¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad?
A la felicidad aspira todo el mundo, independientemente de raza, cultura, pensamiento, sociedad o lugar escondido del planeta. Solo aquellos que se bastan a sí mismo son capaces de aproximarse.
Acabo de publicar un libro sobre la felicidad que es la contestación a esa pregunta. Y la respuesta, desafiante y apretada, es que no. Nuestro cerebro, producto de muchos cientos de millones de años de evolución biológica y construido a golpes de azar y determinantes ambientales, solo contiene un diseño máximo y es aquel de la supervivencia. Puede doler admitirlo pero es lo que hay. La ley suprema del funcionamiento del cerebro es el de mantenernos vivos. Y eso, en su esencia, implica lucha, dolor, desazón y sufrimiento. Y esa realidad golpea inmisericorde, y de modo constante, la vida humana.
El diseño del funcionamiento del cerebro lo deja bastante claro. Toda interacción con el mundo, toda lucha por la consecución de algo conlleva placer o dolor y eso nos aleja de la felicidad. Y eso se debe a que todo cuanto vemos, tocamos, oímos u olemos o gustamos es filtrado, antes de alcanzar la conciencia y la construcción del pensamiento, por nuestro cerebro emocional, en donde a esa información sensorial se le da la impronta de bueno o malo, de placentero o doloroso. Y ese marchamo es el centro y el origen de la infelicidad y el sufrimiento.
La felicidad no es más que una idea sin más existencia que la que puede tener un sueño. Una idea, sin embargo, que impregna toda la conducta humana desde los tiempos del pensamiento mágico y lo sobrenatural, hasta ahora mismo que estamos entrando más de lleno en el pensamiento llamado crítico. Una idea si se quiere, eso es cierto, universal, como bien pudiera pensarse que es la idea de Dios pues ambas vienen impregnadas de profundas emociones y sentimientos. Pero frente a la idea de Dios, que no es verdaderamente universal, sí lo es en cambio la idea de felicidad. A la felicidad aspira todo el mundo, independientemente de raza, cultura, pensamiento, sociedad o lugar escondido del planeta. Todo el mundo, sin excepción alguna aspira, de un modo u otro, a huir del sufrimiento y abrazar la felicidad y construir su vida alrededor de esa idea. No es así para la idea de Dios en donde dos tercios de la humanidad, buscando y aspirando a ser verdadera y humanamente feliz, no aspira, ni tiene ninguna necesidad de un Dios que casi siempre instrumenta alguien o muchos para su propio beneficio. La felicidad es posiblemente la única idea, la única palabra, verdaderamente universal.
Cualquiera entendería que la felicidad, entendida como esa aspiración de los budistas, en donde al final se extingue todo sufrimiento y dolor ante el mundo no es humano, pues ni aun el mismo Buda debió alcanzarla completamente dado que algo de frustración debió quedar enterrada en los entresijos profundos de su cerebro cuando para lograr su propia felicidad abandonó a su propio hijo. Es así que la felicidad se convierte en una búsqueda y un peregrinaje constante sin que nadie haya alcanzado a encontrar lo que buscaba. La felicidad de este modo, la felicidad humana, queda reducida a "momentos", a "parpadeos" de felicidad. A un vuelo fugaz como aquellos que a veces se experimentan si te encuentras con casi todas las necesidades satisfechas, lejos del dolor, el miedo, las angustias y ambiciones y aún lejos de tu propio yo (centro de toda infelicidad) que por segundos puede quedar diluido en el entorno. Esos segundos sí serían segundos de felicidad. Segundos como aquellos que señaló Miguel Delibes cuando dijo que "la felicidad no existe y a lo mucho que se llega, a lo largo de la vida, es a briznas de dicha que se deshacen como las pompas de jabón".
La vida humana es pues, y de modo nuclear, lucha, actividad, curiosidad, un hacer constante el mundo, lo que implica infelicidad. La infelicidad, así entendida, es intrínseca a la vida humana. La felicidad, por el contrario no lo es. Y es curioso el que la verdadera idea de felicidad, su consecución, reside precisamente en el sufrimiento. El sufrimiento se convierte así en un motor, una catapulta, una energía que nos mueve para intentar alcanzar algún parpadeo de felicidad. Una aspiración humana a la que solo aquellos que se bastan a sí mismo son capaces de aproximarse más largamente. Una aspiración a la que debe aplicarse una regla de oro que es aquella de no pretender conseguir nunca felicidad, si esta es a costa de la felicidad de los demás. Y una paradoja añadida. Esos parpadeos de felicidad que llega a disfrutar el hombre de hoy, y no un galeote en otros tiempos, se deben precisamente al esfuerzo de hombres infelices, inquietos, con desazón y lucha constante por cambiar el mundo.
Dijo Umberto Eco una vez que "aquellos que aspiran a ser felices de modo constante (aquí o en otro mundo) son unos cretinos". Y esto nos lleva a que si queremos ser "humanamente felices" hay que desengancharse de ese imposible que es la felicidad permanente. Y aun todavía más alejarse de ese otro imposible religioso de encontrar la felicidad más allá de nuestro mundo vivo, telúrico. La verdadera felicidad humana, esos parpadeos de felicidad "humanos", solo son posibles aquí y ahora en este mundo y aun en briega constante con el mismo sufrimiento pues "la vida vale la pena vivirla incluso cuando todo lo malo nos llega a manos llenas y lo bueno es tan poco y escaso que no compensa" (Thomas Nagel). De esto último fue ejemplo vivo otro filósofo Ludwig Wittgenstein quien siendo un ser irascible y melancólico casi toda su vida y en su lecho de muerte, solo y ante su casera, dijo algo así como "Dígales que ha sido maravilloso".