfrentarse al otro, con dos bloques opositores que siempre podrán desbancar al bloque que forma Gobierno, se den las vueltas que se den, porque no se pueden celebrar elecciones legislativas hasta el verano que viene, tal y como fijan las leyes locales, cuando haya pasado un año de las anteriores.
Serenidad no es lo que se augura, cuando los problemas siguen ahí, desgastando a Francia cada día: su deuda per cápita es de 45.340 euros por habitante, entre la más alta del mundo, la deuda pública se situará por encima del 112%, el déficit público este año superará el 6% del Producto Interior Bruto (PIB) y el gasto público representa casi el 60% de ese PIB. Michel Barnier había propuesto un ajuste presupuestario de 60.000 millones de euros, dos tercios mediante recortes de gasto y el resto con subidas de impuestos, pero no se aprobó y acabó en despido. La renuncia la ha presentado esta mañana en el Palacio de El Elíseo.
"Desconectado de la realidad"
No es, por tanto, sólo cuestión de momentum, lo que hace temer por la estabilidad de la Quinta República tal y como la conocemos, por la imposibilidad de mantener las instituciones rodando y de hacer avanzar políticas tan necesarias. Cuando Charles de Gaulle tuvo una crisis de gobierno similar, en 1962, acudió al pueblo, a escucharlo, y recibió un enorme mandato popular en las siguientes elecciones.
Macron, pese a estar atrapado, no parece dispuesto a ello, aunque habrá que escucharlo en su discurso de esta tarde-noche, televisado a la nación. Hasta ahora, ha hecho lo contrario, hacer prevalecer su cálculo político, apresurarse a convocar elecciones en julio, enfadado por la victoria de Le Pen (y su retoño, Jordan Bardella), en las elecciones europeas, cuando tenía años por delante de legislatura, saltarse al legítimo vencedor y aliarse con los ultras, cuando Francia siempre había sido una garantía de cordón sanitario.
El veterano periodista Eric Brunet, después de ver el debate de ayer, dijo en BFMTV: "Lo que acabamos de ver es increíblemente francés (...). No hay pragmatismo, sólo ideología. Todos los discursos versaban sobre valores, sobre extremos. Todo nuestro discurso está desconectado de la realidad". Así seguirán los tres bloques de la Asamblea si nada cambia, incapaces de crear un entorno de trabajo conjunto para el Gobierno, aunque no sea una coalición sino acuerdos puntuales de gobernabilidad.
Parálisis, al fin y al cabo, dicen unos. No se acaba el mundo, defienden los que aún confían en el Estado fuerte. Puede que haya movimiento entre la derecha clásica y hasta los socialistas que acaben dando a Macron una salida, un nuevo nombre que concite apoyos, que no haya un cierre de país. Pero la sensación general es que sería un parche si no se apuesta, realmente, por la unidad, las políticas de estado y el realismo. De todos.
Macron puede remodelar el Gobierno, disolverlo o dimitir. Parece que se inclina por la primera opción y ya tiene quiniela para suplir a Barnier. Se habla de Sébastien Lecornu, ministro saliente de las Fuerzas Armadas. el único ministro que ha estado en el Gobierno desde que Macron llegó al poder en 2017 y que mantiene buenas relaciones con la Agrupación Nacional. También de François Bayrou, presidente del partido centrista MoDem, una figura influyente en el entorno del presidente; François Barouin, alcalde de Troyes, ciudad del noreste de Francia, exministro de Finanzas con Nicolas Sarkozy; y Lucie Castets, economista y alta funcionaria, la principal candidata de la coalición de izquierdas NFP desde este verano, ya rechazada por Macron.
El presidente, que está acostumbrado a tomarse su tiempo para elegir a sus primeros ministros, está bajo más presión que en ocasiones anteriores para decidir muy rápidamente. Sobre todo porque su fin de semana promete estar ocupado con la ceremonia de reapertura de Notre-Dame de París y la llegada con motivo de la ocasión de Donald Trump, el presidente electo de EEUU. Por ello, ha acelerado las consultas, que continuarán este jueves, en particular recibiendo en el Elíseo a líderes políticos, como el presidente de la Asamblea, Yaël Braun-Pivet.
Otra de las opciones que se bajara es la de conformar un gabinete de tecnócratas, especialistas en cada una de sus áreas sin adscripción política -siempre con simpatías y tendencias-, que sepan mucho de lo suyo y traten de sacar al país adelante sin partidismos. La fórmula que se vio obligada a usar Italia, entre otros, con Mario Draghi, tan amigo de Macron, y que dio alas a formaciones ultras por su pobre desempeño. La Liga y Fratelli d'Italia le deben mucho a sus crisis.
Un nuevo gobierno necesita tiempo, que no tendrá. Necesita una mayoría, que no tendrá. Y necesita la determinación de llevar a cabo la necesaria reducción del gasto estatal, que no tendrá. Y, en mitad de ese caos, quienes pueden subir son los que proponen salidas más facilonas o radicales, léase Le Pen, que quiere adelantar las presidenciales de 2027 para coronarse en El Elíseo. Tres veces se ha presentado como candidata, tres veces ha perdido.
Ahora el clima es más propicio que nunca, porque mayor es el desencanto y la desafección, por más que la izquierda ganase en julio. Y viene, de la mano de Barnier, de ganar respeto institucional, un asiento en la mesa donde se tomaban las grandes decisiones y la oportunidad de convertir por primera vez su programa en leyes. Crecidísima.
Le va bien todo este embrollo porque, además, Le Pen está sumida en su propio escándalo, y así se tapan las vergüenzas: está siendo juzgada por supuesta malversación de fondos del Parlamento Europeo por parte de su partido, por lo que le piden los fiscales hasta cinco años de cárcel. Ideológicamente, se han opuesto a Barnier porque tampoco pueden avalar unos presupuestos que son recorte sobre recorte y que tocarían a parte de su electorado más fiel, como los jubilados. Hay un componente de estrategia y otro político en todo esto.
Impacto en Europa
Francia es la segunda economía del continente europeo y la mayor potencia militar de la Unión, aparte de país fronterizo con España. A nosotros nos interesa su estabilidad y también a la UE. Con esta crisis, el miedo se acrecienta, porque parece que se hunden los dos grandes pilares sobre los que siempre se ha sustentado la Unión, el famoso eje francoalemán. Barnier se marcha mientras los germanos esperan elecciones anticipadas en febrero porque la coalición de Olaf Scholz se ha roto. Mucha incertidumbre cuando el motor en términos de potencia ideológica y política se gripa.
En este momento clave de la geopolítica, la UE carece de liderazgo. El bloque empieza a sentirse sin rumbo, con el ascenso de líderes más autocráticos y simpatizantes de Rusia en Hungría, Eslovaquia y Rumania, y la atención francesa y alemana debilitada y distraída. Para Francia, como hemos visto, no se vislumbra un fin real a la inestabilidad política, incluso con un nuevo primer ministro, que puede ser rehén de los números, de nuevo. Y eso fuera duele, porque su déficit presupuestario está creciendo mucho más allá de los estándares de la UE, con una deuda alarmante, que salta fronteras. The Economist no ha podido ser más claro en su portada, una palabra que condensa todo el miedo: "merde".
Es inquietante para los contribuyentes franceses, preocupados por el coste de la vida, e incómodo para el resto de la eurozona, que teme los efectos colaterales del daño a la reputación de su moneda si la Gran Bestia Francia parece estar fuera de control. "No debemos asustar a la gente con estas cosas, tenemos una economía fuerte", decía Macron hace unos días, cuando Le Pen aún no había dado orden de bajar la guillotina. "Francia es un país rico, sólido, que ha hecho muchas reformas y las mantiene, que tiene instituciones estables, una constitución estable", dijo más tarde desde Arabia Saudí, donde le estalló la crisis.
De momento, el escenario es insólito, y el terreno que se pisa, desconocido, así que todo son preguntas. Parece que el guión de esta historia lo ha escrito Michel Houellebecq. En los libros daba menos angustia.