Una sortija de plata
Un cuento veraniego.
-Witamy Uśmiechnij się Najgorsze stało się. Uśmiechnij się Tu zaczyna się twoje nowe życie... Bine ai venit. Zâmbet. Cel mai rău lucru sa întâmplat. Zâmbet Aici începe noua ta viață...*
Los desgraciados que bajan de los vagones atienden, esperanzados, las indicaciones de su anfitrión, el hombre alto, rubio y de ojos distantes, cuya sonrisa les hace creer sus palabras. Incluso olvidan que en los vagones han quedado los cadáveres de los que no han podido resistir días sin agua, sin comida, ateridos de frío y soportando sus propias heces pegadas a la ropa. Los hombres se arreglan el nudo de la corbata; las mujeres, su peinado. Todos componen los abrigos de los niños, les limpian con saliva la suciedad del rostro...
Y sonríen mostrando sus dientes sucios entre los que resalta el brillo de las prótesis de oro.
-Cuida siempre tus manos – insistía su padre al levantar el cierre cada mañana- Cada vez que sacas una muela, tu pericia puede evitar el dolor. Hay que huir siempre del dolor. Piensa en las manos de la partera o del veterinario, que consiguen vida con un leve giro de la muñeca- y giraba las suyas con la habilidad del hipnotizador que le fascinó una noche con sus sombras chinescas- O la inmediatez con la que mueren conejos y liebres si se le sabe dar el golpe en la nuca -y segó el aire- Las tuyas... en eso has salido a tu madre... las tuyas las envidiaría un pianista: firmes, delicadas, de largos dedos... Esos te permitirán llegar lejos; por lo pronto, hasta las muelas del juicio -y esbozó una sonrisa mientras pinzaba con los suyos el aire- Con unas manos como las tuyas, no tendrás que recurrir al hilo y al tirón. Piensa en tu primo Hans, que fabrica cometas capaces de volar en los días calmos; o en Ludwig, que más de una mañana nos ha despertado tocando la flauta que se ha hecho con una simple caña
Johann retiraba las bacinas repletas de algodones ensangrentados mientras procuraba no perder ni una de las palabras con que su padre le inculcaba el oficio; palabras que ni siquiera dejaba de pronunciar cuando contaban los miles de devaluados billetes con los que apenas alcanzaban para llenar los platos.
Aunque en el momento de cerrar, cuando alzaba la vista hacia el final del valle y contemplaba las mortecinas luces de los pueblos que ya no eran austriacos, callaba, y permanecía en silencio hasta sentarse a la mesa en la que habían dispuesto las pocas y pobres viandas compradas en el regreso. Nadie los esperaba. Su madre había muerto antes de que Johann pudiera guardar siquiera un recuerdo de ella.
Hasta el cigarrillo que fumaba el anciano tras la cena, por el que había pagado un precio desorbitado en el avaro mercado negro del pueblo, olía a tristeza y a vergüenza.
Quizás fue la vergüenza la que mató a su padre con tanta celeridad.
Johann hizo la maleta en cuanto volvió del entierro. Subió al tren con el traje de luto aún puesto y no se lo quitó hasta que cerró la puerta del cuarto en la miserable pensión berlinesa que pudo permitirse.
Barría y fregaba el suelo; ordenaba las cajas de la trastienda; llevaba las compras a los acaudalados clientes, soportando que los porteros le obligasen a subir por las estrechas y oscuras escaleras de servicio; volaba por las aceras cargado con los cafés que Benjamín Bardayán le encargaba constantemente; y, sobre todo, limpiaba el escaparate. Una y otra vez, cubo en mano, repasaba el cristal mientras el viejo escudriñaba desde el interior en busca de una mota, una lágrima de agua jabonosa o un insecto errabundo.
Bastaba con que Bardayán desviara la mirada de la bandeja que enseñaba a señoronas desmedidas o a libertinos que masticaban su puro mientras jugaban con los diamantes, para que Johann entendiera que de nuevo tenía que salir a limpiar manchas imaginarias. En cuanto los clientes se marchaban, debía repasar los mostradores con una gamuza, para volver de inmediato al escaparate.
-Ya estás aprendiendo el oficio – le decía el sefardí cuando le entregaba la poca paga semanal - aunque no lo creas. Es imprescindible hacerse con el ambiente de una joyería antes de tocar las piezas. Has de entender lo que significan para nosotros y para ellos. Y para eso hay que pulirte.
El viejo hablaba en un alemán entreverado de expresiones ladinas y palabras malsonantes extraídas del español aprendido en sus viajes a Córdoba, y que utilizaba sobre todo para discutir con Herminia, su mujer, los precios de las piezas que vendían sin que los clientes los entendieran.
Limó el aire con las manos y a Johann le vino a la cabeza la imagen de su padre afilando la navaja contra el cuero gastado.
-Hay que pulirte, chaval. Aún no sabes distinguir un diamante de un trozo de cristal. Confundes el oro con el bronce y la plebeya alpaca con la plata.
Bardayán se acercó a la caja fuerte y la abrió, agrandándose sobre ella como si quisiera ocultar la rueda de la clave (“Sobran las cautelas, que no soy Houdini” pensó Johann ante el miedo del viejo) para extraer un lingote de oro que puso ante sus ojos.
-Con la alquimia de la paciencia haré de ti esto. Oro puro. Admíralo, huélelo, tócalo. Aquí abajo, éste es el verdadero Dios.
Johann pasó la yema de los dedos por el lingote en el que percibió una frialdad insana y unos signos grabados en un lenguaje ajeno.
Ese instante, como aquel en que vio, por primera vez, a su padre extraer un colmillo rebelde, lo persiguió durante años. Creyó revivirlo cada vez que sujetaba a la silla uno de aquellos brazos de alabastro marcados con tinta.
Como le ocurriera a su padre, tan sólo podía distraer dinero de aquel ridículo sueldo para un cigarrillo que fumaba antes de acostarse, tras cenar los restos de carne que arañaba de las fuentes que Bardayan exhibía en un aparador de su casa.
Cigarrillo a cigarrillo, paga a paga, llevaba ya siete años manteniendo el escaparate impoluto, sin más distracción que los paseos con Heinz, un primo lejano que lo había acogido en su casa y que de vez en cuando lo invitaba a una jarra en alguna cervecería de las afueras.
-No entiendo cómo eres capaz de trabajar para un judío. Tú, mi primo. Para un judío.
-Toma un cigarrillo. Anda. El humo, la cerveza y las salchichas las paga el dinero de un judío. El dinero, entérate, no tiene raza.
En ocasiones compartían bebida y conversación con algunos compañeros de Heinz, después de haber contemplado cómo estos formaban y marchaban, ensayando el futuro en campo abierto. En el primer brindis, el trueno que restallaba “¡Heil Hitler! seguía al relámpago de los brazos pardos alzados al unísono.
Cuando Bardayán abría la caja de habanos para obsequiar a algún aristócrata, Johann asociaba la hilera de cigarros, rojizos y uniformes, con el laberinto de afiladas lanzas que formaban aquellos brazos desafiantes.
Cada vez que se cruzaba con Herminia en la trastienda sentía cómo se erizaba todo el vello de su cuerpo, cómo la piel de la nuca peleaba por despegarse de la carne. Para él no era más que un cuerpo, pero un cuerpo definitivo, curvo y firme, que temblaba sobre los zapatos de tacón y mostraba su carne tersa por el escote del vestido. Un cuerpo que exhalaba un olor dulce y febril, semejante al que al que rodeaba la panadería de su pueblo; un olor oscuro e interminable. Las pequeñas bolsas bajo sus ojos y las arrugas alrededor de sus labios lo llamaban constantemente.
Llegó a pensar que todas sus palabras, incluso las que susurraba a su marido cuando creía que Benjamín estaba tratando demasiado bien a los clientes, no buscaban sino excitarle, llamarle a la penumbra de los pasillos. Palabras líquidas que llevaban hasta él la serosidad de su carmín rojo. Palabras que se convertían en insultos cuando era el viejo Bardayán el que las recibía y no él.
Palabras que se transformaron en una risa desganada cuando Johann se confesó ante ella en la trastienda, mientras el viejo mostraba sus bandejas a un ricachón de su sucia raza y a la furcia que llevaba colgada del brazo.
-Mira, pequeñín. No sé de dónde has sacado esa idea, pero mejor será que la vayas olvidando. Voy a hacerte el favor de fingir que no he oído semejante estupidez. Así que ya puedes seguir ganándote el sueldo.
En un primer momento no fueron más que gritos aislados y carreras lejanas; de vez en cuando, el claro martilleo de las botas en la carne. Luego llegaron los disparos, el estallido de los cristales y la humareda de los incendios. La noche confundía los rezos con los cánticos de guerra, las súplicas con las maldiciones, las lágrimas con los escupitajos.
Johann atravesaba los disturbios con indiferencia, sabedor de que su estatura y su cabello rubio lo mantenían a salvo. No sentía lástima por los apaleados, por los ahorcados, por los apuñalados. De alguna manera, pensaba, la sangre y las antorchas estaban limpiando de escoria las calles berlinesas.
Sin notarlo, llegó hasta la joyería de Bardayán. Los grupos de asalto habían respetado el local y se habían limitado a pintar una estrella amarilla sobre la fachada. Quizás la falsa humildad del negocio, en el que hasta el rótulo era modesto, tan sólo la oscura palabra HerBen (“estamos unidos hasta en el nombre -decía el viejo- tú eres el único al que hemos admitido en esta familia”) y una vieira cincelada que algún día fue ámbar, los había disuadido de la destrucción. Inconscientemente, Johann cogió uno de los adoquines y lo estrelló contra el escaparate. Pensó que no habría en toda la ciudad esquirlas más brillantes que aquellas.
A la mañana siguiente no fue a trabajar. Apenas había amanecido cuando entraba, eufórico y acompañado por su primo, en la sede del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán y firmaba la hoja de afiliación mientras explicaba que estaba harto de ser criado de la basura judía. Mientras recitaba el juramento de lealtad al Führer, se imaginó a Herminia arrodillada frente a él.
Su labor era sencilla: obligarles a que abrieran la boca, separar a los que cumplían los requisitos, organizarlos en una fila y llevarlos hasta el barracón en que eran intervenidos. Luego, anotar las cantidades en el cuaderno de contabilidad y entregar los estadillos al encargado de la sección.
Aunque, de cuando en cuando, llevaba a uno de aquellos judíos a un despachito apartado donde el sargento Kleiss, el zafio renano con el que se había asociado, los ataba a la silla de parturienta que habían requisado en una clínica de la ciudad cercana, y les arrancaba los dientes de oro que se repartirían entre ambos más tarde. Un breve hálito de éter por única anestesia, lo justo para que no se movieran en exceso.
Si Kleiss estaba borracho de vodka, lo que solía suceder ya a las diez de la mañana, les regalaba un chorro de la botella en la boca sanguinolenta. El escozor removía a aquellos despojos al tiempo que el alcohol los relajaba. De vez en cuando palmeaba el hombro del judío y ladraba una risa entrecortada:
-A ti te dejo escupirlo, que me has caído bien.
Los desgraciados eran devueltos a la fila de los trabajadores sin que nadie en el campo notara el desfalco.
-Te gustan gordos -le asaltó en cierta ocasión uno de los guardias.
Y era cierto. Los más opulentos le aseguraban una mejor cosecha.
-No te enfades -continuó el soldado- A mí también. Arden mucho mejor.
Pocos días más tarde, las únicas pruebas del hurto se consumirían en el horno, junto con las demás bestias.
Por las tardes, Johann abría longitudinalmente una pluma de jibia y vaciaba en el centro un pequeño rectángulo. A continuación, volvía a cerrarla apretando con alambre tras asegurarse de dejar un orificio por el que poder verter líquido en el molde formado.
Fundir oro no es muy difícil. Basta un pequeño soplete de gasolina y disponer de una solución de bórax que actúe como fundente. Del crisol en que borboteaba la sopa de Midas que ambos se repartían, Johann dejaba caer en su improvisado molde pequeños hilillos aprovechando el sueño etílico de Kleiss.
Cada tarde, se retiraba a su vivienda con una delgada y maleable lámina que podía esconder sin mayor dificultad.
Cuando el dependiente de la droguería le preguntó para qué quería tanta jibia, le respondió que se dedicaba a criar canarios.
Cuando supo de la derrota de Von Paulus, Johann comprendió que el Reich estaba condenado, y con él todos los que lo habían convertido en su medio de vida. Bastaron unas pocas conversaciones en la cantina, mientras apuraba jarra tras jarra de cerveza y fumaba en cadena los cigarrillos que requisaba en el andén, para confirmar que no era el único que pensaba así. De poco servían las acusaciones de derrotismo y las amenazas que bramaban los oficiales fanáticos. Ni siquiera el fusilamiento del teniente Brandt, que, borracho, había recorrido el campo gritando consignas de rendición en ruso, pudo detener las cada vez más groseras declaraciones acerca del futuro.
En pocos meses, Johann logró un pasaporte falso, una identidad limpia de sospechas y unas pocas direcciones de utilidad. Tuvo que sacar de la fila a unos cuantos judíos más y arrancarles las piezas sin que su compinche se enterase. No le costó esfuerzo; a esas alturas, aquellos pedazos de carroña habían aceptado su destino y, con lucidez, se dejaban hacer, comprendiendo que sólo la sumisión podía ya salvarlos.
Aunque a los últimos les descerrajó un tiro para ganar tiempo.
Contó su historia a los soldados americanos a los que se entregó; a los gendarmes de la Francia liberada que tanto tenían que callar; la historia de un seminarista suizo cuya fe se había resquebrajado tras cinco años contemplando el horror y la miseria que llevaban por equipaje los pocos refugiados que podían entrar en su blindado país. Un desdichado seminarista suizo que quería marchar a la Argentina para iniciar una nueva vida lejos de la pesadilla aún humeante que era Europa.
Tan sumiso era su personaje que ni siquiera respondió al gendarme francés que le había escupido mientras le llamaba cobarde.
-¡Tú y todos los de tu puto país! ¡Siempre con retraso en la guerra! ¡Así os revienten las tripas para que os las peguéis con el esparadrapo ese que tenéis por bandera! ¡Tú y tu cara de no haber roto nunca un plato, meapilas!
Subió al barco fingiendo el dolor de estómago que le permitió disimular las láminas de oro pegadas al cuerpo. Instalado en su camastro de tercera clase, le costaba apartar la mirada de la boca de unos gitanos rumanos que reían y cantaban sin razón ni motivo.
Más fácil fue trabar relación con unos emigrantes, campesinos salidos de la oscuridad. Así supo que la abuela de aquel grupo no llevaba más equipaje que un hatillo de ropa y un taburete al que había confiado su único sueño: sentarse durante el crepúsculo en la puerta de la casa que lograran tener para beber un café y contemplar el pasado.
Ninguno de ellos se subía nunca las mangas a pesar del calor húmedo del camarote común o del sol cada vez más presente a medida que atravesaban paralelos.
Por suerte para él, no recordaba que hubieran pasado checos por su campo.
Apenas fue capaz de entender que la vieja bajara del barco en Recife sin más bagaje que el taburete de madera oscurecida.
-No ha habido manera de convencerla. Dice que cualquier lugar es bueno para encontrarse con la muerte, y que prefiere tener tierra bajo los pies cuando le llegue el momento.
El infeliz seminarista suizo encontró trabajo como pasante en una oficina de contabilidad. El sueldo no era mucho, pero aquel joyero que consumía su tiempo encorvado en un cuchitril de Belgrano se había avenido a comprarle el oro de las pocas joyas de la familia que había llevado consigo.
Frente a la tristeza que había atravesado en Alemania y Francia, la alegría de aquel país en el que había contemplado sonrisas, bocas francas y frescas como bahías por primera vez en muchos años, lo atrapó sin remisión. Su plateado nombre resultaba exacto, aunque también pudiera haber sido llamado Diamantina o Aurífera.
Tanta mentira se iba volviendo verdad con el tiempo. Johann repitió su historia inventada a todo el mundo hasta llegar a revivirla. Tan sólo cuando llevaba una lámina al joyero le invadía un cierto resquemor, que se deshilachaba en el momento en que el viejo sacaba una navaja del bolsillo y trazaba una muesca en el metal para que la gota de ácido rey delatase la calidad del oro.
También Luisa escuchó y creyó su fuga a través de Europa.
Ella era la primera mujer a la que había sentido cerca. No tenía en cuenta, por supuesto, a las bestias desnudas que lloriqueaban por su vida o por su boca, en la que tantas veces se había descargado tras limpiarlas de metal. Siempre había resuelto sus impulsos sexuales en la animalidad de las prostitutas o de las reclusas. No supo lo que era una caricia hasta que Luisa llevó la mano a su mejilla por encima del velador del café al que él la había invitado.
A la mañana siguiente de haber pasado la noche con ella, se acercó a Belgrano, a comprar una sortija.
-De oro, supongo, que la ocasión lo merece -le espetó el viejo encorvado.
-No quiero oro. No me deja dormir. Que sea de plata y con un brillante.
El joyero rio. En su carcajada había furia, desesperación.
-No tienes ni idea del tiempo que llevo esperando este instante. El instante en que has rehecho tu vida y eres feliz. No necesité encontrar esquirlas de hueso en las láminas. Ya había reconocido tu voz.
Del bolsillo del chaleco sacó la navaja. Brillaron las aristas en el aire. El susurro del pulgar recorriendo el borde se convirtió en un fragor de tempestad.
-La recogí en tu oficina del campo cuando los rusos nos liberaron. Y la he guardado y cuidado pensando en este día. Tranquilo, tiene buen filo. Tan sólo mi sonrisa está mellada.
Con un movimiento que Johann no llegó a percibir, el viejo le hundió la hoja en las tripas.
*Bienvenidos. Sonreíd. Lo peor ha pasado. Sonreíd. Aquí empieza vuestra nueva vida (en polaco y rumano)