Venezuela y el renacer de la esperanza
En 2016 me fui de Venezuela y quien me impulsó a irme fue Leonardo Padura. Unos meses antes de tomar la decisión me estaba leyendo uno de sus libros. Un mastodonte de setecientas páginas titulado El hombre que amaba a los perros. El libro es extraordinario y Padura, como brillante escritor, sabe tenerte enganchado, pero lo que sentí fue mucho más allá del placer de la lectura.
Cada vez que abría el libro sentía que abría la puerta de mi propia historia, como si fuera una bola de cristal o la visión de un universo paralelo. Una cosa absurda tomando en cuenta que Padura narra en esa novela tres historias alrededor de la muerte de León Trotsky. ¿Cómo es que uno se puede sentir parte de algo como eso? Menos aún cuando hasta ese entonces mi conocimiento de la Unión Soviética era más bien escaso y como si me separara de aquello un universo de distancia.
Pero sí. Era cierto. Resonaba en mí porque de verdad en esa novela estaba mi propia historia. Mis emociones estaban ahí retratadas en ese relato que terminó aquí donde vivo hoy, tan cerca de la casa azul de Frida, uno de los primeros lugares que visité cuando llegué a México para ponerle carne, hueso y concreto a todo lo imaginado.
Fue ese libro lo que me impulsó a irme de Venezuela. En el fondo no quería irme. Me partía el alma y no sabía de dónde agarrarme para tomar la decisión. Desde hacía un tiempo ya la política se había adueñado de todo. Absolutamente todo. Eso es el totalitarismo, un peso aplastante que te arrebata el concepto de tu destino. Ya no te perteneces, sino que le perteneces al estado, al presidente, al discurso, al decreto. Todo es un regalo y los derechos se borran. Mantenerte libre de cárcel y vivo son los únicos objetivos que tienes bajo un sistema como el de Venezuela y es mucho más difícil de lo que parece.
Sobre todo porque un día te das cuenta que aunque sigues respirando estás medio muerto y que aunque vas por la calle estás medio preso. Eso fue lo que sentí cuando cerré el libro de Padura y por eso me fui de Venezuela. Para intentar salvar la media vida y la media libertad que me quedaba.
Desde que Chávez dio el primer golpe la política nos invadió. Renunciamos poco a poco a la voluntad. Al poder de decisión. Todo se volvió discurso, conceptos vacíos y miedo. Todo se volvió reaccionar y esperar a lo que decía o hacía el presidente y su gobierno. Y la confrontación. Siempre arrastrados en la confrontación. Aunque la violencia ganó terreno, porque no hay dictadura sin brazo armado, el campo de batalla por elección del chavismo han sido siempre las elecciones. Una movida magistral y perfecta.
En primer lugar porque la comunidad internacional no ponía peros a las elecciones y sus resultados, como si democracia fueran solo elecciones, pero además porque era un campo de lucha psicológica. El que vota siempre tiene la ilusión de ganar, porque nos convencieron que el método electrónico hacía la trampa imposible, porque un par de veces la oposición, siempre desarticulada, logró superarse a sí misma y vencer, como pasó en el 2007 cuando Chávez perdió el referéndum y en el 2015 cuando perdió la Asamblea Nacional.
La realidad era que las elecciones eran un trámite, en esas ocasiones en que el chavismo perdió los resultados no fueron respetados y nos demostraron cómo controlaban todo. Chávez no respetó el resultado del 2007 y aprobó por decreto lo que había negado el referéndum, incluida la reelección indefinida del presidente, uno de los puntos más controversiales.
A partir del 2015 la constitución fue casi letra muerta para el régimen ya en cabeza de Nicolás Maduro y la Asamblea Nacional fue perdiendo poco a poco sus competencias, en lo que fue una especie de golpe de estado continuado que culminó en la proclamación de una Asamblea Nacional Constituyente nombrada al margen de todo el ordenamiento jurídico venezolano.
No es una historia que se pueda contar en dos, tres párrafos, tal vez no haya ni mil páginas que puedan contar lo sucedido en Venezuela en los últimos años. Pero así llegamos a mayo del año pasado, con dos asambleas, con una crisis humanitaria sin precedentes en América Latina, con más de cuatro millones de exiliados y aunque fue polémico porque muchos venezolanos todavía argumentaban por una batalla electoral más, al final la gente se abstuvo y Maduro ganó unas elecciones al mejor estilo de Corea del Norte.
Para el mundo fue imposible no tomar en cuenta el proceso, pero para los venezolanos pasó algo todavía más importante: por primera vez, aunque el chavismo se declaraba ganador de las elecciones, no teníamos esa sensación de desesperanza, de fin, de desastre. Eso que Timothy Snycer llama "política de la inevitabilidad", una especie de coma inducido en el que queda la sociedad después de que la aplastan.
Así nos dejaban las elecciones, aunque los titulares de prensa dijeran otras cosas. Los días más raros, más solitarios, más muertos, eran los días después de las elecciones. Pasabas por la ciudad y era como si hubiera llegado el invierno nuclear.
Dice un profesor de Harvard llamado Marshall Ganz que la esperanza es la diferencia entre creer en lo posible y lo probable. Cuando terminé el libro de Padura sentí que lo probable era el escenario más oscuro. Que lo que me quedaba de vida, la vida del alma, de los sueños, el motor de una existencia con propósito y plena, quedaba enterrada bajo el peso del totalitarismo. Muchos dejamos de creer en lo posible y yo fui una de ellos. La posibilidad de libertad se había apagado para mí.
Cada vez que abrazaba a mis papás sentía que la posibilidad de verlos vivir, de tenerlos cerca, de abrazarlos, de verlos ser abuelos, de tenerlos como padres, de existir junto a ellos ya no existía. Lo mismo con mis amigos, con mis compañeros de vida, con los sueños de tener una librería en Caracas, de vivir sintiendo las brisas del Mar Caribe. Tan lejos como el horizonte cósmico. Ya ni recuerdos porque hasta eso se había quedado en el mar congelado de lo imposible.
Ayer cuando Juan Guaidó hizo juramento eso fue lo que nació. Lo posible. Así como de pronto el sol se cuela por unas persianas mal cerradas, así fueron esas palabras. Y lo más absurdo de todo es que a pesar de lo mucho que uno siente, admira y aprecia su valentía, hay en este proceso algo más fuerte, como que es el deseo, la lucha el despertar de la esperanza de millones.
No sé qué pase. No sé si puedo en este momento sentarme a hacer una análisis político porque estoy todavía sintiendo y dejándome sentir esto que es como tocar la luz. Es que siento de pronto que así como la vida un día me hizo aprender lo que es borrarse del mundo, ayer me enseñó lo que es el renacer de la esperanza. Y es que aunque las dictaduras son fuerzas aplastantes e inmensas, cuando renace la esperanza uno siente que no necesita armas y que es invencible.
Esa parte de mí que estaba medio muerta quiere volver a la vida. Tal vez Leonardo Padura pueda escribir un libro sobre esta historia.
Este post se publicó originalmente en el HuffPost México.