Un oscuro y discreto fantasma
Su sintaxis era, también de gestos y el Sordo agradecía su mímica.
Se abre el ascensor y Jean-Claude Carrière atisba a San Pedro y a Buñuel, arrastrando hacia él un inmenso barreño que chorrea líquido, como si fuera una imagen procesional del dios Neptuno. No parece un símil correcto cuando se pretende entrar en el cielo, piensa el francés, y piensa, además, que más le valiera pensar en otra cosa, que los de allí pueden leerle el pensamiento.
-No sé qué vais a hacer con ese balde —provoca Carrière— pero quiero que sepáis que estoy bautizado y que me he lavado los pies en la Estigia.
Tintinean las llaves ante la carcajada de San Pedro, que el eco duplica en estos bajos andurriales como un trueno de verano.
-¿Qué dices de agua, hombre? Esto es martini, para que charléis a gusto. Aprovecha, que aquí ni se calienta ni deja resaca.
No sé por qué guardo de él la idea de un ser bonachón, ensimismado y paciente. Paciente y buen tipo, lo era (doy fe), pero su aspecto de pasajero anónimo en un tren de cercanías enmascaraba un intelecto feroz, sarcástico, cruel si era preciso, y valiente.
La caprichosa fortuna le asestó un golpe de suerte presentándole a Buñuel.
Alguien pensó que aquel escritor joven, culto y con cara de despiste, podría resistir el desvariado método de trabajo de don Luis. Dicho y hecho, los enrocó sobre el tablero y los dejó allí para que se mataran o deshojaran las obsesiones buñuelescas que escondía el Diario de una camarera. Ambos, con buen tino y abundante provisión de dry martini entre pecho y espalda, optaron, sensatamente, por la segunda posibilidad.
La inexplicable maestría con que el maño preñaba de significado planos casi vacíos y el perturbador modo de andar de Jeanne Moreau, pura sensualidad lenta, hicieron el resto.
Si Diario de una camarera (que, sublimando la crudeza, nos mostró una de las imágenes más impactantes de la historia del cine con el cuerpo inerte de la niña semidesnuda surcado por babeantes caracoles) no tiene hoy en día la relevancia que merece, se debe al vendaval que Carrière y Buñuel desataron a partir de ese momento: La Vía Láctea, Belle de Jour, El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad, Ese oscuro objeto del deseo.
Cuando vino a Viridiana, descubrió una comida como su prosa: ayuna de abalorios, sabrosa y directa.
-Casi todos piensan que mantengo una dependencia excesiva de don Luis. Y tienen razón. Gracias a él, al sello que estampó en mi frente, he podido realizar proyectos que ni me habría atrevido a soñar. Pero es que —y bajó la voz como el pícaro que reconoce la trampa— vivir en la estela de Buñuel es muy placentero.
Buñuel no contó con él para Tristana; volvió a sentarse con Julio Alejandro, con quien ya había desarbolado la caridad cristiana en Nazarín y en Viridiana.
-Hizo bien —me confesó— don Luis conocía como pocos los aspectos técnicos del cine, pero su afán por reventarlo todo hacía que precisara ayuda para mantener cierto equilibrio en la estructura y, en especial, para desarrollar diálogos. Quizás debido a su sordera, estos le salían fríos y excesivamente intelectualizados. Necesitaba nuestros oídos, y el de Julio detectaba el acento galdosiano de cualquier escena con una exactitud asombrosa.
El oído de Carriére aportó el cosmopolitismo al que el de Calanda, aunque leído y viajado como pocos, se resistía. Supongo que el epicúreo que lo habitaba se negaba a renunciar al placer de lo conocido, a la memoria de los tiempos felices. Por decirlo de otra manera, sus primeros franceses, los que achuchaban al Perro o se movían por la Edad Dorada, eran españoles hasta la médula: fanáticos, vehementes y un tanto ridículos en su furia.
No en vano se alternaban la música de Wagner y los tangos durante la proyección.
Creo que con Carrière, Buñuel aprendió el cinismo de la burguesía, la cualidad que une a sus miembros en el feliz anarquismo de los poderosos, anclados en el presente pero capaces de saltar fronteras, principios, finales…
En muchas ocasiones me he preguntado cuál es el verdadero trabajo del guionista, ese tipo que no dispone de su propia historia, aunque él mismo la haya construido por completo, que se sabe borrado de la memoria de la película, que aguanta los retoques que cualquiera que pase por el plató añade a sus líneas, convencido de que tiene derecho a hacerlo, y al que solo se reconoce en los créditos.
Quizás Carrière tuviera la clave; quizás el guionista sea el demiurgo que mantiene el equilibrio entre dos momentos borrosos, uno que pertenece al mundo de los sueños y otro que se diluye en la pantalla con la velocidad del tiempo.
Cesare Zavattini respondió al insolente que le preguntó cuánto había de cada uno en las películas que él escribía y dirigía Vittorio de Sica: ”¿usted puede distinguir, en un café con leche, dónde acaba uno y empieza la otra?”
Y David Webb Peoples, que nos ha regalado Blade Runner y Sin perdón, y aun así puede pasear por cualquier plaza del mundo sin que nadie quiera fotografiarse con él, reconoció que su objetivo al levantarse cada mañana era llegar a la cumbre, aunque supiera que allí va a encontrar un McDonald´s.
José Luis Garci, que merece un brindis con bellini, españolizó la frase al recordarnos que en la cima de la montaña está escrito Caramelos Paco, grotesca imagen que solo los de mi generación entienden.
Carrière adquirió un nuevo oficio cuando don Luis se marchó a su tumba sin periódicos; tras haber compartido años de delirio y sarcasmo, consideró que aceptar desafíos era una buena manera de escribir. Günter Grass, Kundera, Proust… no le tembló la mano al abrir el corazón de la novela europea con el bisturí de quien se sabía desarraigado; es decir, libre de esa cárcel absurda que llamamos tradición y que tanto nos gusta.
Aprendimos que el cine de Carrière se alimenta de morosidad, de leves esperanzas y hermosos desalientos, de calles sin una salida clara e interiores en los que la penumbra es otro actor.
Su escritura marcaba también la luz.
Su sintaxis era, también de gestos y el Sordo agradecía su mímica.
Entre la burguesía discreta y el amor de Swann hay pasadizos que unen de forma clandestina y morbosa ambas irrealidades, ambos mundos derrotados.
Y él sabía explorar aquella sinuosidad.
En el guion de Tamaño natural se encontraron Carrière, Berlanga y Azcona, Santísima Trinidad del cine. Rafael fue el arsénico y Jean Claude el licor en que aquel se diluye.
Y ya no volvimos a amar como habíamos amado hasta aquel momento.
Me encantó la respuesta de Rafael, ya mayor, cuando en La Silla de Fernando Trueba, este le preguntó si veía la televisión.
-A ratos…
- ¿Y con qué programas disfruta más?
- ¿Yo? Con la muerte de los papas –zanjó el riojano sin dudarlo.
La última vez que Carrière vino por mi casa, lo hizo para invitarme al estreno de Las palabras y la cosa, adaptación teatral del libro que escribió buceando en las turbias aguas de los sinónimos sexuales. Pienso que se equivocó en aquella apuesta, él, que había logrado versiones memorables, incluso para el intransigente Peter Brook; pero me quedó el consuelo de haber aprendido que, en un tema tan viejo que aún dudamos si fue primero la felación o la boca, hay, en la bendita y procaz lengua de Quevedo, más términos para referirse al coito que posturas propone el Kama-Sutra.
Tengo ante mí la fotografía que recuerda el más famoso almuerzo (¡qué no habría dado yo por preparar el ágape!) de la historia junto a la Última Cena; en él admiramos a Buñuel, Wilder, Cukor, Hichctock, Mamoulian (también asistió Ford, pero se había ido al estanco cuando llegó el fotógrafo).
Jean Claude Carrière forma parte del grupo.
Es uno de ellos.
Ahora que, abandonando los fantasmas que nos asolan más que nunca, y traspasada la Vía Láctea, ojalá siga conservando su inquebrantable libertad.