Desnudas y a despecho
El quid de la cuestión no es si gustan (o si se odian) los desnudos o no, sino el pánico cerval que muestran algunos hombres (especialmente los poderosos) ante los cuerpos en libertad de las mujeres, así como de la capacidad de usarlo como herramienta política, como expresión del yo, del deseo.
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Quizás porque volví de Sitges ebria de azules y blanco, y refrescada por el mar, pensé vagamente en aquel carcamal de la patronal canaria que hará unos meses afirmaba que no tenía nada contra las mujeres o los chicos desnudos (al contrario, cuanto más mejor) siempre que fueran gente guapa, pero que se tenía que prohibir el nudismo en las playas para evitar el lamentable espectáculo de mujeres desnudas de cierta edad y según qué hechuras. ¿Qué tienen contra las mujeres, él y la gente como él, que sólo las quieren desnudas si están domesticadas, inermes y sumisas a su servicio? ¿Por qué quieren prohibir los cuerpos desnudos en uno de sus marcos más naturales y lógicos: las playas? ¡Si incluso Facebook ha tenido que cambiar la política sobre las imágenes de pechos y desde hace unos días exhibe fotos de mastectomías; es decir, ya no las pone a la altura de la pornografía!
Porque el pensamiento es libre y el flujo de la conciencia hila sin cesar (como tan bien reflejó Virginia Woolf en, por ejemplo, Las olas), me ha pasado fugazmente por la cabeza un comentario que un artículo mío sobre una película suscitó a un lector o a una lectora: me incluía en la categoría de mujeres que «odia los desnudos femeninos bonitos». Y no, no rechazo («odiar» me parece una palabra demasiado fuerte) el desnudo femenino.
Pienso en las valientes y guapísimas activistas de Femen, el pecho desnudo ante Merkel y Putin -en la muy civilizada Hannover- y de qué manera los mismos que seguramente no tienen nada que objetar respecto a los cuerpos abiertos en canal de la pornografía, en contra de los torsos ofrecidos como mercancía, las reprimieron con encarnizada saña. Mujeres que no temen desnudarse llueva, sople un viento huracanado o nieve, así las insulten, así las masacren, así las encarcelen.
Pienso en la valiente y hermosa Amina Tyler que a finales de mayo no dudó en colgar una foto suya en Facebook desnuda de cintura para arriba acompañada del lema «Mi cuerpo es mío». Pienso en las tres activistas solidarias, también de Femen, que dos días después siguiendo su estela se desnudaron como ella, esta vez en la puerta del Palacio de Justicia de Túnez.
Protagonistas de su propia vida, osadas y bonitas, tan sólo el cuerpo, la piel, como escudo. Por cierto, ¿saben a qué sección del periódico fue esta doble reivindicación de uno de los derechos más elementales de la humanidad? ¿A Política?, ¿a Internacional? ¡Quia! ¡a Sociedad! Una forma como otra cualquiera de minimización, de banalización, de trivialización; en definitiva, de maltrato.
Estos casos me llevan a pensar en la magnífica y bella artista Valey Export que en la perfomance (¡de 1969!) Genital Panic, con los genitales al aire, recorrió las hileras de una sala de cine X durante una sesión repleta de hombres. Admitió que tenía miedo: no sabía cómo podían reaccionar, desconocía si la llegarían atacar. Lo que ocurrió, sin embargo, es que a medida que ella pasaba, ellos se levantaban y abandonaban la sala con la cola entre las piernas.
El quid de la cuestión, pues, no es si gustan (o si se odian) los desnudos o no, sino el pánico cerval que muestran algunos hombres (especialmente los poderosos, con poder de legislar, de prohibir) ante los cuerpos en libertad de las mujeres, el pavor al control por parte de las mujeres de su (propio) cuerpo, así como de la capacidad de usarlo como herramienta política, como expresión del yo, del deseo (propio).
No, no tengo nada contra los cuerpos desnudos (incluidos, en principio, los de los hombres), sean viejos, bellos, con algún pelo, tersos, con cicatrices, gordos, recios, delgados (siempre que sea con mesura), depilados, jóvenes, frágiles, arrugados, perfectos, con michelines, defectuosos, llenos de gracia... que de todo tiene que haber tanto en las playas como en la viña de la señora. ¿Cómo podría odiar los desnudos femeninos en la plenitud de su libertad, si incluso, parafraseando aquel comentario, me gustan los bonitos?