Un relámpago soez
No soy poeta ni lo quiero ser. No quisiera, desde luego, haber sido el poeta David González.
Quien lee un poema es su verdadero autor. Esta frase se repite a diario como reclamo comercial a ver si se vende algo por fin, que lo de colocar un libro de poesía tiene más mérito que enarbolar la bandera arco iris en Kabul. Y, en ocasiones, igual peligro.
Y sin embargo, tengo la sentencia por verdadera, porque a mí, que fatigo versos ajenos hasta que me arropa el sueño, nunca se me ha pasado por la cabeza ser quien los escribe; pero no cambiaría por nada mi papel de receptor silencioso y melancólico. Los poemas que yo leo son míos para siempre; la firma al pie no es más que un accidente que tampoco me quita el apetito.
Negado para el poema, y para tantas cosas, bien lo sé para mi daño, nunca he querido ser poeta; no me atraen las vidas, extraordinarias o mediocres, lascivas o quejumbrosas, de quienes consiguen el milagro del verso. A muchos he conocido que pensaron en absenta, melena y desaliño como recursos suficientes para escribir. No se dieron cuenta, ay, de que borrachos y guarros los hay por millones, pero solo tenemos un Machado, un Hierro, un Gamoneda…
Desde luego, no quisiera haber sido David González, cuyo currículo no es para ser leído a escolares burgueses, peinaditos y uniformados, cachorros de notario, de médico particular o de banquero opusino.
Precisamente por atracar un banco cumplió condena en la cárcel. Ni el fiscal ni el juez habían leído a Bertolt Brecht, y no tuvieron en cuenta como eximente que mayor crimen que robar una entidad financiera es fundarla.
No me inmiscuiré en los motivos que le llevaron a cometer tal acción, ni en lo que le sucedió después. No es mi intención componer una nota biográfica que encontrarán ustedes fácilmente a poco que paseen por la tela de araña cibernética. Me importa ese momento de su vida porque fue en el maco donde se lanzó a escribir poemas en carne viva, hirientes, desolados; poemas de agrietada belleza como las fachadas carcomidas de los barrios húmedos en los que la vida se pierde y a veces no llega a encontrarse.
Comprendió, tras las rejas, que todos somos psicópatas, y supongo que empezó a escribir cuando supo que ni la trena ni la poesía serían capaces de redimirlo y que pelear por lo imposible no es un gesto romántico sino mera supervivencia.
Mi primer deslumbramiento (La carretera roja) lo provocaron dos versos que hoy en día siguen emocionándome:
si el Señor es mi pastor,
entonces ¿quién es mi perro?
Los poetas, los de verdad, dejan constancia de nuestra soledad íntima, dolorosa e intensa, y el asturiano David González eligió plasmarla sin palios calientes, sin velos de pudor o de metáforas que, en su caso, vienen a ser lo mismo:
La señora X
esta mañana
he visto a esa mujer
que tantas y tantas veces
me chupó la polla
iba con su marido
empujaba un carricoche
tenía
los labios pintados.
¿Soez? Rotundamente no. Soez es cada eufemismo con que escondemos la miseria circundante, cada estadística que se olvida de los nombres, cada discurso huero que expulsa del paraíso a tantos, cada injusticia revestida de solemnidad.
Matiz de regeneración
Todos mis colegas de entonces
o están muertos
o están otra vez en el talego
o andan por ahí tirados,
buscándose la vida
como malamente pueden.
Yo no.
Cambié.
Dejé a un lado
esa clase de vida.
Tuve miedo.
Mucho miedo.
Cada poema es un relámpago para quien lo lee o no es poema. No importan el estilo, la escuela, la cadencia, el mayor o menor aliño de los versos, la elegancia ni la sordidez. En mi almario (la cara es el espejismo del alma, me recuerda David) conviven Vallejo con Ullán, Octavio Paz con Lorca, Claudio Rodríguez con Quevedo…
Y David González con todos ellos, porque nunca tuvo una oportunidad ni la tendrá nunca, y pocos como él han sabido decirlo sin otro motivo que no consentir la sonrisa beatona de los satisfechos.
Humillación
El funcionario,
un cacho de carne con ojos
en mangas de camisa, dice:
Todas las cosas de metal que tenga
sáquelas y déjelas sobre esa mesa.
Luego, mi abuela,
apoyada en su muleta
(hace un año se rompió la cadera
al caer de espaldas al suelo
mientras limpiaba los cristales
de la ventana de la cocina
subida encima de una banqueta),
pasa por el detector de metales
y el detector emite una serie de pitidos.
A lo mejor es la muleta, dice mi madre.
¿Puede andar sin ella?
le pregunta el funcionario.
Bueno, sí, pero no querrá...
Que se la dé a usted y que vuelva a pasar.
Y mi abuela,
su largo pelo blanco recogido
en un moño por detrás de la cabeza,
un pañuelo negro cubriéndola,
hace lo que le ordenan,
y aún cojeando
consigue que el detector pite otra vez.
A ver, quítese ese pañuelo.
Mi abuela obedece.
Seguro que son esas horquillas,
así que hágame el favor de soltarse el pelo.
Mi madre explota:
¿Pero no se le cae a usted la cara de vergüenza
al hacer que una persona tan mayor
tenga que pasar por todo esto para ver a su nieto?
Pero ya mi abuela, con su vestido gris,
está pasando otra vez por el detector de metales
con idéntico resultado
que las dos veces anteriores, y el funcionario,
un cacho de carne, dice:
¡Quítese el vestido!
Si quiere puede doblarlo y colgarlo
del respaldo de esa silla de ahí.
Mi madre está tan indignada
que no le salen ni las palabras.
Y mi abuela,
cojeando,
despeinada,
en enaguas,
consigue cruzar al otro lado del detector
de metales sin ser delatada.
Ahora ya puede vestirse y pasar al locutorio.
No tiene usted perdón de Dios, le dice mi madre.
Y mi abuela,
que al ir a ponerse el vestido
ha encontrado en un bolsillo una moneda suelta,
se acerca al boqui y le dice:
Perdón, señor, ¿sería esto lo que sonaba?
Y le pone delante de los ojos,
a modo de espejo en miniatura,
una peseta
con la cara de Franco.
No soy poeta ni lo quiero ser. No quisiera, desde luego, haber sido el poeta David González. Y hubiera preferido mil veces que él no se hubiera topado en su vida con las razones que lo llevaron a escribir; hubiera preferido que, a cambio de páginas en blanco, él hubiera tenido las oportunidades que tantos disfrutamos sin saber que somos privilegiados.
Hubiera, en fin, borrado su niñez secreta y la de todos cuantos nacieron para la derrota:
El reproche
No se molestaron en oír
los zumbidos de la mar
en mil orejas de puntillas
en comprender que la regla astillada
castigaba sus propias manos
en contemplar en las pizarras
niños de tiza
borrándose
Denominación de origen
la misma palabra lo dice: cárcel.
diminutivo de cárcel: reformatorio.
sinónimos de cárcel:
penal
presidio
correccional
penitenciaría
(los dos últimos incluyen
matiz de regeneración).
prisión es palabra escogida
o forense.
se la conoce también por otros nombres:
talego (el más extendido)
maco
trullo
trena (germanismo).
los gitanos la llaman estaribel
o estar,
que viene a ser lo mismo
pero abreviado. Sin embargo,
cuando estás dentro de una,
cuando te ves allí metido,
el nombre es lo de menos,
no tiene mayor importancia,
lo único que cuenta,
es que siempre,
en todo momento, es una cárcel.
una cárcel, tío.
Pero ni me entiendo ni me imagino sin sus poemas. Esa es mi contradicción.
Saliva.
el aroma a saliva lo impregnaba todo:
el pelo, la ropa, los sofás: el reservado
de la discoteca en su totalidad.
morreábamos.
teníamos toda la cara
embadurnada de saliva, pegajosa.
después, más adelante, cortamos.
mejor dicho: cortaste.
así se decía en aquel tiempo: cortar.
no volví a besarte en la boca.
veinte años después, para recordarte,
sólo tengo que hacer una cosa.
escupir.
Y aunque no desdeño para mi vaso el garrafón de Bukoswki o el ahumado bourbon de Raymond Carver, prefiero un relámpago de sidra que, despeñándose desde las alturas, incendie el cristal y haga florecer el serrín del chigre.
La única respuesta posible
hace ya más de diez años
que salí de la cárcel
y todavía hay gente
que me lo pregunta.
¿cómo era aquello?
como esto