Un día a la vez
Este fue el año en que admití mis flaquezas, esa vulnerabilidad de niña que me hizo más fuerte.
Cada primero de enero despierto antes que cualquiera, si acaso llegué a dormir. Es un reflejo, quizás una costumbre que aprendí aunque no pueda decir dónde o de quién. Pero despierto mientras el primer rayo de sol comienza a iluminar el cielo, con ese olor definido de la primera hora del día. Y cada año me envuelvo en una vieja bata de paño y subo a la terraza del edificio donde vivo para contemplar el primer amanecer del año nuevo. A veinte pisos de distancia, la ciudad a mis pies tiene un aspecto inocente, y el mundo, recién nacido.
El ritual de ese primer día del año es cada vez más elaborado. Comencé a llevar algunos de mis libros favoritos, para que me acompañaran en esta pequeña celebración. Después, algunas de mis fotografías más preciadas, para alzarlas al primer rayo de sol, para sacudirlas a la luz y construir una idea perdurable de ese momento. Llevo también mi cámara, mi iPod con mi música favorita. Incluso mi jarra favorita de café. Al final, recibir el nuevo año con el amanecer se transformó en una costumbre personal, en un elaborado hábito de esos que creamos sin saber muy bien de dónde provienen, pero que agradezco tener.
Con toda probabilidad, recordaré el 2020 como el año en el que me cuestioné prácticamente todo lo que daba por evidente, seguro y absoluto. Y quizás por eso, agradezco haberlo vivido. No sólo por la pandemia, por la fractura, las despedidas, las pérdidas, la sensación de correr muy rápido hacia alguna dirección desconocida, sin llegar nunca a pesar de mis esfuerzos. Pero viví, encontré el secreto de la fuerza invisible, esa que mi terapeuta menciona a diario, en algún lugar de mi mente. El 2020 se resume en la intensidad con la intensidad que lo viví, con todas las lecciones que recibí, las duras, las dolorosas, las extraordinarias, las inolvidables. Este fue el año en el que lloré de miedo más de una vez, donde reí a carcajadas, encorvada y sin aliento. Este fue el año en el que renací tantas veces que comprendí en eso consiste la vida: en destruir para crear y quizás, crear para elevarte por encima de tus dudas y sinsabores. Fue el año de aprender a escuchar, de hablar en voz alta, de atreverme a decir sin tapujos lo que pienso. Fue el año de decir no tantas veces como dije sí. Fue el año de atreverme, de cometer decenas de maravillosas imprudencias, de vencer mi natural torpeza social para crear algo más profundo y puro sobre mí misma.
Uno de mis profesores universitarios solía decir que el primer día del año es el único día inocente. Era un gran cínico, este hombre gruñón y obsesionado con los romances medievales. En más de una ocasión, me aseguró que “esa convención social de hacer cíclico el tiempo” no era otra cosa que un rasgo infantil del espíritu humano. Una idea que no encaja en ningún lugar de nuestra historia, que debería carecer de toda importancia.
—¿No lo ves? el ser humano se siente seguro al reglar, delimitar y construir pequeñas ideas sin sentido. Fechas, fronteras, identidades geográficas. Todo con la intención de definirse, de otorgar sentido al absurdo. Pero lo absurdo es parte de nuestra historia, quizás la mejor.
En una ocasión me contó que durante algún tiempo se negó a celebrar el año nuevo. Lo hizo con la convicción absurda de las obsesiones, de continuar a pesar de saber que el empeño carecía de sentido. Se encerraba en su habitación, cerraba las ventanas, con la única compañía de un libro y un copa de oporto. Escuchaba las fiestas a la distancia, sacudía la cabeza incrédulo.
—Mi madre tocaba a la puerta, siempre a media noche. Me dejaba un pequeño plato de comida. Y yo la ignoraba. Pero después, al amanecer, lo comía. A pesar de todo, sentía que ese platillo, tenía su significado. Era una especie de recordatorio que todo se construye, avanza y se hace real en la medida que lo creemos posible.
—Entonces se dio por vencido — le dije, entre risas. Sacudió la cabeza, encendiendo el tercer cigarrillo de la tertulia.
—Sí y no. Acepté que somos parte de ideas tan viejas como imperecederas. Que admitirlo, nos permite comprendernos. Y reconstruirlas a nuestra manera, le otorga un nuevo valor. Así que…
— Así que… celebra el año a su modo.
— ¿No es eso lo que aspiramos todos? A mirar el mundo con cierta generosidad desde nuestro punto de vista.
Tanto que agradecer, tantas pequeñas proezas cotidianas. Este fue el año en que admití mis flaquezas, esa vulnerabilidad de niña que me hizo más fuerte. El año en que escribí mi tercer libro. El año en que me asombré de mi capacidad para recuperar las fuerzas, cuando creí era incapaz de hacerlo. Fue el año de admitir que pierdo el control en más ocasiones de las que deseo, donde acepté que mis debilidades y vulnerabilidades — que son incontables, múltiples y casi siempre al borde del estallido — me son tan preciadas y necesarias como mis fortalezas, también numerosas y que pocas veces aprecio. Este fue el año en que aprendí a gritar de furia, en que dejé de justificar la manera en la que vivo y cómo deseo vivir, y que abrí la puerta hacia el futuro, hacia todas las posibilidades que deseo recorrer.
¿Qué ocurrirá en el año 2021? No lo sé, pero si sé que lo enfrentaré con la misma fortaleza que aprendí durante estos meses y que será quizás, una travesía tan poderosa y extraordinaria como esta.
La ciudad parece desaparecer bajo la bruma matutina. La montaña verde se alza en vertical, hacia un cielo azul incandescente. Y pienso en el poder de los pequeños prodigios y de las diminutas batallas. En esas que enfrentamos a diario y que nos definen, quizás nos otorgan un rostro. El futuro comienza a crearse, en este amanecer anónimo, pienso bebiendo la primera taza de café del año. Un triunfo diario, diminuto. Personal.