¿Y ahora quién es el felón, señor Casado?
Nos gusta el amor rápido, el café con sabor a azúcar y la eliminación pragmática del compromiso. Incapaces, eso sí, de olvidar todo aquello que aprendimos y asumimos como parte de un todo inabarcable. Luchamos y vivimos de dos formas: o en sintonía de unos ideales que sí nos representan o gracias a ideales más transformables en algo pecuniario. Somos así; ambiciosos, socialmente únicos, egoístas. Repito, somos únicos. Y la unicidad de los cuerpos que nos abandonan cuando menos lo esperamos contrarresta la complejidad de las almas de aquellos que dicen ser parte de un todo sin escrúpulos y sin código.
Sin código. Si no expresamos la necesidad, dejamos de entender cuál es la implicación empático-emocional. Y entonces, solo entonces, la diferencia entre ser una máquina que ejecuta órdenes expresas y un ser humano capaz de saber el qué, el cómo y el cuándo se hace plausible una opción u otra.
En realidad, somos emociones. Analizamos cada uno de los pasos que da el siguiente a nosotros y nosotras para poder dibujar el camino que hacemos hacia el avance. Un avance que puede suponer la caída o el ascenso. Puede suponer el camino hacia un futuro mejor, lleno de oportunidades en el que fabriquemos un mundo lúcido para quienes nos sucedan o, en cambio, un entorno lleno de sombras ante el que tendrán que trabajar a la contra; a la contra del cambio climático. A la contra del retroceso social. A la contra del reparto injusto de la riqueza.
“Hacer lobby requiere previsión”; con esta pretensiosa afirmación, comienza una de las películas más interesantes que he podido ver en los últimos años: El Caso Sloane. En ella, una mujer (Sloane) representa el máximo del contrapoder político inmerso en la cultura de EE UU, justificando cualquier artimaña necesaria para alcanzar su propósito final. Con una investigación en el Senado como colofón, hace caer la política de los Estados Unidos en un film sin desperdicio.
“Una lobista de principios no puede confiar sólo en su capacidad para ganar”. El manido recurso de El Príncipe de Maquiavelo, el de “el fin justifica los medios” no es hoy sólo aplicable al panorama político estadounidense, sino que casa perfectamente con el complejo espíritu en el que se sumerge el día D y en el amplio espectro de políticos sin ningún tipo de decoro que se presentan, no sin antes acometer un perjuicio grave en sus respectivas siglas, bajo el amparo de una nueva formación. No por ideología, sino por ambición puramente personal.
Un día antes de cambiar el azul por el naranja, Garrido acudió a la sede de la gaviota, la que está prácticamente frente a la Audiencia Nacional, para ver el debate a cuatro en Atresmedia. Es más, 48 horas antes de que se publicase en el BOE su nombre en la lista del partido black para el Parlamento Europeo, firmó su candidatura bajo juramento de no existir ningún tipo de impedimento que le prohibiese concurrir a tal comicio.
Si fuerte ha sido el golpe de efecto que supone que su partido se entere por La Sexta en una rueda de prensa, más asombrosa es la capacidad de captación que tienen los naranjas, aquellos que presumieron de ser la garantía de la regeneración. Algo que necesita regenerarse, necesita sangre nueva. Si en la transfusión utilizas la misma sangre contaminada con el edulcorante de un color nuevo, es imposible que consigas tu propósito de manera fehaciente.
Que estos son tiempos duros para la política no lo duda nadie. Que estos son momentos de gestos y transparencia dentro de la vida pública no es objeto de denuncia en este texto. Ahora bien, señor Casado: ¿quién es ahora el felón?