Un cartel que invita a la abstención
No llevaba la partitura ni media hora en la calle, y los que no soportaban el toreo de perfil ya le habían puesto letra:
″Manolete, Manolete, si no sabes torear pa´ que te metes″.
Ahora, el silbidito malintencionado surge cada vez que atisbo la carnosa posadera que asoma entre la tela rasgada y con la que la empresa de Las Ventas nos conmina para que no dejemos a la tauromaquia con el culo al aire.
Dicho para que se entienda, apremiándonos para que compremos los abonos para San Isidro.
Como remate de la tanda (de palos), el segundo eslogan del cartel reza (aunque más bien mea en la pila): “VOTES A QUIEN VOTES, VOTA A SAN ISIDRO”. No bastó con que el año pasado hicieran de la feria un “Mundial del Toreo”; ahora pretenden que pidamos la oreja con papeletas electorales. Sin sobre, eso sí, no vayan a confundir la plaza con una convención del PP.
¿Qué pasará el año que la Feria coincida con la Olimpiada del Circo? ¿Qué se le ocurrirá al lumbreras de turno?
Dejando de lado la presencia de la tauromaquia en el debate electoral, que a mí se me antoja innecesaria y demagógica, me apena el mal gusto con el que la empresa de la mejor plaza de toros del mundo nos avisa de la llegada del gran momento.
Tras un año oteando las arcadas mudéjares y bebiendo vino en las tabernas del barrio (mientras, apoyados en la barra, trasteamos con muletas invisibles y declaramos solemnemente que a tal matador no lo iremos a ver ni con invitación y a tal otro no nos lo perderemos aunque nos cueste la ruina), que ahora pretendan atraer al público comparando el más oscuro y subyugante ritual que nuestra cultura ha concebido con los eventos vulgares en que los tenderos se exhiben (ya sean mítines o partidos de fútbol), es, cuando menos, triste.
Basta con un apunte a lápiz sobre una servilleta de bar (tal y como suele hacerlos) del gran César Palacios, para que el aficionado sienta el polvo de albero y cal en la yema de los dedos, el olor penetrante de los puros, el mugido orgulloso del animal dispuesto a la pelea, las dudas y el arrojo del matador, siempre a medio camino entre la belleza y la sangre.
Basta con una testuz pintada por el colombiano Diego Ramos, que utiliza el peligro y la casta como pigmentos, para que el toro resplandezca de bravura y elegancia, para que los caballos tiemblen.
Y basta con el rojo volandero con el que Roberto Domingo cita a la vida desde sus óleos para que el corazón arroje el sombrero al ruedo.
No niego que los carteles taurinos pecaron siempre de repetitivos; que a fuerza de mostrar la misma verónica se volvieron invisibles para quienes paseábamos la calle Victoria antes de que la allanara un encierro de guiris.
Por desgracia, no todas las novedades han llegado para bien. Los pasquines de San Isidro que utilizan el asunto de moda como reclamo logran en mí el mismo efecto que el nitrógeno en las croquetas: la repulsión.
Sin embargo, he aplaudido el democrático invento del sorteo de ganaderías, al que no todas las figuras han accedido. Pase que quieran esquivar riesgos, pero no tiene perdón que quieran torcer la suerte hacia el lado de su conveniencia.
Si aceptamos que en los toros todo es incierto, imprevisible (de ahí su grandeza), por qué no dejar en las astas del destino el encaste con el que se citan en la arena.
Y que Dios reparta.
El misterio en que la vida y la muerte se armonizan durante veinte minutos, en que la verdad (“al toro no se le engaña, se le desengaña”, gracias, Bergamín) baila lenta e interminablemente, en que la quietud grita y el desafío se parece tanto a una declaración de amor... ese misterio no necesita frases de saldo o imágenes de gran almacén.
Ni necesita que hagamos del santo una figurita electoral más, sin otra promesa que la obligatoriedad de la siesta.
Así no se logra más que fomentar la abstención.