El veneno como arma de guerra: Navalny no es la primera ni la última víctima
Un supuesto té letal tiene al mayor opositor a Putin en un hospital alemán. Antes de él, otros muchos pagaron su enemistad con Moscú.
Los sanitarios alemanes lo afirman, pero los rusos lo niegan. ¿Ha sido Alexei Navalny víctima de un envenenamiento? Todo son especulaciones, sospechas e incertidumbres en el caso del mayor opositor que batalla hoy contra el presidente de Rusia, Vladimir Putin, y que se encuentra en un hospital de Berlín “luchando por su vida”.
Navalny estaba en un avión cuando comenzó a sentir dolores, empezó a gritar sin consuelo y tuvo que ser evacuado en camilla, sin sentido. Su equipo sostiene que un té envenenado fue el culpable de su estado.
“Los resultados clínicos indican intoxicación con una sustancia del grupo de los inhibidores de la colinesterasa”, ha explicado el hospital berlinés. Los efectos tóxicos han sido confirmados en varios laboratorios independientes, pese a que no se puede poner nombre concreto al agente, por ahora. Usado contra el Alzheimer, en dosis altas pueden llevar a una permanente e incontrolable tensión muscular, al impedir el funcionamiento correcto de los nervios.
Pero Navalny no es, ni será, el último sospechoso de haber sucumbido al efecto de un veneno, administrado, colocado, rociado, inoculado por un enemigo. El veneno es un arma contra el adversario político, desde que el mundo es mundo (sumerios, egipcios, chinos), que sencillamente se adapta a los nuevos tiempos para ser letal y no dejar huella. Como siempre.
En el caso de Rusia, la lista de supuestas víctimas es realmente notable, como ha publicado Tom Parfitt, corresponsal de The Times en Moscú. La mayoría, indica The Guardian, “parecen haber sido víctimas de un laboratorio secreto especializado en la elaboración de venenos y establecido en Moscú por Vladimir Lenin en 1921”, que luego ha manejado la KGB y su sucesora, el FSB.
Los casos más llamativos, los que parecen sacados de una novela de John le Carré, datan de la Guerra Fría. Iban a por todas contra agentes sospechosos de colaborar con Occidente. Y de la forma más original. En 1959, por ejemplo, fue asesinado líder nacionalista ucraniano Stepan Bandera y para ello se empleó cianuro -hasta ahí, un clásico-, pero que estaba en una pistola, escondida en un periódico -esa es la parte novedosa-.
Dos décadas más tarde, en 1978, el destacado escritor y disidente búlgaro Gueorgui Markov caía fulminado mientras esperaba un autobús en Londres, junto al puente de Waterloo. Alguien pasó a su lado y, ay, notó en la pierna el picotazo de la punta de un paraguas. Nada más común en una ciudad tan lluviosa. Pero el golpe le había dejado incrustado un perdigón de metal con ricina y el roce fue mortal. En ese momento, trabajaba en la BBC y era muy crítico con el gobierno de su país, que habría decidido deshacerse de él, pidiendo ayuda técnica al KGB.
Las dos décadas siguientes fueron más tranquilas, más ocupados como estaban los soviéticos en contener un edificio que se hundía y, luego, en el deshielo con sus adversarios y la entrada en una nueva era de relativo entendimiento -aunque los rusos siguieran siendo los malos en las películas norteamericanas y a la inversa-. Con la llegada al poder de Vladimir Putin, en 2000, volvieron las sospechas.
Así, en 2004, murió Roman Tsepov, guardaespaldas del propio Putin en San Petersburgo en los años 90 del pasado siglo. Al parecer, había bebido un té extraño -como Navalny- en una oficina del FSB, donde estaba visitando a unos colegas. Los vómitos, la diarrea y la caída en picado de glóbulos blancos acabaron con él. La autopsia detectó en su cuerpo un material radiactivo no especificado.
También en ese año, y tras tomar un té en un avión a Rostov, se desmayó y perdió el conocimiento la periodista Anna Politkovskaya. Era una de las firmas críticas más reconocidas de Rusia. Aunque logró vivir, no superó los tiros que la mataron en su barrio de la capital rusa, dos años más tarde. Hay cinco condenados por ello.
2004 fue un año cuajado de veneno: es el año en que fue atacada una de las víctimas más conocidas, Viktor Yushchenko, que había sido primer ministro de Ucrania y en ese momento se encontraba en la oposición, en contra del presidente Leonid Kuchma. Tras un intento de asesinato en su contra a finales de 2004, durante la campaña electoral en la que peleaba por la presidencia se confirmó que había ingerido cantidades peligrosas de TCDD, la dioxina más tóxica que se conoce.
Tras meses de intenso tratamiento, logró recuperar la salud, pero su rostro desfigurado es un claro recuerdo del poder del veneno. Se cree que pudo recibir s dosis en una cena con un grupo de funcionarios ucranianos.
Menos suerte tuvo Alexander Litvinenko, exagente de la KGB, muerto en 2006. Tras abandonar el espionaje, se convirtió en un conocido crítico de Moscú y de Putin en particular. Tras 10 años de investigación, se determinó que dos asesinos, Dmitry Kovtun y Andrei Lugovoi, se reunieron con Litvinenko en el hotel Millennium de Londres. Eran antiguos compañeros de Inteligencia, contactos de negocios y “amigos”. Allí, la víctima tomó té verde con polonio 210, radiactivo. Comenzó a tener vómitos descontrolados, se le cayó el pelo de golpe y su debilidad fue inmediata. Agonizó durante tres semanas.
El Kremlin negó toda relación con el caso. “Hay indicios que permiten concluir que este fue asesinado por agentes de los servicios de inteligencia ruso en una operación “probablemente aprobada [...] por el presidente Putin”, dijo el juez Sir Robert Owen, pese a ello.
La huella rusa no se encuentra, de nuevo, hasta marzo de 2018. Reino Unido es el escenario, otra vez, de un ataque a un exespía. Otros dos agentes fueron enviados a Londres para acabar con Sergei Skripal. Jubilado en ese momento, había sido un agente doble, trabajó para Rusia y para el MI6 británico. Se sospechaba que aún colaboraba con los espías ingleses. Los dos hombres enviados a la misión eran coroneles de la inteligencia militar rusa que manejaban identidades ficticias: Anatoliy Chepiga y Alexander Mishkin. Decían ser turistas.
En esa ocasión, se usó un agente nervioso llamado novichok, de fabricación rusa. Se colocó en el pomo de la puerta de entrada de la casa de Skripal, en Salisbury, e hizo su efecto no sólo en Skripal, sino también en su hija, Yulia. Tras ir a un centro comercial a comer, fueron hallados inconscientes en un banco público. Tras algunos días de tratamiento, ambos sobrevivieron.
Sin embargo, sí murió una señora de 44 años, Dawn Sturgess, que nada tenía que ver con Rusia pero que había estado expuesta al agente, junto a su marido, que se salvó. Las investigaciones de la Red Nacional de Policía Contra el Terrorismo aseguraron que la pareja tocó con sus manos un objeto contaminado de novichok. El caso acabó con una guerra diplomática entre Moscú y Londres, más algunos aliados, que acabó con la expulsión de 150 diplomáticos.
Más allá de Rusia
El veneno no sólo es usado por Rusia. En tiempos recientes, hay dos casos llamativos, uno por sus consecuencias y otro porque el origen quedó muy en evidencia, que implican a Corea del Norte, EEUU, Israel y Palestina.
El más reciente es el asesinato, en 2017, de Kim Jong-Nam, hermanastro por vía paterna del dictador norcoreano, Kim Jong-un. En el exilio desde 2003, considerado durante años el heredero de Kim Jong-il, murió envenenado en el aeropuerto de Kuala Lumpur, en Malasia. Viajaba a Macao bajo el seudónimo de Kim Chol y al principio su caso fue tapado. Tras múltiples análisis, se supo que había sido víctima de un arma química considerada entre las más potentes del mundo, el agente nervioso VX. Los restos estaban en su cara.
Fueron identificados y detenidos un químico norcoreano y dos mujeres, una indonesia y otra vietnamita. Finalmente, se determinó que Siti Aisyah, la mujer de nacionalidad indonesia, fue la autora material al acercársele por detrás y colocarle en el rostro un pañuelo impregnado con la sustancia. Declaró que fue contratada por un grupo de hombres, que identificó como “coreanos o japoneses”, para “gastarle una broma televisiva” de cámara oculta a la víctima. Los lazos con la CIA, los servicios secretos estadounidenses, podrían haber sido el motivo de su asesinato.
20 años antes, en 1997, Israel quiso matar a Khaled Meshal, líder de Hamás, sin conseguirlo. Quería vengarse de una serie de atentados en Jerusalén y su influencia en los territorios ocupados. El Mossad, por orden del ya entonces primer ministro Benjamín Netanyahu, mandó a 10 agentes con pasaporte de Canadá a Jordania, donde entonces vivía su enemigo. Entraron en la casa en la que vivía, mientras estaba durmiendo, y el inyectaron veneno en el cuello.
Las autoridades jordanas descubrieron el intento de asesinato y arrestaron a dos de los espías que estuvieron involucrados en el ataque. Al verse descubierto el pastel, el caso tuvo una enorme repercusión internacional, con queja formal del entonces rey Hussein de Jordania. Israel, al final, se vio obligado a entregar el antídoto, a regañadientes, por mediación del presidente de EEUU, Bill Clinton.
Meshal se recuperó al tomar ese antídoto, que le valió la libertad además a los dos agentes israelíes. Jordania logró, de paso, que saliera de la cárcel el jeque Ahmed Yasín, fundador y líder espiritual de Hamás, que estaba cumpliendo una cadena perpetua en una prisión israelí. Fue asesinado en 2004 en una operación aérea de Tel Aviv en Gaza. Meshal sigue hoy en la cúpula del grupo islamista, supuestamente en Siria.