Los lunes al sol, hoy
Aunque las cifras sean otras, la desesperación y el desamparo de quien lo padece no han cambiado. Hablaríamos en ella de lo que hablamos entonces: del miedo, de la estima, de lo que pasa en las habitaciones calladas de las familias de los trabajadores sin trabajo. Pero también de la fortaleza y del valor enorme de aquellos a los que les ha tocado la parte peor de la peor parte.
Parafraseando a un querido amigo poeta, uno no hace películas, se muda a vivir en ellas. Sucede de manera literal. Pierdes contacto con familia y amigos, dejas atrás rutinas y compromisos; no alternas, no vas al cine, no lees periódicos. Como si hablaras de pronto un idioma nuevo e incomprensible para los que te rodean, alcanzas a comunicarte sólo con los que trabajan contigo, que, víctimas del mismo proceso de alienación, abandonan poco a poco su vida civil y se mudan a esa pequeña república independiente y de orografía escarpada que es su rodaje: un país que ya no existe, sin cobertura ni servicio postal; una isla sin puentes ni transbordadores, en la que se habla una lengua propia, la de la historia que quieres contar.
Quizá por eso, igual que hay quien recuerda su vida en base a las ciudades o las casas en las que ha vivido, los que hacemos cine la recordamos a través de las películas que hemos hecho. Sé que mi sobrina nació a finales de 1999, porque ese día yo presentaba Barrio en un festival de cine, en La Habana. Como sé que el Atlético de Madrid ganó el doblete en la primavera de 1996, porque ese año yo terminaba de rodar Familia, mi primera película.
De todas las que he habitado, recuerdo Los lunes al sol como un lugar especialmente cálido y luminoso de mi vida. En estos días en los que el desempleo crece de manera proporcional a la incapacidad para ponerle freno de los que nos gobiernan, regreso a él en mi memoria con frecuencia, casi siempre inducido. Es habitual que en coloquios y entrevistas me pregunten, "¿cómo harías hoy esa película?"
La respuesta a menudo decepciona a quien la escucha: la haría igual. Porque lo que contamos entonces acerca del desempleo es lo que querríamos contar hoy. Porque aunque las cifras sean otras, la desesperación y el desamparo de quien lo padece no han cambiado. Porque esa nunca fue una película coyuntural, ligada a una cifra, a un Gobierno, a una política concreta de empleo, o de desempleo. No creo que las películas puedan ser coyunturales: lleva mucho tiempo hacerlas, y la realidad no te espera. El cine no sirve para atrapar el presente. Como mecanismo de representación, camina unos metros por detrás de la realidad que persigue. Es un espejo con ligero retardo, que refleja lo que fuimos hace un instante, pero busca en esa imagen lo esencial, la raíz de lo que seremos un día.
Si volviéramos a hacer hoy Los lunes al sol hablaríamos en ella de lo que hablamos entonces: del miedo, de la estima, de lo que pasa en las habitaciones calladas de las familias de los trabajadores sin trabajo. Pero también de la fortaleza y del valor enorme de aquellos a los que les ha tocado la parte peor de la peor parte. Si volviéramos a hacerla hablaríamos, como hablamos entonces, de la identidad, de cómo lo que somos resiste o no al paso de esa apisonadora para la vida, para el amor propio y para el ajeno también, que es el desempleo. Y trataríamos de que conservara su buen humor y su espíritu lúdico, combativo, ese que adquirió en algún momento en Asturias, en las movilizaciones con las que los trabajadores de Naval Gijón trataban de impedir el despido de un centenar de compañeros. Entre ellos encontró nuestra película su alma solidaria y rebelde, su conciencia de clase.
Su título siempre quiso ser una forma distinta de decir paro. Con humor, con optimismo, con poesía. No es mío, se lo debo a los movimientos de parados franceses que a finales de los noventa se propusieron hacerse visibles, llamar la atención de su Administración sobre su situación. Con una tasa de desempleo del 13 por ciento, las asociaciones de chomeurs organizaban paseos reivindicativos, en los que se sentaban a comer en sofisticados restaurantes parisinos, que abandonaban luego disculpándose por no poder pagar la nota. Tomaban oficinas de empleo o entraban en el metro sin pagar, reclamando así al Gobierno transporte público gratuito para los parados. Ya que no pueden garantizar nuestro derecho al trabajo, decían, que nos faciliten al menos su búsqueda. Sus acciones, lúdicas, combativas, tenían siempre lugar los jueves. Este jueves es un lunes al sol, advertían. Porque es un día en el que estamos en paro, pero es también un día de lucha.
Hubo en España un débil eco del movimiento francés, acciones similares que llegaron a veces, y a veces no, a los medios de comunicación. Durante la escritura de la película participamos en una de esas réplicas, que terminó en Madrid con la ocupación pacífica del edificio de la Bolsa, la más simbólica y central de las muchas pistas del circo de la economía de mercado, por ser aquella en la que su función se representa a diario.
Hoy los informativos nos hablan a diario de cierres de empresas, de despidos masivos y regulaciones de empleo. Los beneficios de tantos años han desaparecido en el intrincado laberinto financiero del sistema y las empresas se aprietan el cinturón alrededor del cuello de los trabajadores. Hoy casi cinco millones de personas están en paro, pero su quiebra familiar, económica, su quiebra íntima, pasa a segundo plano, porque es la quiebra del sistema financiero en su conjunto la que ocupa las portadas de los periódicos. Y el miedo puede hacer que nos olvidemos de ellos. Me cuesta imaginarles celebrando la consecución del ajuste presupuestario entre los restos de su naufragio cotidiano.
En estos días, en los que iniciamos los preparativos para mudarnos a una nueva película; en los que abrimos con cautela sus estancias, los lugares que habitaremos los próximos años, echo la vista atrás y recuerdo aquellas asambleas de los trabajadores del Naval a las que asistimos. Era el año 2000, lo sé porque escribíamos aún el guión de Los lunes al sol. En ellas, un trabajador decía a sus compañeros que no eran sus puestos de trabajo lo que se defendía allí, sino los de sus hijos: era su futuro, el de los que vienen detrás, el que estaba en juego. Lamentablemente, el tiempo le ha dado la razón. Pero tampoco olvido a ese otro que luego, en la barra de un bar próximo, nos decía convencido, porque lo había leído en el diccionario, que en algunos países de América parado significa también orgulloso, derecho y en pie.