Luces en la oscuridad II: detener al monstruo globalizador

Luces en la oscuridad II: detener al monstruo globalizador

Los gobiernos están paralizados frente a esta dictadura de los privilegiados señores de la economía. Las políticas alternativas se definen sistemáticamente como "poco realistas" o "utópicas". Los expertos recuerdan que si se intentan imponer límites las empresas se irán. Pero la cuestión es que las empresas se marchan igualmente.

En una entrega más de mi serie de posts sobre nuevas alternativas político-sociales, hoy quiero hablaros de otra visión que propone una salida a la vorágine neoliberal. Se trata de la "desglobalización", teoría presentada por el sociólogo filipino Walden Bello en el 2002, y que en Europa pretende abrir una nueva vía basada en el proteccionismo, las industrias verdes y la innovación.

Lejos de ser apoyada en exclusiva desde grupos minoritarios, la desglobalización cuenta con un valioso aliado desde hace unos años: Arnaud Montebourg, político francés del Partido Socialista y actual ministro de Reindustrialización. Montebourg fue candidato a las primarias del Partido Socialista francés, a las que acudió con el programa de la desglobalización por bandera, explicado punto por punto en su libro-panfleto Votad la desglobalización. La apasionada defensa de este programa le valió el alcanzar de forma inesperada un 17% de apoyos en las primarias francesas.

Esta propuesta no está exenta de críticas, tanto por el evidente obstáculo de la falta de voluntad política para su implantación como por el reducido peso que otorga a cuestiones como la reforma en profundidad de nuestras instituciones políticas o de los fundamentos mismos del sistema. No están faltas de razón, pero en mi opinión el programa desglobalizador constituye un primer paso realista que podría ser muy efectivo para atajar la actual debacle de la economía mundial, por lo que debería ser aplicado de forma inmediata al menos en Europa.

¿Por qué desglobalizar?

El punto de partida de la declaración de intenciones de Montebourg es contundente: proclama que la globalización es una estafa que nuestros dirigentes nos han infligido durante los 20 últimos años.

Frente a ella la desglobalización se configura, más que como una teoría global, como un ambicioso programa económico a través del que se pretende rehacer nuestro sistema sacando a Europa de la injusticia y la pobreza en la que nos ha sumido el neoliberalismo.

Y es que la globalización ha puesto a competir a la baja a los obreros y asalariados de todo el mundo, al margen del grado de respeto a los derechos laborales y sociales que hayan sido conquistado en cada país. La falta de límites y controles internacionales sobre los flujos financieros y las actividades económicas supone que las grandes empresas son ahora libres de buscar el lugar con peores estándares laborales para reducir sus costes, empeorando las condiciones de los asalariados de todo el planeta. Los productores, pequeños empresarios y contratistas de los distintos países son también empujados a una competencia atroz que deja escaso margen para obtener una contraprestación digna por su esfuerzo, trabajo y riesgo asumido.

Como ahora las grandes compañías son libres de moverse adonde más les convenga, se produce una consecuencia obvia: deslocalizaciones empresariales. Estas repercuten gravemente en la calidad de vida del trabajador con derechos, pues las empresas huyen de los países con altos estándares laborales para instalarse en aquellos sitios donde los obreros son más baratos. Todo esto se traduce en la disminución del empleo en áreas desarrolladas, como la UE, mientras supone que en los países en desarrollo los trabajadores sean prácticamente esclavizados a cambio de una miseria.

Los defensores de la globalización nos decían que la riqueza generada por este proceso acabaría repercutiendo en todos, aumentando nuestra prosperidad de forma global. Ello presuponía que las bondadosas multinacionales, al ver aumentados sus márgenes de beneficios, iban a redistribuir esa riqueza invirtiendo más, instalando más fábricas, contratando más trabajadores con mejores sueldos... El problema es que cuando estas multinacionales son por fin liberadas del control de los Estados su único objetivo pasa por seguir aumentando los réditos económicos de sus directivos y accionistas, sin que ello suponga repercutir ningún beneficio en el grueso de la sociedad. La consecuencia obvia es el vertiginoso aumento de desigualdad entre la minoría privilegiada que disfruta de esos beneficios y el 99% de la población (esta semana veíamos como las desigualdades sociales han aumentado vertiginosamente en los últimos años, tanto en España como en el resto del mundo).

Mientras tanto, los gobiernos están paralizados frente a esta dictadura de los privilegiados señores de la economía. Las políticas alternativas se definen sistemáticamente como "poco realistas" o "utópicas". Los expertos continuamente nos recuerdan que si se intentan imponer límites y controles las empresas se irán a otro lado. Pero la cuestión es que, como Montebourg nos recuerda, las empresas se marchan igualmente, y mientras tanto la política se comienza a ver como algo inútil e inoperativo.

Las minorías privilegiadas beneficiadas por el libre comercio descontrolado han terminado así aliándose con la mayor parte de la clase política, ya que para estos es más fácil unirse al enemigo que luchar contra él. La consecuencia es una creciente frustración y desafección en los ciudadanos, que ya perciben a esta clase política como una casta parasitaria asociada a los poderosos en la que no existen diferencias entre izquierda y derecha.

Montebourg es especialmente crítico con la izquierda tradicional: les acusa de denunciar sin aportar soluciones, y de pretender hacernos creer que la globalización es una especie de catástrofe natural con consecuencias imprevisibles, cuando es el producto claro de decisiones políticas. Frente a esta situación ya no vale el simple socialismo redistributivo o una izquierda que solo aplica paños calientes. Por eso Montebourg propone no gestionar un sistema moribundo, sino transformarlo, protegiendo los mercados nacionales para recuperar el poder de decidir de los pueblos.

La vuelta al proteccionismo

La desglobalización no pretende solo proteger egoístamente la economía propia sin un fin concreto. Se trata también de moldear el mundo a través de esa protección, primando una reindustrialización basada en la innovación y en la revolución verde. Para poder reindustrializar nuestros países desde una óptica basada en las nuevas tecnologías, las energías renovables y la innovación es preciso establecer barreras proteccionistas, tal y como hicieron los países emergentes para industrializarse por vez primera.

No se trataría por tanto de un proteccionismo basado en el miedo, sino de un proteccionismo solidario y cooperativo, porque planta las bases para iniciar en cada país el renacimiento de una agricultura e industria fuertes, con buenos salarios, derechos sociales y perspectivas de desarrollo a nivel local que al final acabarán en los ciudadanos de todas las naciones. Se trata de utilizar las fronteras para que cada pueblo pueda vivir de su trabajo. Tanto en el norte como en el sur.

De hecho, frente a los que critican que esta corriente lo que pretende es salvar egoístamente los derechos europeos, hay que recordar que el término y el programa fueron acuñados inicialmente por Bello, un sociólogo filipino que principalmente lo ve como una oportunidad para los países más pobres, aunque también aplicable de forma beneficiosa en los países del primer mundo.

Desglobalizando en la práctica

Para fraguar este programa desglobalizador para Europa Montebourg no se queda en las nubes: lanza una serie de propuestas concretas y realizables que pueden ser aplicadas desde ya a nivel nacional y, en un periodo razonable, dependiendo del acuerdo de sus países miembros, en la UE.

En este sentido, esta estrategia de desglobalización para Europa pasaría principalmente por establecer condiciones sanitarias, medioambientales y sociales para la importación de los productos a nuestro mercado común. El mercado se abriría en contrapartida al respeto a dichas normas y se cerraría si no se cumplen. Asimismo, debería complementarse con una tasa aplicable a la huella de carbono de cada producto, incluyendo la contaminación que provoca el transporte.

Se trataría así de invertir el sentido de la competición: en vez de luchar por tener los trabajadores peor pagados y las menores restricciones ecológicas, las empresas tendrán que competir por garantizar los mayores derechos y respeto ecológico para poder exportar a Europa de forma rentable.

Estas medidas irían complementadas por reformas legales que hiciesen responsables a las empresas matriz de los daños sociales y medioambientales producidos en los lugares en los que han deslocalizado su actividad. Y por reformas en políticas de consumo para mejorar la información que reciben los consumidores de las condiciones sociales y ecológicas en las que han sido producidos los bienes que se les ofrecen.

Muchas de estas medidas podrían ser aplicadas ya en la UE si existiese la suficiente voluntad política. Pero Montebourg es realista: sabe que dependerá de Alemania. El político francés reconoce este obstáculo y cree posible que finalmente este proyecto sea apoyado por un eje franco-alemán, dadas las consecuencias de la actual conducta suicida de los germanos.

En todo caso, y a pesar de la concreción de las medidas que propone, la desglobalización no renuncia a posturas más "utópicas" defendibles a largo plazo: el sistema debería evolucionar hacia una economía mixta planificada de forma democrática, en el que existan empresas públicas y privadas y cooperativas pero en el que no existan las compañías multinacionales.

La desglobalización entronca así con nuevas teorías como por ejemplo la economía del bien común (tema de un próximo artículo en este blog), que proponen un cambio de paradigma en la economía para pasar de funcionar en base a incentivos competitivos a centrarse en la cooperación.

Un programa inaplazable

Como ya he adelantado, la teoría de la desglobalización tampoco está exenta de críticas. En primer lugar, nos encontramos los escollos de la política y de la opinión pública. Si bien sería posible contar con el apoyo alemán una vez que Merkel abandone el Gobierno, los lobbies financieros y muchos países de Europa con gobiernos defensores del neoliberalismo mostrarán una fuerte oposición a cualquier medida destinada a recortar el poder de la oligarquía económica. Estos obstáculos políticos solo podrían ser salvados si en toda Europa hay un amplio apoyo popular a las tesis desglobalizadoras de Montebourg. Y para ello es preciso llevar estas ideas a la calle, dónde aún existe un miedo atávico al término "proteccionismo". De hecho, en España esta idea retrotrae a mucha gente a la etapa autárquica del franquismo.

Por otra parte, la desglobalización otorga un papel secundario a cuestiones como la reforma de nuestras instituciones políticas, de nuestro sistema representativo y de la participación ciudadana. Aunque Montebourg habla de planificar las economías nacionales "de forma democrática", la desglobalización no ahonda en los mecanismos que deberían mejorar de forma radical el funcionamiento de nuestras democracias. Tampoco aspira la desglobalización a cambiar de base el sistema económico, ya que si bien contempla medidas revolucionarias en cuanto a proteccionismo, planificación estatal, régimen de la propiedad o reindustrialización ecológica, no pretende un cambio radical en las bases que sustentan el actual capitalismo.

Para muchos esta "falta de ambición" puede ser vista como un mero parche más al sistema que no impedirá que los más poderosos busquen otras vías para incrementar su riqueza a costa del mundo y de los ciudadanos. Pero no debemos olvidar que estas transformaciones más ambiciosas no son tampoco el fin de la desglobalización, que como ya comenté, pasa por ser más bien un plan estratégico realista para salir de la crisis de forma urgente que un nuevo paradigma de cambio global orientado al largo plazo.

De hecho, se hace ineludible complementar la desglobalización con otras ideas que busquen una transformación más profunda de nuestros valores, nuestros sistemas democráticos y nuestras sociedades. Este programa bebe de las mismas premisas que muchas otras teorías o movimientos sociales de cambio que ya se están empezando a cuestionar los cimientos de nuestro sistema, tales como el decrecimiento o la economía del bien común: la cooperación, la ecología, y la ya famosa premisa del "think globally, act locally" (piensa globalmente, actúa localmente). Por eso, el encaje de la desglobalización con otros marcos ideológicos encaminados a traer un cambio político radical más a largo plazo es perfectamente asumible, y creo que podrá suponer la clave de una ambiciosa evolución en Europa y otras regiones.

Por supuesto, también se oyen voces discordantes desde otros ámbitos como la OMC o OCDE, instituciones que temen que estas medidas frenen el crecimiento. Pero en vista de las nefastas consecuencias que ha supuesto el entronizar el crecimiento del PIB como indicador supremo de bienestar mientras son destruidos nuestros derechos sociales, nuestro planeta y millones de vidas humanas, estos argumentos provenientes de la ortodoxia liberal no merecen mayor contestación.

En mi opinión, dado el agudo deterioro de los índices de igualdad y de los derechos sociales en todos los países del mundo, y muy especialmente en Europa, el programa económico desglobalizador debería ser aplicado de inmediato en todos aquellos países cuyos pueblos quieran ver garantizado un futuro digno. Esperemos que el cambio político en Alemania, con la marcha de los adalides de la austeridad, pueda ser el primer paso en ese camino.

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