Un tiro por la espalda
En el Oeste, entre la verdad y la leyenda, siempre se imprime la leyenda.
Los queríamos.
Y, de alguna manera, todavía los queremos.
Y seguimos pensando que los vaqueros y los sheriffs de las películas del Oeste han encarnado mejor que nadie el ideal del héroe: tipos de una pieza, capaces de vislumbrar con rapidez dónde se encuentran la razón y la justicia y de defenderlas con decisión, puños de piedra y puntería legendaria.
Las balas que escupía el rifle de John Wayne siempre atravesaban el mal. Incluso supo frenar su venganza por el amor perdido para salvar la inocencia, o dejar que su amor y su leyenda se fuesen con otro en nombre de la democracia.
Jamás James Stewart desenfundó el revólver sin estar seguro de que disparaba con la ética de su parte.
Hasta Alan Ladd supo cuál era el lado correcto, el del trabajo duro y honrado que termina el día con un trozo de tarta de manzana, y que vale la pena morir por preservarlo. Todo se lo perdono por la manera lenta y definitiva con la que se sube al caballo y se marcha del valle en el que su Colt ha terminado con el señor feudal.
De nada sirvió la violencia de Peckinpah, en cuyas películas el romanticismo lograba que la sangre compartiera color con el crepúsculo.
Ni el cinismo de Leone, al que me cuesta tomarme en serio en demasiadas ocasiones.
Sigo viendo en el vaquero al caballero andante, al compañero de armas fiel y risueño, al aventurero dichoso.
Como si no hubiera aprendido a estas alturas que la realidad tiene poco de película y mucho de podredumbre.
Perdidas entre un volcán al que los científicos supieron tomar la medida (lo que tampoco hace callar a los cretinos que cuestionan la necesidad de la investigación), una manifestación de nazis que recorrió el barrio de Chueca (asunto acerca del cual no he escuchado todavía una explicación plausible) y una pirámide azteca que ya no adornará las fiestas del barrio, apenas han tenido relieve las imágenes en que las patrullas fronterizas de Estados Unidos perseguían a caballo a los desgraciados que intentaban vadear el Río Grande en busca de algo parecido a la vida.
Los agentes de la ley han demostrado al mundo su habilidad para el rodeo y su apestosa inhumanidad.
En otra secuencia que me ha dejado estupefacto, las fuerzas del orden crearon con sus coches patrulla una barricada para contener a los invasores, a imitación de los círculos de caravanas con que los abnegados colonos se defendían de los pieles rojas.
En buena ley, si es que tal cosa existe, no debería importar de dónde vengan los desahuciados de la tierra, pero no he dejado de temblar desde que supe que los malvados a los que se ha detenido con tanto arrojo provenían de Haití, el sumidero, consentido, de todas las miserias que el hombre pude arrojar contra sus semejantes; un país que ya no existe, donde el huracán, el terremoto y la epidemia campan a sus anchas sin encontrar más resistencia que chabolas de cartón y cuerpos aterrorizados y desnutridos.
Un país a dos pasos de los fantásticos resorts en que una pulserita nos permite emborracharnos sin salir de la piscina o sin levantarnos de la tumbona en la playa.
Y sabiendo, no faltan testimonios, del sufrimiento que supone el viaje hasta la frontera para cualquier desheredado, víctima fácil de las bandas, del desierto, del hambre, de los carniceros, de los violadores… no soy capaz de imaginar cómo habrán hecho los haitianos, dolor de vudú en sus rostros, para salir de su isla maldita (por causa de egoísmo, no por ningún Barón Samedi de barraca), en cuántos lodazales habrán pernoctado y cuántos cubos de basura habrán disputado con los perros.
Todo para terminar acorralados y enlazados como novillos.
Apenas me sorprende, pero sí me entristece, que entre los pundonorosos y crueles agentes de la ley no falten los apellidos hispanos y los rostros aindiados.
A partir de ahora se termina la película, y lo hace con el sabor agrio y metálico en la boca con que se despierta de un mal sueño.
Ya no se puede ignorar que los cowboys eran tipos zafios que propagaban la sífilis sin miramientos.
Que las prostitutas eran propiedad legal del chulo.
Que Custer fue un megalómano que calculó mal el ataque a un poblado con mujeres y niños.
Que Wounded Knee no fue una batalla sino una masacre de soldados contra indios desarmados y enfermos.
Que Billy el Niño no tenía inconveniente en matar por la espalda. Él mismo murió de un disparo a traición que salió del revólver de su amigo Pat Garret.
Que el legendario Wyatt Earp, santo patrón de las gentes de orden, forjó su reputación a base de abuso de autoridad, torturas y, también, disparos desde detrás de a víctima.
Y que la agencia de detectives Pinkerton estaba especializada en acabar con sospechosos volando las casas de su familias y en reventar huelgas con escopetas.
Sus herederos responden al hambre con brutalidad, con humillación, con escarnio.
Sin preguntas; sobre todo, sin las preguntas que debieran hacerse a ellos mismos.
Pero en el Oeste, sentencia el periodista que acaba de conocer la historia de la muerte de Liberty Vallance, entre la verdad y la leyenda, siempre se imprime la leyenda.