La guerrilla mediática de la ultraderecha
Lo que en el 2011 comenzó con unas simples burlas condescendientes contra los perroflautas, a los que de repente se nos había ocurrido la peregrina idea de comenzar a debatir en calles y plazas, ha ido aumentando en intensidad durante los últimos tiempos a través de una estrategia de comunicación mediática perfectamente orquestada que persigue un objetivo claro: poner freno al avance de los partidos y movimientos del cambio en las instituciones.
Foto: EFE
Vivimos tiempos convulsos en la política española. Nuestra sociedad ha experimentado grandes cambios en los últimos años y era evidente que estos iban a llegar tarde o temprano a las instituciones. Por desgracia, lo viejo no ha acabado de morir y lo nuevo no acaba de nacer, por lo que nos encontramos en un momento de difícil encaje, en el que la parte más conservadora de la sociedad española está reaccionando de forma furibunda contra aquellos que representan el cambio.
Lo que en el 2011 comenzó con unas simples burlas condescendientes contra los perroflautas, a los que de repente se nos había ocurrido la peregrina idea de comenzar a debatir en calles y plazas, ha ido aumentando en intensidad durante los últimos tiempos a través de una estrategia de comunicación mediática perfectamente orquestada que persigue un objetivo claro: poner freno al avance de los partidos y movimientos del cambio en las instituciones.
Las alarmas comenzaron a sonar cuando las elecciones europeas confirmaron el vertiginoso crecimiento de Podemos. Pero no ha sido hasta que han visto a las confluencias hacerse con el control efectivo de los principales Ayuntamientos de España y a Podemos entrando en los parlamentos cuando la campaña de desprestigio mediática se ha convertido en un auténtico bombardeo constante e inmisericorde. La estrategia es clara: atacar sin descanso todos y cada uno de los movimientos de las personas que representan una nueva forma de hacer política a través de una especie de guerrilla mediática.
Para ello, el Partido Popular y sus medios afines (que cada vez incluyen un espectro más amplio, desde los más centristas y liberales a los directamente ultraconservadores) han activado un ventilador que esparce fango sin descanso con el fin de centrar el debate en polémicas barriobajeras fácilmente entendibles por la mayor parte de la población. Se persiguen así varios objetivos: degradar la imagen pública de las caras visibles de los movimientos de cambio, desacreditar el proyecto de estas nuevas formaciones políticas emergentes y apartar el foco de los problemas realmente acuciantes para la ciudadanía montando un circo intoxicante en torno a cuestiones anecdóticas.
No nos vamos a engañar: los miembros de Podemos han cometido muchos errores y algunas de sus propuestas son difícilmente defendibles. Pero desde la tormenta que se ha desatado por el aspecto y la vestimenta de sus diputados en el Congreso, hasta las críticas recibidas por el gobierno municipal madrileño con motivo de haber actualizado con más o menos gusto algunas tradiciones navideñas, pasando por las conspiraciones surrealistas que buscan conexiones entre ETA, Venezuela y dirigentes de Podemos, las críticas han supuesto en su mayor parte ataques llenos de saña, simplificadores y tremendistas, que se centran en muchos de los casos en lo estrictamente personal, en actuaciones aisladas y en nimiedades sacadas de contexto que palidecen al lado de las tropelías de nuestros antiguos y respetables políticos que hemos tenido que soportar en los últimos años.
Por todo ello, lo lógico sería suponer que ese aluvión de ataques infundados e indiscriminados, alejados del normal debate democrático y del sentido común que se le supone a cualquier ciudadano medio, no va a poder afectar de forma determinante al prestigio de nuevos partidos como Podemos.
Sin embargo, soy pesimista al respecto. Desde la izquierda ilustrada es muy fácil despreciar estas críticas por su nulo contenido real y su falta total de relevancia al lado de los casos de corrupción, abuso y nepotismo que tradicionalmente han abundado en nuestra clase política. Pero señores, al final la comunicación lo es todo. Lo que importa es determinar qué historias son interiorizadas por la mayoría de la sociedad como poso de la trayectoria de un político o de un partido. Personajes que han alcanzado logros reseñables pueden acabar siendo recordados como demonios a causa de una buena campaña mediática centrada en un aspecto aparentemente superficial de su labor. Y es que al final las estrategias más exitosas en contra de un individuo o una institución no se centran en cuestionar sus logros políticos, empresariales o sociales, sino en utilizar como munición las polémicas más absurdas que nos podamos imaginar.
Para ser conscientes de ello, podemos fijarnos en lo que sucede en tierras estadounidenses, donde desde hace años triunfa la espectacularización de la política y donde la ultraderecha mediática es más agresiva que en ningún otro lugar. A este respecto, es interesante la lectura de la obra de Thomas Frank ¿Qué pasa con Kansas?: Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos, que pretende demostrar que, al fin y al cabo, frente a las tradicionales acusaciones de populismo que recibe la izquierda, aquellos que se están convirtiendo en verdaderos maestros del populismo mediático victimista son los propios ultraconservadores, a través de campañas que criminalizan a instituciones y líderes progresistas como enemigos del pueblo en base a los motivos más espurios.
Todos recordaréis el caso de Bill Clinton, un presidente con sus claroscuros que al final acabó estigmatizado por la prensa y la opinión pública a raíz de un simple lío de faldas. Pero es todavía más curioso observar leyendo la obra de Frank el paralelismo de la estrategia mediática que han seguido los ultraconservadores estadounidenses -acusando a los progresistas de todos los males del país a partir de las razones más peregrinas- con la situación actual española: "De repente la Navidad era la época apropiada para sentirse indignado y los analistas de la derecha de todo el país crearon un clamor colectivo sobre cómo la élite progresista había arruinado la festividad preferida de todo el mundo con su infernal determinación por suprimir las inocentes tradiciones del buen cristianismo del americano medio. (...) La provocación fue la decisión de unas cuantas poblaciones y distritos escolares (...) de quitar los belenes de la entrada de los ayuntamientos y eliminar los villancicos en las fiestas de los colegios públicos. La respuesta fue un multitudinario ejercicio colectivo de manía persecutoria" (...). Flagrante intolerancia religiosa", protestaba un columnista. Negación de "los derechos de la gente a practicar su religión en libertad", coincidía otro. "La auténtica libertad de credo para los cristianos está cada vez más amenazada", añadía un tercero. "Las organizaciones de izquierdas quieren llevar a cabo una agresiva refundación de Estados Unidos a imagen y semejanza de su credo ateo", opinaba Jerry Falwell. "Odian la idea de la Navidad con un profundo odio visceral", resumía Pat Buchanan. ¿Os suena?
En conclusión, no podemos subestimar la guerrilla que ha puesto en marcha el aparato político-mediático conservador. Por muchos logros que alcancen los gobiernos del cambio, si no son capaces de articular un discurso alternativo que prevalezca y cale ante la opinión pública a través de historias con potencial emocional y mediático que vayan más allá de las meras cifras, al final serán las absurdas polémicas sobre un traje de rey Baltasar las que los españoles acabarán guardando como balance de todo un gobierno.