El cocinero del 'Nautilus' (Aponiente 2013)
Entras por la puerta y te dan un vinito y una puntita de embutido marino (salchichón, caña de lomo, butifarra, lo que quieras) que los pruebas y te convences de que igual voladores no existen, pero que cerdos marinos hay fijo. Y que se alimentarán con ricas bellotitas de algún alga-encina de las profundidades.
Lo típico que pasa. Que estás tú tan tranquilo bañándote en la playa y se te aparece un monstruo grande y te engulle. Pero vamos, que no es un monstruo. Que es un submarino. Modernito y tal, pero submarino al fin y al cabo. Concretamente el Nautilus del capitán Nemo, el famoso, el de la peli (o el del libro, por si me lee algún ilustrado). Y ya la cosa cambia. Ya no es que se te zampe un monstruo, que duele y eso. Ya hablamos de un submarino chulo, como de cine, y de un capitán pintón al que se le puede pedir un autógrafo. La cosa es que hablando y hablando vas y le caes bien al capitán Nemo y al final te invita a comer allí mismo, en su lujoso y enigmático submarino. ¿Te imaginas las cosas maravillosas que comerías?
Pues mira, ni idea, pero me imagino que no mejor que en el Aponiente de Ángel León, que estuve el otro día y eso sí que es colarse en la cocina del Nautilus y ver lo que dan de sí 20.000 leguas de viaje submarino. Flipante.
Hay que tener cuidado porque a Ángel León cualquier día llegan los japoneses y nos lo secuestran, como si fuera un atún rojo de la almadraba, porque estoy seguro que los nipones, tan de pescadito ellos, iban a alucinar con las cosas que hace el chef del mar. Porque este hombre lleva a los peces a sitios en los que nunca habían estado. Y todos ricos y sorprendentes.
Oye, y lo hace así sin alharacas, como sin darse importancia. Que entras por la puerta y te dan un vinito y una puntita de embutido marino (salchichón, caña de lomo, butifarra, lo que quieras) que los pruebas y te convences de que igual voladores no existen, pero que cerdos marinos hay fijo. Y que se alimentarán con ricas bellotitas de algún alga-encina de las profundidades y que hozarán cosas ricas entre caracolas. Si no, no tiene explicación. Pero puestos a cautivar a mí lo que me enamoró ya de entrada fue un cucurucho con la versión angelina del pescadito frito. Un manjarcillo. La demostración de que una bahía de Cádiz con su salitre, sus algas, sus peces, sus barcos y sus poetas, cabe en un cucurucho de papel.
Y te sientas en tu sillita y llega Juan Ruiz, que parece que es el señor que maneja la sala, pero que en realidad es un duendecillo travieso, hijo de Baco y heredero de sus saberes, al que, si le dejas, te va a demostrar que el vino es un océano pequeñito que nos podemos beber. De la mano de alguien como él, claro. Porque hay que saber mucho del mar para meterlo en un copa.
Y antes de que te des cuenta vas a estar comiéndote el mar a mordiscos intensos y chiquititos. Un queso marino que estalla en la boca como si hubieras besado a una sirena de las guapas, guapas, y te hace descubrir por qué los marineros antiguos saltaban por la borda tras ellas al oírlas cantar. Y de repente aparece un pimiento verde que es una delicia de calamarcito relleno que te convence de que Nemo ha plantado un huerto bajo el rompeolas. Y a partir de ahí, ya nada es lo que parece o es lo que son los peces cuando nadie les ve. Al León marino le sale el lado canalla y te planta en la mesa un cacho de panceta que es un pulpo fino y tierno de esos que te siguen a casa, te miran con ojitos tristes y te los quedas de mascota. Y aparecen unas papas con chocos pero hechas raviolis que le dan la vuelta a todo, como si al guiso marinero le hubiera revolcado una ola. Y llegan los lomitos de sardinas y una ostra travesti que te hace en la boca un temporal marino, y un arrocito con sus chirlas que se ha traído el placton en una maleta para que sepas por qué es el plato favorito de las ballenas más gourmet.
Y siguen llegando cosas ricas y llega un momento en que se te va un poco la olla. No sé. Entras en el juego de esa prestidigitación marina que va sacando Ángel León de su sombrero de copa (o su escafandra de buzo) y acabas sintiendo con la comida lo que le pasaba a Scott Fitzgerald con el alcohol, "primero tomas una copa, luego la copa toma otra copa, luego la copa te toma a ti". Al final eres como una sardina, como un berberecho, como una amebilla primordial y feliz que se zampa voraz y contenta todas las maravillas que le ponen a tiro. Y te ves metido en el mar sin descalzarte, gozando entre galeras en ámbar, caracolillos marinos y pepinos de mar. Y cuando crees que lo has visto todo, que ya nada del mar te va a sorprender, que a estas alturas tú ya con Neptuno de igual a igual, en plan colega, te sirven un hueso con su tuétano, que es de un atún rico de llorar y que ya te deja loco. Y aún faltan los postres, uno de manzana en el que aún se cuela el mar con un rastro de huevas de pez volador, una tartita de limón fina, crujiente y deliciosa, y un cubito moruno y vaporoso, que se deshace en un aroma de especias exóticas y te planta de repente en un zoco morunillo del otro lado del Estrecho. Como era de esperar, porque al final de todos los viajes marinos hay una playa que lleva siglos esperando tus huellas.