'Viaje a las puertas del infierno'
Los viajes que relato en el libro me han permitido llegar hasta lugares en los que antiguas civilizaciones y culturas hoy olvidadas tenían por cierto que se hallaban las puertas del infierno. El desolado lugar donde, según las creencias más antiguas, vagan eternamente atormentadas las almas de los muertos.
Siempre que emprendo un viaje destinado a ser carne de libro lo hago bajo el imperativo de otros libros leídos que hablan sobre el lugar que me dispongo a visitar. Lo cuento en alguno de los capítulos de Viaje a las puertas del infierno. A Florencia hay que llevar en la memoria el Bomarzo de Mujica Láinez. Nadie ha descrito con tanto dramatismo el cortejo de la estatua del "David" de Miguel Ángel instalado en lo alto de un carro y arrastrado por las calles de la ciudad por los ayudantes del genio.
De igual modo, a Viena hay que llegar con la Marcha Radetzki de Joseph Roth en la memoria y a Grecia...¡ah¡ a Grecia se debe llegar con la La Odisea en la mirada o El coloso de Marusi de Henry Miller en el recuerdo. El placer de leer antes de viajar. Y la música que acompaña la espera. En el caso de algunos de los viajes que relato en el libro, fueron muchas. Al norte de Grecia, al encuentro con el Necromanteion, el antro en el que estaba el oráculo de los muertos al que descendió Ulises de la mano del ciego Tiresias, recuerdo haber llegado con el eco turbio del Fortuna Imperatrix Mundi de Carl Orff. Descender siete u ocho metros bajo tierra hasta llegar a las lúgubres entrañas de piedra de la cueva -en la que el destructor de Troya, y después de él, miles de ciudadanos-campesinos y reyes durante siglos buscaron respuesta a las preguntas que describían sus anhelos o angustias- fue para mí un momento en el que la curiosidad se sobrepuso a la repulsión.
El antro es una cueva en la que la nariz percibe un olor dulzón potenciado por la humedad. Es el resultado de cientos de años en los que la tierra se ha empapado con la sangre de miles de animales sacrificados para propiciar la aparición de los muertos. Sacrificios, sangre, ayuno de los consultantes del oráculo y -según los arqueólogos griegos que han excavado el lugar- restos de hachís. Ulises, el Odiseo griego que da nombre al relato de Homero, descendió al Hades hace 3.200 años. Yo lo hice en vísperas de la Semana Santa del 2013. Lo explico en uno de los capítulos del libro. Antes, como cuento también, hubo viajes a otras puertas del infierno.
Dos las tenemos muy cerca: una en La Rábida (Huelva) y la otra en el monasterio de El Escorial (Madrid). Hay más puertas del infierno, y de ellas hablo en el libro. Es un relato de viajes que nació de una pregunta sin respuesta que planteo en el prólogo, y que aclara por qué estuve durante unos cuantos años viajando por medio mundo tratando de llegar a lugares en los que en los Tiempos Antiguos nuestros antepasados hablaban con los dioses. Llegué a algunos de esos sitios con las desgarradora poesía del Bensonhurst blues sonando en mis cascos, y me acerqué a otros con el bálsamo de algunas de las obras de Mozart compuestas por el genio de Salzburgo cuando era feliz y no estaba angustiado por los avisos de desahucio o las deudas que le amargaron la vida.
Los viajes que relato en el libro me han permitido llegar hasta lugares en los que antiguas civilizaciones y culturas hoy olvidadas tenían por cierto que se hallaban las puertas del infierno. Algunas, poco o nada conocidas. De aquellos días del pasado queda memoria en las piedras de templos destruidos y en los estratos más profundos de ciertos pozos colmatados por la incuria que apareja el paso del tiempo. Confieso que en los parajes en los que un día los dioses dejaron oír su voz -en boca de la Sibila o en los sollozos del viento que agita las ramas de ciertos árboles sagrados-, todavía pervive algo inmaterial, una presencia invisible imposible de describir pero apreciable como las reverberaciones que genera el calor en el verano.
Flota en ellos un no sé qué extraño que provoca desasosiego. Quizá sea la sensación de estar pisando tierra sagrada. O tierra maldita. Es una antigua presencia que en días señalados y en condiciones precisas de luz, presión y temperatura, todavía se hace sentir. En otras, allí donde la comunicación con los dioses se establecía en las inmediaciones de algún antro, aún se detectan emanaciones de gases alucinógenos. También hay lugares secretos localizados en puntos geográficos de naturaleza rara y fuerza mineral en los que nuestros antepasados, no se sabe muy bien por qué, situaron las puertas del infierno, el espectral pasaje subterráneo que se abre al más allá. El desolado lugar donde, según las creencias más antiguas, vagan eternamente atormentadas las almas de los muertos. Puedo, pues, decir que al igual que Ulises, yo también he descendido por los peldaños que conducían al Hades. El infierno, para entendernos. Como quedó dicho, está en el norte de Grecia. Lo cuento todo en el libro.