Y el 15M se coló en el PSOE
Puede ser que Pedro Sánchez simplemente pasara por allí cuando Susana Díaz lo convirtió en secretario general pensando en que era el convidado de piedra que habría de marcharse cuando a ella le cuadrara el calendario. Puede que haya sido un oportunista, primero social-liberal a lo Valls o a lo Renzi y ahora un recio izquierdista a lo Antonio Costa. Puede que lo hayan abandonado casi todos los que estuvieron con él. Pero sus casi 75.000 votos, el 50.2% del voto total emitido en estas primarias evidencian que Sánchez ha sabido identificar los anhelos de la mayoría de la militancia.
Ahí estaban muchos afiliados esperando el día, decepcionados con sus líderes históricos merced a un aburguesamiento que muchos de ellos no habían experimentado, apenados de ver cómo sus hijos, sus nietas, sus compañeras de trabajo se iban a votar a Podemos, humillados ante el espejo del 15-M (y sus secuelas), que les mostraba en la misma orilla del PP, una imagen que la abstención multiplicó en forma de pesadilla: "El horror, el horror", que diría Conrad en El corazón de las tinieblas, la pesadilla primigenia, el fantasma fundamental; dejar que la derecha gobernara, la de los recortes más terribles, la más corrupta de Europa, la que sigue hablando de "remover el pasado" y "hurgar en las heridas" cada vez que se dice que hay que abrir las cientos de fosas que todavía quedan de la guerra civil. Y ahí estaba Sánchez el derrocado para aprovechar la ocasión.
¿Nadie lo vio? ¿Nadie se dio cuenta del rechazo que generaba Susana Díaz, achicharrada como estaba por la caída de Sánchez, con un estilo que, simplemente -como otras cosas en la vida- no convence a mucha gente? ¿Qué era eso de 100% PSOE? ¿Se creían que un partido es un amuleto con esencias inmutables? ¿Nadie se dio cuenta de que, con Podemos de por medio, la necesidad de renovación era titánica, brutal, hasta cierto punto impugnadora del pasado inmediato? Pero ahí estaba Sánchez el derrocado, que sí que lo vio.
Lo resumía estupendamente un amigo mío cuando me hablaba el otro día de su padre, ya casi setentón: "No es que a mi viejo le guste Sánchez, pero sí está de acuerdo con lo que representa". No se trata de podemitas disfrazados, ni de jóvenes ingenuos, hay también gente de la generación de Felipe González, personas que han ocupado cargos en las administraciones del PSOE y que no soportan la imagen esclerotizada que proyecta su partido.
No parece que el futuro del PSOE pase ya más por sus líderes históricos, como si representaran, a la española, una especie catocomunismo, esa corriente de pensamiento dominante en Italia durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX que mezclaba tradicionalismo, alma social y un cierto anquilosamiento institucional. Quizá sirva para mantener las naves en algunos territorios, pero no para llegar al conjunto del Estado, a muchas grandes ciudades, a los sectores creativos. Ni siquiera a los militantes del partido.
Al PSOE le quedan sus afiliados, sobre todo los 148.000 militantes activos que votaron ayer. Nada de voto telemático desde el sillón. Se han levantado este domingo, se han acicalado y se han acercado a las casas del pueblo porque les importa su partido. Todo un éxito para una organización que parecía moribunda.
También le quedan por explorar las vías de reconstrucción de la socialdemocracia interrumpidas por las inercias burocráticas y los transformismos posmodernos. Ahí está el pensamiento lúcido de Borrell, que pudo ser y no fue, desfondado por el aparato del partido, como contaba Luis Yáñez en su libro La soledad del ganador. Ahí está Cristina Narbona, la ministra de Medio Ambiente más ecologista de la historia de España, tristemente desaparecida del segundo Gobierno de Zapatero a pesar de una brillante gestión. Ahí está el sólido pensamiento de Manuel Escudero o José Felix Tezanos, cerebros intelectuales de la campaña de Sánchez, pero también del Programa 2000, una consistente reflexión socialdemócrata que hizo el PSOE a finales de los ochenta y que se diluyó en la ola guay de la Tercera Vía.
Renta básica, banca pública, transición energética, ecología, recomposición del papel del Estado en la economía, participación ciudadana, recuperación de los derechos laborales..., la socialdemocracia lucha por reconstruirse.
Nada asegura que Pedro Sánchez tenga éxito a la hora de liderar este proceso. En poco tiempo se disipará la épica de su lucha y tendrá que armar un sólido proyecto político que en su primera época no supo construir. Habiendo ganado esta vez sin padrinos ni componendas, la responsabilidad ahora será fundamentalmente suya. Pero esa también es una de sus fortalezas.
Tampoco está claro que los referentes políticos y mediáticos de esta era que parece acabarse definitivamente tras 40 años, la del socialismo felipista, vayan a aceptar que la militancia ha marcado una nueva ruta. Como no lo ha hecho el establishment del laborismo británico con Jeremy Corbyn. Ni Hollande y Valls con Benoit Hamon.
Si es así aquí también, asistiremos a un festín de canibalismo sangriento, con Mariano Rajoy, el presidente con más porquería en su partido de la historia reciente de la democracia española, frotándose las manos en primera línea del espectáculo.