Una espuerta de cal ya prevenida
"Siempre preferiré las banderillas del peón a las del maestro".
Dicen que a esta Feria de San Isidro la están salvando los banderilleros.
Y por lo que he podido ver en la plaza (pocas corridas y casi ninguna completa, que no puedo dejar huérfanas mis sartenes más allá del cuarto) el veredicto de los expertos resulta dolorosamente certero.
Dolorosamente, sí.
Urdir la elegía por la tauromaquia es tentador para el gacetillero que todos llevamos en un rincón del alma; yo mismo la he entonado otra vez no hace mucho, para demostrarme a mí mismo que no me asusta la portagayola y para contradecir a Manuel Vicent. Pero lamentar la decadencia de la fiesta mientras se culpa de esta al lucero del alba y no se ven las vigas en el ojo del morlaco, del matador, de la autoridad y del público en general, roza la inconsciencia, cuando no el cinismo.
Entre animales genuflexionantes que no justifican su salida al ruedo, toreritos de Lladró que parecen haber olvidado que torear consiste en dominar a la bestia, no en hacer piruetas cuando ya han pasado las astas, comisarios (de cuya competencia en su labor policial no dudo) que se dejaron el reglamento en la misma gaveta que el librillo nacarado de la primera comunión, y un sector del respetable que no escarmienta y se empecina en aupar figuras cuyos méritos están fuera de la plaza, bastante está durando el entramado industrial que llamamos “toros”.
(“Isidros” llamaban antaño a esta gente endomingada y a granel, en honor al santo que, mientras araban sus ángeles de brega, mendigaba subvenciones)
Y, en medio del sindiós en que en demasiadas ocasiones se convierte la lidia, atentos a cumplir con su cometido, conscientes de que la primera bronca por los pecados de otros les va a caer a ellos, están los subalternos, proletarios de lentejuelas, avispados y supervivientes, a los que no se les permite más gloria que quitarse la montera para agradecer los aplausos que tantas veces se ganan con la dignidad del currante.
Se cuenta que, en un tiempo lejano y sepia, más de un encumbrado en oro sugería el fracaso en las banderillas por miedo a que le restaran protagonismo.
Por suerte, la mayoría de los de luces (qué bendición que, al fin, se valore y ensalce al picador, que antaño pasaba más desapercibido en los carteles que el guionista en los créditos de la película) son gente sensata y respetuosa que alienta el triunfo de quienes no tienen nada que ganar.
¡Cuánta admiración y cariño he sentido siempre por los banderilleros, príncipes del toreo que no aspiran a reyes, por más que a veces mueran como tales!
Y siempre preferiré las banderillas del peón a las del maestro. Salvadas las honrosas excepciones, los adornos que este último derrocha como sal y aceite sobre una onza de chocolate, frecuentemente terminan cuando la cara del toro pasó hace mucho.
Y, aun así, la gente aplaude.
El banderillero, por el contrario, va directo en busca de esa fracción de segundo en que su cuerpo recibe el susurro de las astas, cercanas como una amante, desnudas como un enemigo, con la vista fija en el morrillo en que ha de clavar su geiser de colorines. Y, a sabiendas de que el olivo es para Penélope, busca sin aspavientos ni prisa la sombra del burladero.
Si la gracia lo acompaña, los del tendido agradecemos ese segundo de ingravidez sobre el peligro, la violencia del cuerpo convertido en látigo, la salida airosa del bailarín que deja atrás la muerte con un jeté orgulloso y discreto.
Si la suerte le es esquiva, pitaremos, que para eso hemos pagado, pero sin saña. Siempre se ganan su jornal con creces, aunque no se luzcan. Y pocas cosas hay más humillantes para un banderillero que recoger del ruedo media docena de acerados claveles que erraron el blanco.
A las banderillas se las conoce también por avivadoras, pues su labor es despertar al toro tras la sangría de la pica. Y más les valdría a las figuras aplicarse su ración de viveza y volver a la práctica del quite, ya casi desaparecida. Quizás porque en esa geometría de espacios cambiantes, en esos lances de bautismo, se descubren las virtudes del toro y las carencias técnicas y teóricas del matador.
Aunque desaparezca la fiesta, quedará toda la riqueza léxica que ha regalado al español. Aunque ya hay quien se pregunta qué queremos decir cuando decimos “estar al quite”, por más que bien sepamos que vivir es defenderse.
Hasta la ardua tarea de quitarle el toro al caballo y devolvérselo queda ya para los de plata, con los que comparto vestimenta cada vez que desescamo un mero jurásico.
Federico García Lorca, que cumple ciento veinticuatro años este domingo (lo mataron y no pudieron acabar con él) fue asesinado con dos banderilleros y un maestro. El poeta que supo ser pueblo tuvo, al menos, el consuelo de morir con los suyos.
Para Ruiz, Valdés, los que ustedes ya saben y los del pelotón, queda toda la vergüenza. Valentones de trapo sucio y estocada caída.
Para el Cabezas, el Galadí (también para el bueno de don Dióscoro) y para todos los banderilleros, siempre habrá una espuerta de cal ya prevenida.
La de su dignidad insobornable.