Un gran paso para el hombre, un pequeño paso para la humanidad
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El 20 de julio se cumplen cincuenta años del paseo del hombre por la luna.
El hombre.
A sabiendas. Unos hombres así lo quisieron y así lo decidieron.
En 1959, la NASA puso en marcha el proyecto Mercury, conocido como Mercury 7 porque participaban siete hombres. Los EEUU tenían prisa, iban atrasados respecto a la URSS, país que el 4 de octubre de 1957 ya había puesto en órbita el satélite Sputnik 1. Se iniciaba una cruda competencia tecnológica e ideológica: la carrera espacial. No contenta con el éxito del lanzamiento, la URSS decidió enviar una astronauta al espacio.
Casi en paralelo a los hombres del Mercury 7, una serie de experimentadas y consumadas aviadoras se embarcaron en uno de los primeros intentos —conocido como Mercury 13— diseñado para evaluar la habilidad y capacidad de las mujeres para ser astronautas. Lo financió la pionera de la aviación Jaqueline Cochran (1906-1980).
Así, en 1960, las aviadoras pasaron los primeros tests en la clínica Lovelace de Albuquerque. Se apuntaron veinticinco mujeres que finalmente quedaron reducidas a un grupo de trece (eso sí, todas blancas). Trece mujeres por siete hombres; la proporción —que no está nada mal— demuestra que ni eran ni pueden ser presentadas como una excepción.
Aquellas primeras pruebas mostraron que eran más aptas que los hombres para ir al espacio. Los criterios no podían ser más objetivos: pesaban menos, consumían menos oxígeno y, aún más importante, tenían más estabilidad y resistencia psicológica —mientras los hombres no resistían más de tres o cuatro minutos sin estímulos sensoriales, ellas aguantaban once—. Una de las aviadoras, madre de siete hijas e hijos, manifestó que durante estos ratos se encontraba en la gloria sin que ninguna criatura pudiera molestarla. Por otro lado, y seguramente sin abandonar la objetividad, se quejaban menos que los hombres.
Luego hubo más tests en Oklahoma y finalmente en 1961 en la base militar de Pensacola, y así se propaló su entrenamiento y resultados y, sobre todo, el deseo y la intención de las trece aviadoras. Se rasgaron las vestiduras correspondientes y finalmente el vicepresidente Lyndon B. Johnson el 3 de marzo 1962 firmó la orden de cortar de raíz la carrera de las posibles futuras astronautas. La cruza una frase escrita a mano con grandes letras: «Lets stop this now!»; es decir, «¡Parad eso inmediatamente!». Su última esperanza era el presidente John F. Kennedy. Se negó a recibirlas.
Otro que las negó en redondo fue Robert Gilruth, director del Space Task Group de la NASA. Afirmó que «no podemos seleccionar mujeres sólo porque son mujeres». A la vista de los tests y las prestaciones de unas y otros habría podido reflexionar sobre si seleccionar a hombres sólo porque eran hombres (la sempiterna cuota masculina) era la mejor elección y política.
Una vez más, unos hombres en jarras actuando como una rémora para el avance de la humanidad. Seis de las trece experimentadas aviadoras (cada una es un mundo y un ejemplo fascinante) explican la historia en un emocionante y contenido documental, Space Ladies. Deferred Liftoff (Francia, 2002, Planete & Film Concepts Associes) de Rebecca Boulanger; literalmente ‘Damas del espacio: Despegue diferido’.
Son Geraldyn (Jerrie) Cobb (1931-2019), Irene H. Leverton (1926-2017), Mary Wallace (Wally) Funk (1939), Bernice (Bea) Trimble Steadman (1925 -2015), Geraldine (Jerri) Sloan Truhill (1931-2013) y Jane (Janey) Briggs Hart (1921 a 2015). Todas ellas profesionales y mujeres como la copa de un pino, con diversos y consistentes logros y miles de horas de vuelo.
Jerrie Cobb, a quien todo ello convirtió en una activista por el derecho de las astronautas a ir al espacio, y Janey Hart, posteriormente involucrada en el NOW (National Organization for Women), comparecieron ante el comité para restaurar el programa y para conseguir que el Congreso hiciera entrar en razón a la NASA.
Las audiencias públicas para investigar esta discriminación sexual (en 1964 este tipo de discriminación, de acuerdo con la Ley de derechos civiles, se declaró ilegal) tuvieron lugar los días 17 y 18 de julio de 1962 ante un Subcomité del Comité de Ciencia y Astronáutica de la Cámara de Representantes.
Cobb y Hart testificaron sobre los beneficios y la justicia del proyecto. Los astronautas John Glenn y Scott Carpenter (notemos que eran jueces y parte), sin aducir grandes argumentos, testificaron que las mujeres no podían ser candidatas a astronautas; John Glenn, a quien cumplir años no sirvió de nada y toda su vida fue igual de mentecato y zoquete, nunca cambió de opinión («Los hombres van a la guerra a luchar y pilotan aviones, las mujeres se quedan en casa. Es un hecho de nuestro orden social»).
Fue especialmente doloroso (todo un clásico) que la pionera y financiadora del proyecto, Cochran, declarara que implementar un programa para entrenar a mujeres podría retrasar el programa espacial en marcha. Se especuló si actuó así porque por edad hubiera quedado excluida o fue inducida por militares, digamos, amigos. Sea como sea, más tarde se arrepintió (otro clásico) amargamente de aquella declaración.
Menos de un año más tarde, el 16 de junio de 1963, la URSS puso en órbita a la primera astronauta, Valentina Tereshkova (1937).
La NASA cortó las alas a aquellas pilotos sin límites con la excusa de que para ser astronautas debían ser ingenieras y, sobre todo, debían haber pilotado jets militares, experiencia que no podían tener de ninguna de las maneras (precisamente el ejército retiró el permiso para que las Century pudieran practicar con jets en Pensacola). Es decir, no es que las discriminaran, no, lo que ocurría es que no se ajustaban a la legislación, a las normas. Para valorar un caso de discriminación sexual, se usaba un argumento (¿una argucia?) fuertemente cargado de discriminación sexual. (Recuerda aquella sentencia que dictaminó que las afroamericanas no podían ser contratadas como enfermeras porque tenían una pelo tal que hacía que las cofias resbalaran. No porque fueran negras, no, ¡faltaría más!)
Otro documental explora estas sesiones y otros aspectos. Podemos conocer, por ejemplo, a algunas de las otras siete astronautas: Jean Hixson (1922 hasta 1984), las gemelas Marion Dietrich (1926-1974) y Janet Dietrich (1926-2008), Rhea Hurrle Allison Woltman (1927), Myrtle Thompson Cagle (1925), Sarah Gorelick Ratley (1931) y Gene Nora Jessen (1931 a 2019), a partir de sus testimonios o de entrevistas a familiares y amistades.
Se trata del filme de Netflix Mercury 13 (EEUU, 2018) de Heather Walsh y David Sington, que, ignorando el Deferred Liftoff de 2002 de Boulanger, se presenta como la historia jamás contada sobre las aviadoras a las que se cerró el espacio.
Aunque se dedica a hechos posteriores, otra película, ésta de ficción, puede terminar de poner las cosas en su sitio, aunque sea por defecto. First Man o El primer hombre (EEUU, 2018) de Damien Chazelle narra la vida del astronauta Neil Armstrong, el primer hombre que holló la luna en la expedición del Apolo 11. A pesar de que el filme empieza con el programa espacial de la NASA no menciona ni una vez la historia de las aviadoras ni sus aptitudes y capacidades. No fuera que la realidad estropeara la narración.
Llama la atención que la crítica enfatice el papel de la esposa de Armstrong (interpretado por una excelente Claire Foy), que la valore como una pieza indispensable, fundamental, para el éxito de la empresa. Presenta unas mujeres sólidas como rocas que sostienen a unos maridos francamente desequilibrados y neuróticos —que están como cabras, vamos—, y, según la protagonista, son como niños jugando con maquetas. Repleta de detalles, mientras las mujeres se presentan por el nombre, ellos lo hacen por el apellido. Se ve como ellas comparten galletas y buena vecindad y crean las condiciones para que ellos puedan hablar de proyectos y llevarlos a cabo. Obvia su posible papel como protagonistas.
Los dos documentales desmienten que el papel de las mujeres tenga que limitarse a la intendencia y al apoyo moral sea para poner en órbita la humanidad, sea para ir a la luna, aunque sea una tarea que hacen muy bien y si quieren desempeñarla, pues adelante. Demuestran que debían de haber ido por méritos propios (seguramente sin contar con el apoyo de ningún hombre, las mujeres no suelen esperar ser tratadas como una especie en peligro de extinción). De hecho, sabemos que algunas de las trece no necesitaron un marido al lado para llevar adelante su carrera. Alguna tuvo un marido leal, pero también sabemos de una de la cual el marido se divorció porque no soportó que tuviera una carrera tan brillante. Otra fue despedida del trabajo por presentarse a las pruebas de Alburquerque. Extraña valoración la de la empresa donde trabajaba: la echaron por brillante y competente.
En la estela de las astronautas hay un montón de mujeres plenas de capacidades y saberes. La física, matemática y científica espacial Katherine Coleman Goble Johnson (1918) que calculó las trayectorias del Apolo 11, especialmente y con delicadísima precisión la trayectoria gracias a la cual los astronautas pudieron regresar. Desde 1953 fue una de las calculistas del Área Oeste, una de las afroamericanas que la NASA comenzó a contratar en la década de los 40 para realizar tareas de cálculo. Johnson no obtuvo hasta 2015 la Medalla Presidencial de la Libertad —otorgada por el entonces presidente Barack Obama— y es la única profesional de la NASA a quien se ha otorgado.
Otras fueron Dorothy Vaughan (1910-2008), primera supervisora de los servicios de IBM en la NASA, o Mary Jackson (1921-2005), primera ingeniera aeroespacial de EEUU. Margot Lee Shetterly las inmortalizó en Figuras ocultas (2016), libro en el que se basó Theodore Melfi para filmar la película homónima (EEUU, 2016).
El proyecto Mercury 13 desenmascara dos viejos y casposos mitos tan complementarios como falsos: a) que las mujeres nunca han realizado nada en el pasado; b) que cuando se ponen a ello es coser y cantar (pensemos, por ejemplo, en la brecha salarial). Aderezados con insidiosas cantinelas: que no hay trabas (quieren decir prohibiciones), ya que todo es «natural»; que antes no había astronautas, escritoras, ingenieras... (pongan la tarea que quieran) porque no querían; que les reconoce un papel necesario pero siempre subsidiario y en la sombra, nunca realmente reconocido (como el trabajo doméstico).
Créanme, Sísifo no existió; existe Sísifa. ¿Cuántas veces se tendrán que reconstruir y ligar uno a uno los eslabones de las gestas y los gestos de las mujeres?
No hacerlo, impidió que toda una astronauta, Ellen S. Baker (1953), de niña tuviera referencias en las que reflejarse, tuviera modelos a seguir.
Cuando dos representantes de las aviadoras capaces de ser astronautas comparecieron en el Congreso, Baker tenía nueve años pero no las pudo tener como ejemplo y, por tanto, le fue más difícil soñar con serlo (cualquier niño, por negado que fuera, podía imaginárselo). No porque no fuera posible sino porque las amarraron al suelo y como tantas historias de potencia femenina no se ha transmitido, no ha interesado.
Que en 1976 la NASA se replanteara la cuestión. Que el 18 de junio de 1983 (¡veinte años después que la rusa Tereshkova!) Sally K. Ride (1951) fuera la primera estadounidense en ir al espacio. Que en 1988 Mae C. Jemison (1956) fuera la primera astronauta afroamericana (y quinta persona afroamericana). O que en 1999 Eileen M. Collins (1956) fuera la comandante de un transbordador espacial, es un triste consuelo. (También lo fue que Collins invitara a este su segundo lanzamiento a las aviadoras del Mercury 13 para homenajearlas.) Radiografía cómo se pueden despreciar y desperdiciar talento, esfuerzos, capacidad e inteligencia. Muestra cómo el machismo es una calamitosa barrera para la humanidad.
Recordar el legado y las trayectorias de nuestras ancestras es una buena manera de poner las cosas en su lugar y explicarlas tal como son. No hacerlo es una forma más de violencia contra las mujeres y la humanidad. E ir en contra los avances humanos.
El pasado mes de mayo, los medios de comunicación se hicieron eco del anacronismo que representa que no se permitiera a ninguna mujer de la familia imperial acudir a la ceremonia de entronización de Naruhito, el nuevo emperador de Japón, y que Aiko, su hija, no podrá ser nunca emperatriz. Hubiera sido interesante que explicaran que esta prohibición es «moderna», es una legislación de la posguerra.
Yerran y caen en un anacronismo. Hubiera sido interesante que informaran que ocho emperatrices han reinado ya en Japón. La última, Go-Sakuramachi (1840-1913), hace menos de doscientos cincuenta años. Se da la circunstancia de que incluso dos fueron sucesivas: a la monarca cuadragésima tercera, Genmei, la sucedió la emperatriz Genshō. Otro tópico letal, atribuir al pasado una prohibición o una carencia actual.
Que algunos eruditos argumenten que la falsa tradición de la sucesión masculina debe mantenerse en pleno siglo xxi puesto que los reinados de las mujeres fueron temporales muestra sólo como la ideología y los prejuicios pueden obnubilar las mentes más preclaras y hacerte caer en el ridículo más espantoso (también Aristóteles creía —y tiene fama de sabio— que la causa de la inferioridad física femenina era porque tenían menos dientes).