Luces en la oscuridad I: dejar de crecer para salvarnos

Luces en la oscuridad I: dejar de crecer para salvarnos

La lógica del sistema capitalista neoliberal nos obliga a embarcarnos en una alocada carrera sin fin: países y empresas tienen que crecer hacia el infinito para evitar ser devorados por otras compañías o naciones y, en definitiva, para que el sistema en sí no colapse.

Jürgen Schoner GNU-FDL

Tal y como prometí a principios del verano, con este post doy comienzo al ciclo sobre nuevas teorías y proyectos que intentan dar una solución desde una perspectiva actual al callejón sin salida en el que se encuentra nuestro sistema político y económico.

La primera propuesta que quiero abordar es la que se conoce como la "teoría del decrecimiento", defendida en España por académicos como Carlos Taibo y cuyo principal valedor es el francés Serge Latouche. Se trata de una corriente de pensamiento que analiza acertadamente los problemas del actual sistema económico y político y que apunta los valores que deberían guiarnos hacia una sociedad realmente sostenible que no solo preserve adecuadamente el medio ambiente, sino que asegure un mínimo de justicia social. Sin embargo, a pesar de su pretensión de constituir un modelo global de funcionamiento para cualquier país, avanzado o en desarrollo, la teoría del decrecimiento peca de una cierta indefinición y de unos planteamientos en ocasiones muy utópicos, que la acercan más a un experimento neohippy que a un sistema con visos de constituir una alternativa real a corto plazo.

Los defensores de esta teoría ponen en cuestión un pilar básico del modelo capitalista neoliberal: la necesidad de un crecimiento económico continuo para garantizar la viabilidad de un país o de una empresa. ¿Realmente es necesario crecer infinitamente para que un país o una empresa cumplan con su cometido? El sentido común nos dice que el gobierno de un Estado debería cumplir una función básica: asegurar el bienestar de sus ciudadanos. Y una empresa debería cubrir otra: proporcionar un bien o servicio que se demande, garantizando que empresario y trabajadores puedan ganarse la vida. Para satisfacer las necesidades de todos el PIB de un país o el tamaño financiero de una empresa no deberían tener que crecer eternamente: bastaría con que tuviesen las dimensiones adecuadas.

Sin embargo, la lógica del sistema capitalista neoliberal nos obliga a embarcarnos en una alocada carrera sin fin: países y empresas tienen que crecer hacia el infinito para evitar ser devorados por otras compañías o naciones y, en definitiva, para que el sistema en sí no colapse. Y es que si no existe un crecimiento continuo del PIB, la burbuja financiera estalla y se lleva el bienestar de todos por delante, como hemos ido viendo en desde el 2008 y en cada una de las crisis que ha sufrido a lo largo de los años el sistema económico mundial.

Según opinan los economistas, para que con el actual sistema un país pueda tener un porcentaje de empleo aceptable y con ello un sistema sanitario, educativo y de pensiones viable es necesario un crecimiento económico de más de un 2% anual. Y para lograr este crecimiento es necesario incrementar de forma artificial y constante de las necesidades de los ciudadanos a través de la publicidad, la obsolescencia programada (los productos están programados para estropearse) y los créditos baratos. Nuestro modelo actual nos ha transformado en adictos al crecimiento.

Como podemos deducir fácilmente, es imposible mantener a largo plazo un sistema basado en un crecimiento infinito en un planeta con límites espaciales y recursos escasos cuyo equilibrio ecológico peligra. Pero si se para este ciclo expansivo de consumo y producción explota la burbuja financiera de turno y llega la crisis, la pobreza y la desigualdad. Cualquiera de las dos salidas es poco deseable.

¿Qué propone entonces la teoría del decrecimiento para salir de esta trampa mortal?

La solución se concreta en sociedades autónomas, autosuficientes y respetuosas con el medio ambiente, capaces de garantizar a todo ciudadano un bienestar suficiente a través de la maximización de los recursos locales disponibles. Para llegar a ellas, la teoría del decrecimiento defiende que es necesario cumplir con una serie de puntos:

  • Reestructurar y redistribuir: cambiar el modelo económico no supone descartar la existencia de mercados o de moneda, sino cambiar su lógica. Sería necesario pasar progresivamente a un modelo basado en la producción a escala local, basada en la agricultura ecológica, actividades de artesanía y comercio en las que los trabajadores sean los propietarios, energías renovables y en proporcionar servicios sociales. En el ámbito del mercado laboral, se propone repartir el trabajo para minimizar el problema del paro, instaurándose una renta básica de ciudadanía y una renta máxima autorizada para conseguir un reparto justo de los salarios.

  • Relocalizar: este modelo apuesta por la recuperación de una economía ecológica local como medio por el que conquistar la autosuficiencia alimentaria, económica y financiera. Se producirían de forma local bienes y servicios que cubrirían las necesidades de los ciudadanos y favorecerían el ahorro local. Esta relocalización económica pasaría también por una relocalización política: la nueva distribución territorial se basaría en regiones tanto rurales como urbanas estructuradas como una "ciudad de ciudades", como una red policéntrica. Cuanto más pequeña fuese la unidad política más fácilmente controlable sería para sus ciudadanos. El reto para la teoría del decrecimiento es cómo establecer mecanismos de coordinación entre estas comunidades sin caer de nuevo en la centralización.

  • Reducir, reutilizar, reciclar: la reutilización y el reciclaje pasan por llevar al máximo el uso eficiente de los recursos, reduciendo la tendencia a caer en modas pasajeras y en el fomento irracional del consumo, por reaprovechar los residuos y envases y por reparar los bienes evitando aberraciones como la obsolescencia programada. La reducción se aplicaría a aspectos como la producción y el consumo, la jornada laboral o el turismo de masas. Asimismo, sería urgente reducir el transporte y el consumo de energía vinculado al actual sistema globalizado. La aplicación de estos puntos no supondría una reducción de calidad de vida, sino la posibilidad de hacer más y mejor con menos.

Este modelo ya está empezando a ofrecer sus primeras manifestaciones prácticas. Por ejemplo, en nuestro país empiezan a aparecer las primeras ecoaldeas: pequeñas poblaciones autoorganizadas que pretenden ser económica y socialmente autónomas y funcionar de forma respetuosa con el entorno, sin dejar de lado el contacto con otros núcleos. Se avanza así hacia el concepto de "ciudad de ciudades": una serie de núcleos autosuficientes basados en la economía local y en las relaciones de proximidad que forman una red descentralizada.

Pero la teoría del decrecimiento no está exenta de críticas. Una de las más relevantes hace referencia a las reticencias que pueden surgir en contra del decrecimiento por parte ya no de los poderosos, sino de las propias poblaciones. ¿Es posible cambiar de arriba a abajo todo el sistema de valores de nuestra sociedad?

Además, peca de indefinición a la hora de establecer un programa político y económico realista y gradual para avanzar hacia este cambio de modelo de forma global, más allá de experiencias puntuales y casi anecdóticas como las ecoaldeas: ¿por dónde empezar?

Se echa en falta además una valoración exhaustiva, que vaya más allá de lo filosófico, sobre los impactos positivos y negativos a nivel económico, social, etc. que la adopción de las propuestas del decrecimiento supondría. Habría que garantizar con estudios rigurosos que ese freno al crecimiento no se vería traducido en mayor desempleo, colapso de los servicios públicos, etc.

En mi opinión, la teoría del decrecimiento sí realiza un acertado diagnóstico de los problemas del actual modelo capitalista neoliberal y sintetiza varias de las ideas guía que han defendido de forma más dispersa los movimientos ecologistas y altermundialistas en los últimos años, estableciendo nuevos valores e ideales filosóficos (vuelta a lo local, defensa de las actividades ecológicas y energías renovables, reutilización y reducción...) hacia los cuales debería tender nuestra sociedad para garantizar un mayor bienestar y para evitar la destrucción de nuestro planeta.

Pero también creo que las críticas que se han realizado a esta teoría tienen bastante fundamento. Los teóricos del decrecimiento efectivamente pecan de una gran indefinición a la hora de plantear cómo alcanzar este cambio desde la sociedad consumista actual y de estudiar sus consecuencias. Además, en el momento de plantear medidas concretas, estas son a veces contradictorias entre sí, dependiendo de la corriente que las formule, y en ocasiones rozan lo inasumible para cualquier ciudadano del mundo desarrollado: por ejemplo, una de sus propuestas pasa por eliminar la mayor parte de medios de transporte actuales para centrarse en la navegación a vela, la tracción animal, la bicicleta y los trenes. No creo que sea necesario llegar a tal punto de ruralización, propia de los delirios de los jemeres rojos en Camboya, para hallar una salida sostenible a la actual situación.

En definitiva, es posible que la teoría del decrecimiento pueda dar una idea cabal de los valores que deben guiar un nuevo sistema político y económico con visión de futuro. Pero para que pudiese devenir en una alternativa sistémica real en el futuro sería necesario un trabajo mucho más profundo por parte de economistas, sociólogos y politólogos que permita hacer del decrecimiento algo más que una difusa filosofía neohippy.

Para saber más: La apuesta por el decrecimiento, de Serge Latouche (Ed. Icaria)

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