Las señales estaban ahí
No quisieron escucharlas, pero las señales estaban ahí. La desconexión con los ciudadanos, las falta de atención a las demandas sociales, la ausencia de un proyecto definido, los intereses de partido por delante de los del país, un liderazgo fallido... Ni era una obsesión de los opinadores ni una ofuscación de los barones sólo para acabar con Pedro Sánchez. La errática estrategia post 20-D ha resultado un fiasco para el PSOE y, su abrazo con Ciudadanos, una ratonera de la que es difícil escapar.
Dos, tres, cuatro, cinco... Da igual el número de encuestas que hayan augurado para la socialdemocracia española la pérdida de la primacía de la izquierda en favor de Unidos Podemos. Ya pocos dudan. El sorpasso tiene más de realidad que de amenaza. Es más, con la publicación de dos nuevas muestras este fin de semana (Metroscopia y Sigma Dos) los socialistas, siempre tan sensibles a las profecías demoscópicas, han entrado en shock al ver publicado negro sobre blanco lo que algunos hace tiempo barruntaban: El PP y Podemos crecen respecto al 20-D: el PSOE queda relegado a tercera fuerza y Cs se mantiene.
La presión arterial de la tropa socialista no puede ser más baja y el pulso, más débil. Y no hablamos sólo de los dirigentes territoriales, sino del propio sanedrín electoral, en el que ya son más las horas de hiperventilación y temblores que las de calma y sosiego. Cuentan que hasta en el tándem Sánchez-Luena han aparecido las primeras fisuras como consecuencia de la tendencia natural del candidato a no escuchar, ir por libre y no seguir siquiera la línea estratégica marcada por su propio Comité Electoral.
A tres semanas de las elecciones, los sondeos confirman lo que antes vieron muchos y a los que la dirección federal no escuchó: que el suelo electoral del PSOE no estaba en 90 diputados; que los ciudadanos juzgan por resultados y no por intentos (de ahí que culpen a los socialistas de que no haya gobierno aunque fuera Sánchez el único candidato que presentó a la investidura) y que el abrazo con Rivera desdibujaría y sacaría del foco a los socialistas en favor de Podemos. Así ha sido.
En esta campaña de programas sobradamente conocidos y en la que los ciudadanos quieren saber de antemano quién pactará con quién, el PSOE vuelve a tener un problema de definición. Mientras Rajoy e Iglesias han ofrecido ya sus fórmulas de gobierno y Rivera ha dicho que lo mismo le da blanco que negro pero que no impedirá Ejecutivo alguno, Sánchez sigue sin aclarar con quién o quiénes estaría dispuesto a gobernar. Lo más que ha dicho es que rechaza la gran coalición, que no prestará sus votos para que la derecha siga en La Moncloa y que tras el 26-J el cambio en España sólo lo garantiza el proyecto socialista.
¿Con qué alianzas? La que tejió con Rivera, tras las elecciones de diciembre, además de ser insuficiente ya fracasó. El PSOE tenía escaños suficientes para influir, pero no para gobernar. Aún así, y aunque los tótem de su partido le recomendaron que se cruzara de brazos ante la negativa de Rajoy a someterse a una investidura, Sánchez se empeñó, en su obsesión por cruzar el calendario orgánico con el institucional, en hermanarse con la derecha de Ciudadanos con el argumento de que España no era un país de extremos y que la centralidad del tablero le otorgaría, en una segunda vuelta, la fortaleza que no le dieron las urnas.
Erró. Porque no escuchó y porque desdeñó los consejos de los suyos. Aún resuena el eco de una de las intervenciones más sensatas que se escucharon en el célebre Comité Federal del 28 de diciembre, la del presidente de Asturias. Lo más probable, dijo entonces Javier Fernández, es que vayamos a unas nuevas elecciones y lo más conveniente es que no hagamos nada que nos codicione ante esa nueva convocatoria.
Pues eso, que en una campaña tan polarizada como la del 26-J y en la que la coalición Podemos-IU es el único acicate para la izquierda, el pacto de Sánchez con Ciudadanos tiene más de debilidad que de baluarte, y así lo perciben todos los sondeos. El voto útil para el cambio no es el del PSOE, sino el de Unidos Podemos, como repiten machaconamente los de Iglesias.
Y, como escribió ayer con cierta condescendencia en las páginas de El País Pablo Iglesias, el PSOE, al que se refiere como "la vieja socialdemocracia", tendrá que elegir entre la continuidad del PP o un gobierno con Unidos Podemos: "Puede sumarse al cambio y renovarse o anclarse en el pasado y convertirse en una fuerza con mucho menos peso histórico a la hora de determinar el futuro de España".
Sea cual sea su decisión, para entonces, "el cambio de sistema ya se habrá consolidado y será sólo una cuestión de tiempo el momento del cambio en el Ejecutivo", Iglesias dixit. No le falta razón. Tras el 26-J, el PSOE, de confirmarse los peores augurios, tendrá que irse una larga temporada al rincón de pensar. Y no sólo sobre su liderazgo, sino sobre el papel a desempeñar y con qué proyecto en esta nueva España de cuatripartidismo ya instalado.
Hasta entonces, la campaña se antoja para los socialistas de las más complicadas que se recuerdan. Encuestas como las últimas publicadas benefician al PP y al voto del miedo por el avance de Podemos mientras que a un PSOE desdibujado y de liderazgo fracasado sólo le queda confiar en el regreso del voto estratégico o coyuntural, el de aquellos que votaron Podemos para castigar a los socialistas, pero no desean de ningún modo que los de Iglesias sean el partido hegemónico de la izquierda. Mucho confiar.