75 años del Estado de Israel: el retorno a la "patria ancestral" que cambió Oriente Medio

75 años del Estado de Israel: el retorno a la "patria ancestral" que cambió Oriente Medio

Una resolución de la ONU permitió partir en dos la Palestina del Mandato Británico. Una declaración de independencia se respondió con una guerra. Y hasta hoy.

David Ben Gurion lee la declaración de independencia de Israel, el 14 de mayo de 1948.GPO Israel / Getty Images

Pasaban las cuatro de la tarde del 14 de mayo de 1948, quinto día de Iyar del año 5708 según el calendario judío. En el Museo de arte de Tel Aviv, David Ben Gurion leía la declaración de independencia de Israel y paría un nuevo Estado. El retorno a la "patria ancestral". En el argumentario sobre el que se sustentaba este paso, "el derecho natural del pueblo judío de ser dueño de su propio destino, con todas las otras naciones, en un estado soberano propio". Miel derramada desde el cielo para una comunidad que veía de la persecución extrema del Holocausto de Europa.

Hasta los palestinos, en 1988, reconocieron el derecho de Israel a existir. Y, sin embargo, aquel paso dado y 75 años transcurridos después -los que hoy se cumplen según los hebreos- no han servido para que sus vecinos árabes, esa "otra nación", tenga su país, con igual reconocimiento y oportunidades. El conflicto palestino-israelí vive este miércoles un día de recuerdo desigual. Orgullo a un lado, amargura al otro. Lo que para unos es reivindicación nacional, para otros es nakba (catástrofe), la apertura de un mundo de posibilidades o las puertas cerradas de golpe.

Hoy Israel es un país con una economía próspera -la número 28 del mundo por volumen de PIB-, con el ejército más poderoso de Oriente Medio, socio prioritario de Occidente, una potencia ocupante de territorio palestino que hace su vida al margen de esa verdad. Ahora, su máximo desafío es el de la identidad, superados los valores socialdemócratas de las primeras décadas de Estado, dividido entre el ultranacionalismo religioso y una ciudadanía más bien conservadora pero con límites. El país ha vivido esta primavera las mayores protestas desde aquel 1948, contra un Ejecutivo, el de Benjamin Netanyahu, que pone en jaque la democracia. Y este sábado ha vuelto a copar las portadas de mundo: el primer ministro israelí ha declarado el estado de guerra en el país tras el ataque masivo con más de 2.200 cohetes sumado a una incursión por tierra lanzado por el movimiento islamista Hamás contra Israel.

Palestina, por su parte, es un país apenas reconocido como observador en la ONU hace diez años, sin soberanía territorial, sin fronteras definidas, sin ejército, un estado en anhelo permanente de serlo de pleno derecho (el 98% de las naciones lo reconoce, aunque la mayoría de países occidentales, España entre ellos), ocupado por 600.000 colonos que residen ilegalmente en Cisjordania y el este de Jerusalén, sin capacidad de decidir sobre sus recursos naturales o sus santos lugares, con más de cinco millones de sus nacionales aún refugiados en la diáspora.

Y todo empezó aquel día soleado, a la orilla del Mediterráneo, bajo un retrato de Theodor Herzl, el principal símbolo del sionismo, en una reunión sobre la que nadie había filtrado el orden del día y que no es pasado, sino historia viva, herida abierta, en Oriente Medio.

La emigración, la partición y la guerra

Tel Aviv siempre ha defendido su declaración como "la independencia de un sueño". Insiste en remarcar que Israel no sólo tenía derecho histórico sobre una tierra en la que habían gobernado los antepasados de los judíos del momento, tierra supuestamente prometida por Yahvé, sino que ese derecho se había visto reconocido formalmente años antes, en 1917. Entonces, en tiempos en que Palestina estaba sometida al Mandato colonial Británico, la llamada Declaración Balfour alteró para siempre Oriente Medio al respaldar el establecimiento de "un hogar nacional para el pueblo judío" en la zona. El Gobierno británico se había hecho con la zona tras el hundimiento del Imperio Otomano y la controlaron entre 1917 y 1948, dejando ya para siempre alterado el mapa. Mientras los israelíes consideran que fue la piedra fundacional del Israel moderno y la salvación de los judíos, muchos palestinos creen que fue un acto de traición.

La declaración permitió la llegada de inmigrantes judíos a Palestina, se calcula que unos 100.000 llegaron en apenas tres años tras la nueva disposición. El Gobierno británico dio respaldo, así, al sionismo, el movimiento nacionalista que promovía el restablecimiento de un hogar judío en la tierra histórica de Israel. A finales de la década de 1930, cuando el cambio demográfico se intensificó, se produjo una reacción airada por parte de la población árabe, que se sintió amenazada. Los británicos respondieron a ello poniendo coto a la inmigración judía, pero fue justo cuando el exterminio de los judíos europeos planificado por el líder nazi Adolf Hitler se estaba empezando a poner en marcha. Shoa, holocausto, del que Londres tuvo noticias mucho antes de intervenir junto a los aliados, casi al final de la Segunda Guerra Mundial.

Fueron años de tensión en la zona, con el movimiento subversivo judío atacando a las fuerzas británicas y sus intereses, realizando acciones violentas como el atentado en el hotel King David de Jerusalén de 1946 (que dejó 91 muertos y 46 heridos) y el goteo de asesinatos de militares. Desestabilizando y presionando.

Así llegamos al 29 de noviembre de 1947. La Asamblea General de Naciones Unidas acordaba la resolución 181, en la que decidía que sobre el suelo de la Palestina histórica, hasta entonces en manos británicas, se levantasen dos estados, el israelí y el árabe. Aquella jornada fue el inicio formal de un conflicto interminable que ha encadenado guerras, ocupaciones, éxodo, terror y violaciones sistemáticas de los derechos humanos.

Tras el Holocausto y la persecución europea, Israel podía nacer sobre una base legal. Era la primera vez que la ONU -que apenas había empezado a trabajar en 1945- daba carta de naturaleza a un país, pero la población árabe local entendió que era a costa de quitarle lo que era suyo y, además, quedaba en inferioridad respecto al último en llegar (o el primero, dicen quien maneja la Biblia como título de propiedad). La orden fue clara: había que fijar fronteras entre dos nuevos estados, uno judío y otro árabe, entre los que debía establecerse una colaboración franca en materia económica y aduanera, mientras que se crearía a la vez una zona de control internacional para Jerusalén -la capital triplemente santa, san sensible- y parte de Belén, un corpus separatum.

La nación judía, la de nueva creación, sería la mayor, con 14.000 kilómetros cuadrados, 558.000 habitantes judíos y 405.000 árabes por vecinos; la árabe, por su parte, tendría 11.000 kilómetros cuadrados y unos 10.000 judíos entre sus 820.000 habitantes. Habría también una zona de exclusión internacional “equilibrada”, con 100.000 residentes de cada lado.

En la Asamblea de Nueva York, 33 naciones avalaron sí a este reparto -EEUU y la URSS, entre ellas, las dos mayores potencias del momento-, 13 votaron en contra y 10 se abstuvieron -Reino Unido estaba en este grupo-. Después de que las emisoras de radio retransmitieran el momento estalló la alegría en las calles de Tel Aviv o Jerusalén, pero también los choques entre vecinos, el vandalismo, las redadas. Lo mismo que pasaría en mayo del 48 cuando Ben Gurion tomó la palabra y habló de independencia.

  Mapa del plan de partición para Palestina, 1947. Universal History Archive via Getty Images

Fueron meses de muchas tensiones. En aquel mayo de hace 75 años era cuando estaba fijada la salida definitiva de los británicos de Palestina. La partición tendría efecto desde su retirada, pero la resolución no decía exactamente cómo debía implementarse el plan, así que los británicos alegaron la “imposibilidad de aplicar el texto” para justificar por qué no facilitaron la creación del nuevo escenario.

En uno de los abandonos colonialistas más sonados, directamente se marcharon, dejando el problema a los locales, a los que estaban, a los de siempre, a los más nuevos, a los que aún tenían la convivencia por asentar. Historiadores como el israelí Ilan Pappe sostienen que los meses de transición "sólo sirvieron para que el personal de la metrópoli hiciera las maletas, pero sin arreglar la casa que dejaban". "A lo largo de los meses siguientes, el brazo armado del movimiento pro-Israel, que llevaba tiempo preparándose para un conflicto, perpetró una serie de masacres y expulsiones por toda Palestina con el fin de allanar el camino para un Estado de mayoría judía”, escribió aquí, en El HuffPost, la historiadora Alison Weir. Los palestinos locales, con ayuda de países árabes vecinos, respondían igualmente con violencia, saqueos e incendios. Si el árbitro no ayudó, los contendientes tampoco. Es parte de la culpa que Europa arrastra por lo que hoy pasa en la zona, porque fue avalado por las potencias occidentales, que acordaron partir sin fijar una hoja de ruta para el día después.

Así fue cómo el texto de la ONU del 47 nunca fue aplicado realmente. Las naciones árabes lo rechazaron de inmediato, porque suponía perder un territorio mayoritariamente musulmán en los últimos siglos, una tierra en la que el 67% de los habitantes era árabe y que se iba a quedar con un bocado menor que el de los judíos. Y los representantes israelíes se quejaban, por su parte, de la “pequeñez” de sus nuevas posesiones, de su discontinuidad territorial y las complejidades que eso presentaba para su defensa, pero aceptaron, al fin, porque la resolución les ofrecía un hogar.

Reino Unido insistía en transmitir a Naciones Unidas lo “inaceptable” de la resolución para las dos partes, mientras se retiraba de cuarteles y fortalezas de forma precipitada. Y fue entonces cuando, un día antes de que expirase el mandato británico, David Ben Gurion declaró que nacía Israel. En aquella sesión histórica se derogaron las leyes anti-inmigración y "las puertas del país se abrieron de par en par, otorgando a todo el judío el derecho a ser ciudadano", como resume en su web la Embajada de Israel en Madrid.

Según sus datos, en los primeros cuatro meses de existencia del país llegaron unos 50.000 judíos, en su mayoría supervivientes del Holocausto, y a finales de 1951 ya eran casi 700.000 más, una Jerusalén entera. Entre ellos, había cerca de 300.000 personas que venían de países árabes; seguir allí era jugarse la vida porque, a menos de 24 horas de la creación del Estado, los vecinos de la zona (Egipto, Líbano, Siria, Jordania e Irak) invadieron el nuevo Israel. La orden era “la eliminación absoluta del estado hebreo”. Comenzaba su guerra de independencia o primera guerra árabe-israelí, vieja de 15 meses; dejó 6.300 muertos israelíes y entre 10.000 y 15.000 árabes, más un éxodo de más de 700.000 palestinos que hoy se ha convertido en una diáspora de cinco millones de personas.

Israel echó a andar, con Jaim Weizmann como primer presidente y David Ben Gurion como primer ministro, haciendo frente al reto de su seguridad siempre alerta y la población duplicada en un suspiro. La ayuda internacional, sobre todo la directa de Estados Unidos y sus créditos, más las remesas de la diáspora y el pago de las reparaciones de la guerra de Alemania, sumado al empuje propio, permitió levantar en pocos años un país moderno y fuerte. En 1949 ya estaba en la ONU.

La cruz de su felicidad

Las industrias, los comercios, el asentamiento comercial en el Mediterráneo, las conexiones aéreas, los convenios con países europeos en lo académico o mercantil, el abrigo de Occidente... Israel crecía, construyendo viviendas para los emigrantes que no dejaban de llegar, mecanizando su agricultura para dar respuesta a las nuevas demandas de alimentación, y al otro lado estaban "los muertos de su felicidad", parafraseando a Silvio Rodríguez.

Palestina no ha levantado cabeza desde 1948, desde esa primavera en que los británicos se escaparon, Israel izó su bandera y sus aliados declararon la guerra. Tras la victoria israelí en el 49, pasó a ocupar el 77% del territorio de la Palestina histórica, incluido el oeste de Jerusalén. Bajo dominio egipcio quedó la Franja de Gaza y bajo dominio jordano, Cisjordania (incluido Jerusalén Oriental). La "pérdida de la patria ancestral palestina causó la dispersión de una tercera parte del pueblo", solía explicar un miembro histórico de los Gobiernos palestinos y de Fatah, Nabil Shaath. Según datos del Gobierno palestino avalados por la ONU, 726.000 personas tuvieron que dejar sus hogares en 1948, horrorizadas con la contienda, buscando un lugar más seguro, expulsadas de sus casas por tropas israelíes o directamente muertas.

Casi 500 aldeas y ciudades quedaron arrasadas, con la consiguiente confiscación de tierras, que pasaron a manos de Israel (logró anexionarse un 26% más de la tierra que le habían otorgado en el Consejo de Seguridad, esto es, un 80% del total). 190.000 palestinos más se refugiaron en Gaza, bajo el control egipcio, y 280.000 se mantuvieron en Cisjordania, con el amparo de las autoridades jordanas.

Aquellos exiliados son hoy, dos generaciones después, más de cinco millones de refugiados, concentrados sobre todo en Jordania, Siria, Líbano y Palestina. En el mejor de los casos, Israel ha dicho en alguna ocasión que aceptará el retorno de 50.000 el día que llegue -si llega- un acuerdo de paz. La resolución 194 de la ONU reconoce el derecho de retorno o, en su defecto, la indemnización de los palestinos afectadas por el conflicto y también se lo reconoce a sus descendientes. Pero hay resoluciones que se cumplen y otras que no se cumplen, e Israel sólo ha cumplido totalmente el 0,5% de las que le competen e interpelan.

Otros 100.000 palestinos, hoy aproximadamente el 20% de la población de Israel, se quedaron dentro de las fronteras del nuevo estado y tardaron años en lograr la nacionalidad. Aún 200.000 árabes residentes en Jerusalén Este carecen de pasaporte, sólo tienen permiso de residencia, una ciudadanía rebajada que les obliga a permanecer siempre en la ciudad, sin moverse. De lo contrario, pierden su estatus.

Independiente y ocupante

En 1956, Israel tuvo ya que enfrentarse a otra guerra con Egipto, la del Sinaí. Luego llegaron las de los Seis Días (1967) y la de Yom Kippur (1973), que han afianzado la ocupación de su territorio y la ausencia de instituciones soberanas. La primera fue la más trascendente, de la que proviene gran parte del statu quo de hoy. Tel Aviv ocupó los territorios palestinos: de Gaza sacó los últimos colonos en 2005 -aunque aún hoy sigue controlando todo su perímetro por tierra, y vigilando desde el aire y desde el mar, sometiendo a la población a un durísimo bloqueo, la mayor cárcel al aire libre del mundo desde hace 15 años- pero en Cisjordania y el este de Jerusalén siguen residiendo cerca de 600.000 israelíes en asentamientos reconocidos como ilegales por Naciones Unidas, protegidos, mientras los palestinos están sometidos a un muro e incontables puestos de control, franqueables con permiso.

Se han creado grandes bolsas de población, con profusión de servicios y beneficios sociales, con recursos naturales esquilmados a su propietario original, que cortan casi cualquier continuidad territorial, por ejemplo, con la hipotética capital del estado por venir.

La colonización va mucho más allá de las viviendas. Cada ciudad se rodea de polígonos industriales y fábricas, además de complejos de ocio, que extienden la ocupación, y que tienen que ir acompañados de carreteras seguras para los judíos, más bases militares y puestos de control que garanticen su seguridad. Un queso gruyere, todo agujeros, es la acertada imagen que se suele usar para dibujar en palabras el mapa actual.

Las negociaciones de paz están paradas desde 2014 (un sprint del entonces secretario de Estado norteamericano, John Kerry, que quedó en nada) y en todas estas décadas sólo se produjeron avances significativos con los acuerdos de Oslo y Camp David. Los primeros, firmados en 1993, se daban un plazo de cinco años para alcanzar una solución permanente, pero se fue atrancando. En 2000 se intentó de nuevo, en Camp David, pero las cuestiones clave seguían sin abordarse ni solucionarse. De aquel tiempo queda una maraña territorial, ya que actualmente las áreas palestinas se dividen en zonas A, B y C y en cada una hay un control, unas libertades o unas servidumbres.

Área A. La Autoridad Palestina tiene el control total sobre la seguridad y sobre asuntos civiles. Supone el 18% del territorio y engloba las principales ciudades y los territorios de alrededor, sin asentamientos. En teoría, los israelíes tienen prohibida la entrada a estas áreas, aunque en la realidad pueden entrar con bastante facilidad. Las Fuerzas de Defensa Israelíes suelen realizar incursiones para arrestar a posibles militantes o lanzadores de piedras.

Área B. Los palestinos tienen el control civil y comparten con los israelíes el control militar. Constituye el 21% del territorio e incluye principalmente pequeñas ciudades palestinas, pueblos y algunas tierras, pero ningún asentamiento.

Área C. Israel tiene el control civil y militar total. Supone más del 60% del territorio palestino e incluye todos los asentamientos (ciudades, pueblos, barrios), tierras, todas las carreteras que conectan los asentamientos con Israel (exclusivas para israelíes), así como áreas definidas como “zona de seguridad”, que incluye entre otras todo el terreno adyacente al muro de separación levantado hace 20 años por Israel y declarado ilegal por la justicia internacional. Junto a los colonos malviven unos 150.000 palestinos, la mayoría beduinos.

El 'statu quo'

Tanto Cisjordania como Jerusalén Oriental se ven sometidas a la presión de leyes beneficiarias para los judíos y de demoliciones constantes, como denuncia Amnistía Internacional.

En Gaza, la situación es de bloqueo y de crisis humanitaria permanente. El 38% de la población vive en situación de pobreza, el 54% de los habitantes padecen inseguridad alimentaria y más del 75% son al menos beneficiarios de ayuda, el 35% de las tierras agrícolas y el 85% de sus aguas de pesca son total o parcialmente inaccesibles debido a las medidas militares israelíes, más 90% del agua del acuífero de Gaza no es potable y alrededor de un tercio de los artículos de la lista de medicamentos esenciales están agotados, según datos de UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos.

Los palestinos aspiran, pese a todo, a tener un estado en Gaza y Cisjordania, con Jerusalén Oriental como capital. Es un reparto que cuenta con el respaldo de la mayor parte de la comunidad internacional, incluyendo Estados Unidos. Sin embargo, cada vez que el tema se trata en alguno de los (eternos e infructuosos) procesos negociadores con Israel surge el mismo dilema: ¿se permitirá que Palestina controle su frontera más al este, con Jordania, o se quedará Israel con el dominio militar del Valle del Jordán? ¿Será Palestina un estado militarizado, plenamente soberano para vigilar y controlar sus fronteras? ¿Habrá continuidad entre los tres territorios que han de conformar el estado, estando como están separados Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este?

Los palestinos aspiran a tener en Jerusalén Este la capital de ese futuro estado. Actualmente, desde 1967, la parte árabe de la ciudad -santa para judíos, musulmanes y cristianos- está ocupada por Israel, que domina por completo cada calle palestina, en las que viven unas 250.000 personas. Dos tercios de la actual Jerusalén son antiguo suelo árabe, indica la ONU. La famosa línea verde que dividía en los mapas los dos lados de la ciudad hoy no es más que una avenida importante cargada de tráfico. No hay mezcolanza de las dos poblaciones más que la que obligan determinados servicios, no es Jerusalén una ciudad porosa ni de convivencia.

Yerushalayim o Al Quds sería la capital de dos Estados, Israel y Palestina, en el caso de que las negociaciones ideales avanzaran finalmente, pero el reparto final es una incógnita. Existen no menos de nueve propuestas para el municipio y otras 17 para la Ciudad Vieja, que alberga los santos lugares como la mezquita de Al Aqsa y Cúpula de la Roca, el Muro de las Lamentaciones o el Santo Sepulcro.

La amenaza, desde dentro

El desconocimiento radical de gran parte de la sociedad israelí de lo que ocurre con su vecino es uno de los principales problemas del conflicto. La situación actual, pese a las olas de violencia cíclicas -ahora se vive la peor desde la Segunda Intifada, en 2005-, los atentados, los cohetes, es ampliamente beneficiosa para Israel, que sigue con su estado, con sus problemas.

De puertas para afuera, destaca que su mayor amenaza existencial es Irán, pero ahora mismo su mayor desafío viene de dentro, del propio Gobierno, el más radical de sus 75 años de historia, y las medidas que desea aplicar, como una reforma judicial que viola la separación de poderes, según sus críticos. Se están viviendo protestas inéditas y están llegando apercibimientos hasta de Washington, por lo que se ha concedido una pausa, lo que no quiere decir que Netanyahu no vaya a seguir adelante el proceso. Es todo un cruce de caminos: seguir siendo eso que se ha llamado siempre "la mayor democracia de Oriente Medio", del 48 hasta hoy, o desviar el camino hacia un extremismo desconocido y que justamente rompe con el espíritu de entonces, de unidas de polacos, marroquíes, iraníes o alemanes en una misma tierra, con una misma meta.

Un radical, en 1995, mató a su primer ministro, Isaac Rabin, por hablar con los palestinos. Hoy hay en el Gobierno elementos que han jaleado a grupos cercanos a ese asesino.

Y está el conflicto de siempre. Si Israel no tiene seguridad total, no será nunca un estado tranquilo. No lo fue tras la Segunda Guerra Mundial y no lo será ahora. Por eso, el escritor David Grossman, uno de los referentes de las letras israelíes y criticado habitualmente por su empeño en el proceso de paz, afirma: "Israel sigue sin ser un hogar. Los israelíes no vamos a tener un hogar hasta que los palestinos no tengan el suyo".

En esas estamos, 75 años después.

MOSTRAR BIOGRAFíA

Licenciada en Periodismo y especialista en Comunicación Institucional y Defensa por la Universidad de Sevilla. Excorresponsal en Jerusalén y exasesora de Prensa en la Secretaría de Estado de Defensa. Autora de 'El viaje andaluz de Robert Capa'. XXIII Premio de la Comunicación Asociación de la Prensa de Sevilla.