Weimar y la Junta Electoral Central
No puede pedirse a los jueces o a los policías que hagan el trabajo de los políticos.
Carl Schmitt, analizando las relaciones entre legalidad y legitimidad a partir de una distinción weberiana, advierte que “el Estado administrativo” está llamado a sustituir al “Estado legislador”, esto es, el Estado parlamentario de derecho; correlativamente, el paradigma de la “medida” administrativa -la vía reglamentaria- y su aplicación directa deberán relevar a la ley -la vía parlamentaria- y su gestión mediante la separación de poderes. Era 1932. Un año después, Hitler liquidaba la República de Weimar. Últimamente, se han señalado los paralelismos entre esta década de los veinte que se abre y la del siglo pasado.
Enero de 2020. El día 3, tan solo un día antes del inicio de la sesión de investidura del nuevo Presidente de España, la Junta Electoral Central (JEC) decide inhabilitar a Quim Torra y despojar a Oriol Junqueras de su condición de eurodiputado, pese a que, por un lado, la condena a Torra por desobediencia todavía no es firme y que, por otro, el Tribunal de Justicia de la UE falló en diciembre que Junqueras gozaba de inmunidad parlamentaria tras las elecciones europeas y que por tanto debía haberle sido permitido recoger su acta. Ello supone que un órgano administrativo toma una decisión antes de que el asunto esté cerrado por la vía judicial; y lo hace de un modo que afecta muy gravemente a la investidura presidencial que va a producirse justo después. Para más sorpresa, la medida fue anunciada por el líder de la oposición Pablo Casado antes de que el propio órgano o los medios de comunicación hubieran emitido la información.
Es difícil discutir que se ha utilizado una medida administrativa persiguiendo efectos políticos, y que, ello además –por mucho que técnicamente fuera posible por el artículo 6.2 de la LOREG-, interfiere con un proceso judicial en curso. No sería exagerado evocar, por tanto, el mentado tránsito del Estado legislativo a un Estado administrativo, tal y como ocurría, precisamente, el siglo pasado en Weimar.
Pero no es el único aire de los tiempos que parece traer músicas del pasado siglo. En un sentido más amplio, la confianza en la democracia liberal no parece atravesar su mejor momento, y ello se manifiesta en varios síntomas: el auge de la ultraderecha, el declive de la socialdemocracia o el abuso de herramientas estatales técnico-administrativas son algunos de ellos. La respuesta de la derecha al problema catalán en su conjunto y al intento de investidura en particular es especialmente sintomático. Aplicación del artículo 155, sentencias judiciales, medidas administrativas y mantenimiento del orden público como únicas recetas. Pero, como iluminó Hannah Arendt con su distinción entre poder y violencia, o como está contenido en la definición de Herrschaft de Weber, no hay poder sin la oportunidad de hallar obediencia; y la obediencia lograda mediante la coacción nunca puede sustituir, ni en legitimidad ni en estabilidad, al pacto basado en el asentimiento.
Decía Weber que los problemas políticos y sociales tienen una peculiaridad: que no pueden “resolverse a partir de unas consideraciones meramente técnicas basadas en unos fines preestablecidos”. Se puede y se debe, en cambio, encontrar “escalas de valores reguladores”. No basta, pues, con la aplicación técnica de un código, aunque ella sea una condición necesaria. No puede pedirse a los jueces o a los policías que hagan el trabajo de los políticos. Cuando de un lado se cuestiona la legalidad y de otro solo queda aplicarla coactivamente, se requiere una legitimidad que solo puede declinarse desde el diálogo como pacto democrático en común. Es necesario, además, en un sentido más amplio, reconstruir el contrato social para todos los españoles: hace falta reencontrarnos en “tablas de valores” nuevos. El contrato social surgido del pacto del 78 se halla agrietado, especialmente después de la crisis económica, y aún más con la salvaje economía neoliberal, la crisis climática o la violencia machista. Lo que se juega en la investidura del día 7 es poder comenzar a abordar estos retos.
La cultura del bipartidismo fiero, del sectarismo y de la polarización no va a ayudar a ello. A Vox, con una concepción tan estrecha que solo sabe exaltar unas regiones, unas nacionalidades o un sexo contra otros, no se les espera. El PP y Cs tendrán que decidir si quieren contribuir a reconstruir ese nuevo consenso o dificultarlo. Tanto para el problema territorial y de desafección hacia la idea de España por parte de un conjunto significativo de su población como para las brechas económicas, ecológicas y sociales que rompen el tejido social es necesario una propuesta de país, un nuevo patriotismo progresista basado en el acuerdo y en el diálogo, que genere asentimiento y no rechazo. El problema, desde luego, es eminentemente político.