Zalameros
La zalamería es una droga que no hace daño… a no ser que se inhale.
La letanía de los aduladores se mueve en el turbio sendero de la mediocridad
Si hacemos caso al diccionario, un zalamero es una persona que demuestra un cariño de forma exagerada, por lo general empalagosa, con un único objetivo, conseguir un beneficio propio. Con la adulación la otra persona, el adulado, se vuelve más vulnerable, entra en un estado hipnótico que le impide defenderse.
Esto lo sabe muy bien Juanjo, el personaje de la exitosa serie El pueblo, un constructor venido a menos, egoísta, cicatero y adulador donde los haya que hará todo lo que pueda para conseguir parcelas gratis en Peñafría y reflotar su “imperio”. Todo ello empuñando en ristre, allá por donde vaya, su popular saludo: “buen amigo”.
Escondido bajo la apariencia de amistad
Al parecer el origen etimológico de esta palabra hay que buscarlo en un vocablo árabe, “salaam”, que significa paz, y que es utilizado con enorme frecuencia como saludo –el famoso “salam aleikum”, que la paz esté contigo-. Con el paso del tiempo “salam” derivó en “zalama” –desear la paz- que acabó siendo utilizado con el sufijo –ero (zalamero). De alguna forma, podríamos decir que un zalamero es una persona que se pasa el día deseando la paz, una letanía repetitiva hasta el hartazgo.
La adulación forma parte de nuestra vida social y lo hacemos por diferentes motivos, desde animar a un amigo que no está pasando un buen momento, empatizar con otros, seducir a una persona, sobrevivir ante una situación laboral complicada… Con diferentes artes, a veces con desparpajo y otras con destemplanza, exaltamos los logros ajenos a sabiendas de que esas ínfulas no tienen sustento. Ya lo dijo el poeta en cierta ocasión, la zalamería es una droga que no hace daño… a no ser que se inhale.
Los peligrosos flatteres
Hace siglos que Nicolás Maquiavelo, un experto en las tácticas de influir en los demás, recomendaba a los temidos Borgia que se cuidasen de los aduladores. Les instaba a evitar rodearse de estos personajes porque no hacían otra cosa que deformar la percepción de la realidad.
Si echamos la vista mucho más atrás y nos vamos a la antigua Grecia, allí destaca la figura del filósofo griego Plutarco que escribió una obra sobre el halago: “Cómo distinguir a un amigo de un adulador”. La receta es muy sencilla: el amigo procura que estemos bien, en tanto en cuanto que el adulador intenta que nos sintamos bien.
Tiempo después Séneca afirmó con la agudeza que le caracterizaba “prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones”.
También se ocupó de la adulación el filósofo inglés Locke, que llegó, incluso, a designar una categoría de personajes que tenía un vicio específico: la “flattery” —la adulación—. Para él los “flatteres” eran actores peligrosos porque podían desestabilizar un régimen de poderes limitados, al atribuir al adulado una serie de bondades o virtudes de las que realmente carecía. Y es que es realmente fácil caer en las redes de las lisonjas reverenciales, sustituir los análisis ponderados por una cómoda trama de mentiras y engaños.
El traje del emperador
La zalamería es una moneda falsa que no solo no enriquece a quien la admite, sino que le hace más pobre. El mejor ejemplo de zalameros o aduladores en la literatura es el famoso cuento de Hans Christian Andersen: El traje nuevo del emperador o El rey desnudo. Fue publicado en 1837 y, a pesar del tiempo transcurrido, su metáfora no ha perdido un ápice de actualidad.
Quizás la parte más inquietante del relato es la reacción que tiene el soberano al grito del niño: “Aquello inquietó al emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; más pensó: “hay que aguantar hasta el fin”. Y siguió más altivo que antes”. ¿Cuántas veces hemos sido conscientes de que nos estaba adulando pero hemos fingido no darnos cuenta? Pues eso… cuidado con los zalameros.