Volando voy
Qué menos que sentir nostalgia por el cielo que se nos aleja tras siglos de fantasía y apenas cien años de aventura.
Las autoridades competentes (que no suelen serlo) han prohibido el vuelo de drones por los Parques Nacionales de Estados Unidos, argumentando las molestias y los disturbios que provocan a la fauna autóctona.
No negaré que el soniquete de cientos de aparatos ha de exasperar a las serpientes y los lagartos que en el Gran Cañón del Colorado buscan la sombra bajo las piedras (no en vano, drone significa zángano en inglés, y a eso se dedican las criaturitas, a volar sin más oficio ni pretensión que zumbar).
Ni negaré que el común de los mortales es incapaz de pensar en lo conveniente o inconveniente de sus actos cuando tiene entre sus manos el aparato de moda; ni que el ansia por conseguir imágenes le lleva a no molestarse en mirar lo que tiene frente a él si no es en la pantalla de su móvil, lo que resulta una manera muy tonta de perderse el mundo.
Pero no dejo de sentir cierta melancolía ante la medida. Imagino el silencio de los parques en que hubieran prohibido volar las cometas con las que los niños, todavía hoy, participan del planeo que tiene lugar al otro lado del hilo, vértigo sentido en las yemas de los dedos.
O imagino al alabardero de turno, ignorante y mal encarado, echando de la plaza a un Leonardo que cargara con sus prototipos, pájaros de tela y madera, rigurosos y visionarios.
-Se lo tengo dicho, señor da Vinci, que con esos artefactos espanta a las palomas y a las madonnas, y eso es malo para el turismo. La próxima vez no lo salva de la multa ni Ludovico el Moro.
Dejemos que vuelen los drones y sus dueños, aunque se enfaden los pumas. Necesitamos la fantasía que se despierta cuando nos alzamos sobre el horizonte, cuando dejamos de tener suelo bajo nuestros pies (aunque sea un mero truco) y de un vistazo acaparamos el paisaje imponente en que se desgranan millones de años de erosión y un minuto de asombro.
Sólo quien ama vuela, escribió Miguel Hernández.
Más de una vez he dado, quizás sin querer, la vuelta al verso para decir que es necesario haberse sentido en el aire para poder amar.
Tiemblo de emoción al pensar en los planos inverosímiles que nos habría dejado John Ford (arrullado por las baladas irlandesas que todas las mañanas desparramaba al acordeón alguien del equipo, no se sabe si Ken Curtis, y con las que se quedaba extasiado hasta que el cigarro le fundía en blanco) si se hubiera presentado en Monument Valley un ejecutivo del estudio y le hubiera ofrecido al viejo el extraño artilugio capaz de hacer volar una cámara entre los desaforados riscos. A través de la niebla de la resaca, el humo y su instinto para la poesía, Ford, estoy seguro, y tras escudriñar el visor, habría exclamado:
-Ahora puedo enseñar a esos cabrones la humanidad de las rocas. Duke, monta, que vamos a filmar una panorámica. Y que esta carga sea la última. Que no se nos mate nadie, que vamos justitos de caballos.
Y Wayne se subiría al penco sin entender nada, aunque tranquilo, porque ya había aprendido que los tuertos dan buena suerte; especialmente aquellos que de cuando en cuando se cambian el parche de ojo.
Nos dicen, con triste razón, que los aviones comerciales son una de las principales causas de contaminación. Ya son demasiados los reactores que dejan sus excrecencias en las capas más altas de la atmósfera, donde mayor es el daño. Ha llegado la hora de cortarles las alas, de limitar sus recorridos a aquellos que no admitan alternativa. Es, tal vez, cuestión de supervivencia.
Pero qué menos que sentir nostalgia por el cielo que se nos aleja tras siglos de fantasía y apenas cien años de aventura.
Lo que de verdad no entiendo es que prohíban esos vuelos mínimos (siempre me maravillaron las libélulas, apenas dos alitas y un timón de cola, sin más pista de aterrizaje que los cimbreantes juncos) cuando han permitido que un buitre anide en la Casa Blanca.
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