Movilidad social y desigualdad: lecciones desde Trento

Movilidad social y desigualdad: lecciones desde Trento

Existe hoy cada vez más consenso entre los economistas en señalar a la desigualdad como el mayor problema de la sociedades contemporáneas. No solo los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, sino que la escalera social que permitía a unos subir y a otros bajar parece estar averiada.

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La semana pasada tuvimos la oportunidad de presenciar la decima edición del Festival de Economía celebrado en la ciudad de Trento. Cada año, ilustres economistas, políticos y filósofos se encuentran en la pequeña ciudad del norte de Italia para discutir acerca de los temas más candentes del debate internacional.

En esta ocasión, el Festival tenía como argumento central el problema de la movilidad social. En sus ponencias, invitados como Joseph Stiglitz, Paul Krugman, Thomas Piketty o Anthony Atkinson, entre otros, discutieron la espinosa cuestión del por qué las sociedades occidentales, tras los prodigiosos años de la postguerra en los que las distancias sociales se recortaron y las desigualdades disminuyeron, parecen hoy haber tomado un camino opuesto (para un resumen de cada una de las intervenciones: http://2015.festivaleconomia.eu).

Al parecer, existe hoy cada vez más consenso entre los economistas en señalar a la desigualdad como el mayor problema de la sociedades contemporáneas. No solo los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, sino que la escalera social que permitía a unos subir y a otros bajar parece estar averiada. Algo que, como señalaba el director del Festival, el economista Tito Boeri, es fácil de comprobar en aquellas cenas con los viejos amigos del colegio: los que venían de familias desfavorecidas siguen siendo aquellos con más dificultades, mientras que los que venían de familias pudientes gozan hoy de las mejores condiciones.

Esta tendencia a la cristalización de las posiciones sociales, afecta hoy de igual manera tanto a aquellas sociedades que hicieron de la movilidad social la base de su ideología, como a las que apuntaron más bien a una nivelación general. En Estados Unidos, la desigualdad social se asumía como algo necesario, incluso saludable, la competencia era fuente de creatividad e innovación del sistema siempre y cuando fuese el otro lado de la medalla de una alta movilidad.

Sin embargo, la idea del sueño americano, en la que el joven de origen humilde es capaz de alcanzar el éxito gracias al sudor de su trabajo, es hoy pura utopía para la mayoría. Al otro extremo, en los países europeos, donde el objetivo fue más bien el de una sociedad más igualitaria, se asiste a fenómenos como el retorno a la pobreza o la creciente marginalidad de importantes grupos como migrantes, jóvenes o mayores.

Importantes puntos de acuerdo parecen existir también en lo que refiere a las causas de esta situación. El aumento de la desigualdad y la limitada movilidad social serían el resultado de un doble proceso. Por una lado, el fortalecimiento del sistema financiero global, por lo tanto, de la capacidad de los capitales de moverse de forma rápida e incontrolada. Por otro lado, el debilitamiento de los estados y, por lo tanto, de la capacidad de regulación de los mercados y de imposición fiscal sobre los capitales. Al tiempo que los mecanismos de acumulación de los capitales se han ido potenciando, se han debilitado aquellos dirigidos a la redistribución de la riqueza. De esta manera, mientras que para los estratos pudientes se ha vuelto cada vez más fácil y rentable invertir sus riquezas y multiplicarlas, para los estratos desfavorecidos se ha vuelto cada vez más difícil acceder a bienes primarios fundamentales como educación y salud de calidad, o capitales para emprender nuevas actividades económicas.

Vista la complejidad de la situación, acentuada de forma dramática por la reciente crisis económica, el tema fundamental parece ser entonces el de las posibles soluciones. Es en este ámbito, sin embargo, donde el cuadro parece más confuso. Y es que, como la mayoría de ponentes terminaron reconociendo, si bien a nivel económico existen numerosas propuestas como la de una tasa global a las transacciones financieras, la de un impuesto mayor sobre las herencias o de una rígida regulación de los mercados, el problema no es tanto económico sino más bien político. A día de hoy, se conocen muy bien los síntomas y las causas de la actual situación económica, se tienen inclusive las medicinas; queda pendiente esclarecer por qué estas no se usan, por qué la política, el instrumento que debería equilibrar los intereses en lucha en el tablero social, es hoy incapaz de corregir los desajustes.

El tema es tan complejo como urgente. Por una parte, frente a la enorme sofisticación del sistema financiero y su dimensión global, cabe interrogarse sobre la validez de un modelo político, el del estado nación, que probablemente se ve hoy sobrepasado por las circunstancias. Si la política debe hoy regular a un mercado global, erigir sistemas de fiscalidad transfronteriza o rastrear el movimiento de capitales a escala planetaria, es difícil pensar que pueda hacerlo desde plataformas pensadas y construidas cuando en Europa el medio de trasporte era el caballo. Por otra parte, frente a los graves desequilibrios sociales y económicos, corresponde reflexionar sobre las disfunciones que afectan al sistema de representación de intereses y de toma de decisiones. Es probable que los actuales modelos democráticos, pensados en épocas históricas pasadas, seguramente menos complejas, requieran de una renovación que permita reconstruir la cadena de trasmisión entre la sociedad y las instituciones.

La coyuntura actual hace necesario pensar y repensar la política. La amarga ironía del consejo que Joseph Stiglitz da a sus estudiantes, es hoy tan cierta cuanto difícil de aceptar: para tener éxito en este mundo, lo más importante es elegir bien a tus padres.

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