Un poco más sobre cuotas (y proezas)
No es extraño que el patriarcado, el machismo, reaccionen con furia cuando las mujeres hacen algo, por ejemplo, un trabajo que antes tenían prohibido.
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Una vez leí —y nunca más he podido recordar dónde— que el pintor Eugène Delacroix (1798-1863) creía que sólo los hombres tenían derecho a llevar pantalones y que si una mujer osaba ponérselos constituía un ataque inadmisible a los derechos inalienables del hombre (tenía un gusto y un criterio particulares respecto a la vestimenta femenina, la Libertad que guía al pueblo de su famosa obra —única mujer del cuadro— va con los pechos al aire; ¿en qué mujeres se inspiró?).
Alguien podría haber argumentado que el hecho de que las mujeres usaran pantalones no impedía que él se los pusiera y los disfrutara. No es un caso único. La reivindicación del derecho al voto de las mujeres desencadenó una violencia inusitada en todas partes, a pesar de que las sufragistas no quitaban ningún derecho a nadie —y menos a los hombres—, sino que los ampliaban.
No debía ir tan desencaminado Delacroix desde el punto de vista de la ideología de género masculino, si se tiene en cuenta que las autoridades prohibían a las mujeres que lo vistieran. La gran pintora Rosa Bonheur (1822-1899) tenía que solicitar «autorización para utilizar disfraz» a la gendarmería cada seis meses —es decir, para vestirse de hombre; bien, para llevar pantalones— para acudir a las ferias de ganado donde tomaba apuntes del natural para pintar sus cuadros; lo certifica el excelente la Feria de caballos (~ 1853).
Otra contemporánea, George Sand/Aurora Dupin (1804-1876) tenía predilección por usar vestimentas masculinas porque le permitían circular mucho más libremente por París y acceder a lugares que no habría podido frecuentar una mujer de su condición social. Ella misma explica la seguridad, tranquilidad y aplomo que le daban los pantalones. Aquello del hábito hace la monja (si hacemos la regla de la inversión, nos daremos cuenta del mal —no sólo físico— que infligen los tacones de aguja: inseguridad, desequilibrio, incomodidad, postura forzada...).
No es extraño, pues, que el patriarcado, el machismo, reaccionen (viene de reaccionario) con más o menos furia cuando las mujeres hacen algo, por ejemplo, un trabajo que antes tenían prohibido y que, por tanto, realizaba un hombre y lo continuaría realizando (cuota 100%) si no fuera porque ellas ahora también lo ocupan.
Esto explica las reacciones viscerales y rabiosas contra las árbitras (hasta hace poco cuota 100% masculina). La hemeroteca va llena. Se da la circunstancia, además, de que es un trabajo en el que se manda, se sanciona, se enseñan tarjetas y se expulsa. ¡Anatema! Un artículo se refería al arbitraje de la árbitra francesa Stéphanie Frappart, que pitó la Supercopa masculina entre el Liverpool y el Chelsea el pasado agosto, así:
Resalto la palabra «mando», porque es clave (además de este curioso «examen» que parece que debía pasar la árbitra). Bondades aparte, valdría la pena que arbitraran siempre mujeres porque los jugadores cuando se enfurecían por alguna decisión, en vez de insultarla se limitaban a quejarse urbi et orbi con aspavientos la mar de vistosos. Todo esto que se ganó.
Sin dejar el mundo del deporte, es interesante constatar que las proezas femeninas no se destacan casi nunca fuera de la prensa deportiva.
En enero de este año, Jasmin Paris ganó la ultramaratón, una de las carreras «más brutales» del Reino Unido, rebajó el récord en doce horas y aún tenía tiempo y humor para amamantar a su bebé durante los descansos.
También el pasado agosto, la médica alemana Fiona Kolbinger, ciclista amateur, venció a más de doscientos hombres y a un puñado de mujeres y se convirtió en la primera mujer que ganaba la Transcontinental Race. En diez días y un poco menos de tres horas completó un recorrido de cuatro mil kilómetros que cruzaba toda Europa.
Una carrera en la que, sin ningún tipo de ayuda, hay que pasar por cuatro puntos marcados por la organización; por tanto, es primordial saber navegar y elegir un itinerario que combine ahorrar fuerzas, distancias y tipos de terreno, así como buscarse la vida para comer y dormir.
Sé que el mito de las falsas cuotas está relacionado con los avances logrados a pulso por las mujeres y los campos que consiguen ocupar. Comprenderán, pues, que cuando escucho hablar de cuotas femeninas, como las gaditanas, me haga tirabuzones con las bombas que tiran los fanfarrones.