Un rizo, una risa, una perspectiva
Miro a alrededor, a las mujeres que somos, las reales, y la risa se me muere en la boca.
Soy una superviviente al cabello rizado. Parecerá risible pero en realidad, ha sido una especie de pequeña batalla estética que he librado contra mi misma desde que recuerdo. Gracias a algún antepasado de sangre afrodescendiente, tengo una abundante melena rizada, la mayoría de las veces incontrolable. Durante buena parte de mi vida, me enfrenté a ella de todas las maneras que pude. Desde niña consideré mi cabello un enemigo al cual vencer, un rasgo florido e incómodo que había que ocultar. Y lo hice siempre que tuve oportunidad.
Admito con toda franqueza que gran parte de mi adolescencia e infancia, mi cabello, con sus rizos intrincados, su aspecto extrañamente salvaje y su negativa a dejarse dominar por ningún método estético, me atormentó. Me sentía fuera de lugar, en ese ámbito sin nombre entre la fealdad que nadie quería llevar como estigma y ese aspecto físico que no tenía mucho que ver con la “mujer bella” que insistían debía ser. Una idea incómoda — cuando no dolorosa — que no siempre supe manejar.
En algún momento de los primeros años de la veintena la apariencia de mi cabello dejó de molestarme. Probablemente se debió a que alcancé ese necesario pacto de no agresión que toda mujer disfruta al sentirse cómoda en su piel o que simplemente, mi cabello con su rebeldía natural, me demostró que hay rasgos que perduran, a pesar de todo y quizás, gracias a eso. Y es que, probablemente, esa visión de la belleza a la que debemos enfrentarnos — y superar — solo sea posible de vencer una vez que asumes que lo que se considera hermoso — y lo que no lo es — es una simple visión elemental, básica y bastante limitada de quien eres. Un conocimiento, sin embargo, que no se adquiere pronto ni de manera sencilla. Mucho menos en la cultura contemporánea, que no te enseña cómo alentar tu autoestima, pero sí la manera de complacer ese gran ideario popular sobre la visión del “debe ser estético” de la mujer.
No es un trayecto sencillo ese de enfrentarse a las cosas mínimas que agreden a un nivel difícil de explicar. Sentirse ‘gordita’, ‘flaquita’ o simplemente fea, diluye tu identidad bajo el peso de lo que se muestra. El tema de la apariencia, en una época que te exige cómo verte, nunca será fácil de asumir y analizar. De modo que las preguntas son inevitables cuando te miras al espejo y te cuestionas sobre la perfección o el ideario que te obliga a buscarla.
¿De qué hablamos cuando insistimos en analizar el canon de belleza contemporáneo? ¿A qué nos referimos cuando se toma la decisión consciente de oponerse a él?. Una vez leí, que la mujer asume la belleza como un deber y eso a nadie le importa, porque lo da por cumplido, por necesidad. Una frase curiosa que parece definir esa constante insistencia en la identidad, en quiénes somos y por qué expresamos toda una serie de ideas estéticas más o menos coherente. Porque la Venezolana sobrevive a los pequeños prejuicios, pero la mayoría de las veces los sufre, los padece como un síntoma de una sociedad que se mira así misma con una enorme crudeza. Más allá de lo venial y de lo aparentemente superficial, hay todo un discurso que pesa sobre los hombres y que llevas a todas partes, quieras o no, lo sepas o no.
Con frecuencia pienso en mi cabello rizado, una vieja anécdota que de vez en cuando recuerdo con incomodidad. Porque me afectó, aunque parezca insustancial y poco importante. Me preocupó no lucir la melena larga y brillante que se supone debía tener. ¿Cuántas veces no soporté burlas por mi cabello? Y aunque nunca fue algo tan grave como para considerarlo directamente insultante, ¿en cuántas ocasiones no me afectó el tema emocionalmente? Después de años de sometimiento a procesos cosméticos, cortar, secar y de nuevo todo el ciclo, conseguí que mi cabello tuviera un aspecto “hermoso”. Me paso la mano por él— suave y por una vez dócil — y me pregunto por qué eso me parece bello.
Probablemente cuando publique este artículo, habrá quien me llame “feminista”, “odiadora de hombres”. Me acusaran de sabotear el eterno misterio femenino — lo que sea que signifique esa frase — con reflexiones sobre la belleza como algo natural. Lo sé porque antes me ha ocurrido y es una especie de idea recurrente. Pero muy poca gente mirará a su alrededor para comprender de dónde proviene la opinión, qué la produce y el por qué de la insistencia. No mirará a la mujer que lleva los pechos bien a la vista y operados, con su autoestima mezclada por las medidas. No mirará la portada de la revista donde la mujer, semidesnuda, te recuerda lo que debes ser y probablemente no seas. No lo recordará cuando mire a una mujer que no cumple con el estereotipo y se la denigre por ello. Tampoco cuando disfrute de la publicidad en la que una mujer muestra sus curvas para placer del espectador. Y no sé si me río por cansancio o por simple confusión. Quizás se trate sólo de una simple toma de conciencia de que el prejuicio también llega a las palabras, a las letras que se comparten. A la necesidad de expresión.
Miro a alrededor, a las mujeres que somos, las reales, y la risa se me muere en la boca. Porque somos distintas, una manera de triunfar sobre lo que se nos impone y se nos insiste. Y aún así, somos excepciones a la regla, a lo que asumimos como identidad y como forma de pensar cultural.
¿Quién es la mujer actual? ¿quién soy yo? Me lo pregunto sentada frente al espejo. Renuncié al secador y el cepillo. Mis rizos tímidos, ese “pelo incontrolable” tan inquieto y rebelde, se encrespa en los hombro, me rodea la cabeza como un halo.
Hay algo puramente esencial en esa sensación de libertad que siento cuando sacudo la cabeza. Y vuelvo a reír, pero esta vez la risa no es amarga sino liberadora. Me río de esa sensación de plenitud simple, de la belleza de encontrar sentido a tu propia identidad. Incluso por encima de la cultura que te presiona y la sociedad que escribió tu historia, aún antes de nacer.