La agenda de Falsarius: el misterio del estómago cuántico
Vas a comer a un restaurante. Obnubilado por el apetitoso menú que tan ricamente te vende los platos y poseído por una gula incontrolable, acabas pidiendo un montón de cosas. Como si comer fuera de casa nos produjera algún extraño brote psicótico que nos impidiera calibrar nuestras fuerzas. Porque es raro.
LUNES: Vas a comer a un restaurante. Obnubilado por el apetitoso menú que tan ricamente te vende los platos y poseído por una gula incontrolable, acabas pidiendo un montón de cosas. Esto pasa. Y pasa a menudo. Como si comer fuera de casa nos produjera algún extraño brote psicótico que nos impidiera calibrar nuestras fuerzas. Porque es raro. En casa no nos pasa. No decimos "ponme siete filetes", "la fuente de patatas entera para mí" o "la ensalada la quiero con seis huevos duros". Yo creo que le ponen alguna droga volátil a la carta, la aspiras al abrirla, pierdes el sensato raciocinio y ya todo te parece poco y te conviertes en algo así como la Masa, aunque en este caso en vez de verde como en el cómic, te pones morado. Pero bueno, por lo que sea. La cosa es que ya que has pedido la comida pues vas y te la zampas y llegas al final, a apurar la última patatilla panadera del besugo, hecho unos zorros y boqueando sin aliento como un pez fuera del agua. Y crees que ya todo terminó. Que ya sólo resta pagar la cuenta (si no te invitan los amigos que es lo aconsejable) y salir arrastrándote de allí en busca de una cama donde reposar cual boa ahíta. Pero no, porque en ese momento aparece el camarero y te canta los postres. Y, oh milagro, te descubres a ti mismo comprobando que no estás tan lleno como pensabas, que te queda un huequecillo junto al michelín derecho. Que un postre de esos tan ricos (o igual dos, porque también le han puesto droga a la carta de postres) te lo comías tú muy contento. Y efectivamente. Te sacan tu "banana split" y rebañas hasta el último grumo de nata. ¿Cómo es eso posible? Pues bien, después de darle muchas vueltas, y realizar varios estudios de campo sometiendo mi cuerpo a varias insensatas (aunque reconfortantes) situaciones de extenuación alimenticia, vulgo comilonas, he llegado a una sorprendente conclusión científica. Tenemos dos estómagos. El normal, el que se nos desparrama habitualmente por encima del cinturón o del bordecillo de la falda y otro. Un estómago cuántico (y que como tal no aparece en las radiografías) chiquitillo e insaciable que se activa sólo en presencia de los postres. Eso explicaría muchas cosas. Tengo que recopilar las notas que he ido tomando en servilletas de papel de los bares, pero esto me lo publican en Nature o una de esas revistas científicas fijo. No, si voy a acabar siendo el Sheldon Cooper de la gastronomía.
MARTES: A veces hay que salirse de ese pozo de agujas en código binario que es Internet y chuparle la punta al lápiz de la realidad. Yo todas las recetas las escribo a mano en una libretilla como de abuelo contable o sastre.
MIÉRCOLES: ¿Por qué empeñarnos en hacer las cosas medio bien cuando hay cosas que sabemos hacer perfectamente mal?
JUEVES: Los platos de cuchara con su chorizo, su tocino, su morcilla y sus cosas sacan lo mejor de mí mismo. Lo malo es que lo sacan en forma de michelín sobre mi cintura. Para no seguir contribuyendo a esta esferización creciente de mi vida hoy he puesto en el blog la receta de un guisote mucho más liviano. Unas fabes con zamburiñas (de lata, claro), carentes casi de grasas enlorzantes, pero que quedan estupendas. De repetir.
VIERNES: Semana de despedidas. Varias, pero en especial las de Miliki, al que se ve que ya echaban en falta en el circo del más allá, un tipo admirable, y la del gran Tony Leblanc, que me encantaba tanto en el cine (fantástico en "Los tramposos") como en la tele. A un tipo como yo, que va por la vida con gafas de plástico y nariz postiza, no había más remedio que tipos como estos le cayeran bien.
SÁBADO Y DOMINGO: Sé más, pero no me ha dado tiempo.