Un botillo a las estrellas
A Sara y a Pablo les debo gratitud por el viaje que comienzan ahora.
Salí de mi casa de madrugada, con tiempo para llegar a la carretera antes de que pasara el primer autobús a Toledo, donde cogería el tren a Madrid, El Dorado en nuestra desbocada imaginación de cabreros adolescentes. Ante mí se abrió el manto fantasmal y vivo de las luciérnagas, millares de puntos de luz que se confundían con las estrellas en la tiniebla de la noche sin luna, un camino sobre el que flotaba más que caminaba. Aquel fue mi personal viaje por el espacio, escaso si quieren, casi una migaja de la imaginación, pero creo que alcancé a sentir el vértigo de los astronautas al dejar atrás la Tierra.
¿Acaso no estaba yo haciendo lo mismo?
Décadas después, comprendí a mi ciego de cabecera que, interpelado sobre los viajes espaciales, respondió: “Todos lo son”. Tengo la impresión de que quienes aguantamos los días laborables estamos de acuerdo en que merecen la pena los esfuerzos de la carrera espacial. No son pocas las pegas que se le pueden achacar, desde el desaforado coste a lo poco prácticos que se nos hacen sus logros, pero me da que no nos cuesta echarlas fuera de la cabeza, quizás por las ganas que tenemos de cambiar de aires (aunque sea a atmósfera cero), porque hemos visto demasiadas películas o porque preferimos que los cohetes que salgan no sean de los que regresan y explotan.
O puede que veamos en los esfuerzos de técnicos y científicos, entregados a la pura ansia de conocer, lo mejor de lo que somos capaces como especie. Y que nos sepamos incluidos en la aventura de quienes salen a pasear por el vacío con más arrojo y decisión de los que empleamos para bajar la basura. Que, dijera Armstrong lo que dijera, hay pasos que no son tan pequeños.
En estos días, agazapada entre insultos a una ministra, precios de la comida que han dejado atrás a los cohetes Apolo y bombazos rusos más contundentes que el vodka de patata, he recibido una noticia de las que me alegran el día de verdad, no al estilo Harry el Sucio: dos españoles han sido seleccionados para ser astronautas de la Agencia Espacial Europea, casi cuarenta años después de que López-Alegría, español de nacimiento pero yanqui por lo vivido y estudiado, subiera en el transbordador Columbia y treinta después de que el madrileño Pedro Duque, que, degenerando, llegó a ministro, formara parte de la tripulación de la nave. Y me alegra porque ese es el país que ansío, capaz de medirse a cualquiera en la ciencia y en el progreso: un país que cada día se parece menos a aquel otro, gris, mediocre y supersticioso, que solo algunos descerebrados quieren resucitar. Pero sobre todo, me alegro por los dos jóvenes, Sara García y Pablo Álvarez, que han conseguido su objetivo, imagino que casi obsesivo, después de años de preparación. Ella es investigadora en biotecnología y él, ingeniero espacial; ambos están en perfecta forma y gozan de una salud excelente; hablan idiomas y, desde luego, ni tienen vértigo ni se asustan con la velocidad.
Y ambos son de León.
Nuevas voces, y tan distintas, que se unen al gran Antonio Gamoneda, a Julio Llamazares, el último resistente, a Luis Mateo Díez y su sabia lentitud o a Alberto García-Alix, que retrató nuestra mejor época.
Siento la sana envidia del que nunca será capaz de sumarse a tal periplo. Tengan por seguro que el día que termine el mundo, mi plaza en la nave salvadora quedará por ocupar. Lo sé desde que la elegancia del Concorde me hizo levantar la mirada de la pista del hipódromo de Toulouse. Quedé en suspenso ante el pico de ave depredadora y el estruendo casi inconcebible de los motores, indeciso entre la admiración por tal belleza metálica y el pánico ante la idea de cabalgarlo.
A Sara y a Pablo les debo gratitud por el viaje que comienzan ahora. Aunque de momento no tengan misión asignada, es un secreto a voces que formarán parte del nuevo asalto a la Luna, y quién sabe si algún día no les propondrán pasarse la parada.
Preguntaron a un astronauta a qué olía el espacio y respondió que a hierros quemados. Esperemos que, a partir de ahora, huela a pimentón y a la mejor cecina. y que los sabios que se dedican a surtir de lo preciso a los expedicionarios inventen pronto el botillo en píldoras, que los chavales no se merecen la comida de los aviones.
Cuando le cuenten al pastor que vigila su rebaño en las márgenes del Órbigo hasta dónde llegarán dos paisanos suyos, alzará la vista al cielo y, sin descomponerse, musitará:
-¿Y dice que son de aquí? Pues esos vuelven.