Tus ídolos solo existen en tu cabeza
Diego Armando, el individuo, era un total desconocido para ti, con una vida tan largamente marciana que vuelve imposible cualquier empatía.
No te lo tomes a mal, fanático maradoniano que llevas llorando desde el miércoles abrazado a una camiseta albiceleste con el número 10, pero esa persona por la que lloras sólo existía en tu cabeza. Únicamente. Una reacción emocional tan fuerte, un duelo tan sentido como el que muestras, sería propio de la pérdida de alguien con quien se tenía una relación… no sé… personal, significativa, recíproca… ¡una relación real! Que no estoy diciendo que no sean reales las relaciones que las personas establecemos con los símbolos, pero hacer cola durante tantas horas para ver el nada simbólico ataúd de un símbolo parece algo contradictorio, eso que los pedantes hoy en día llaman “oxímoron”. Usando un término de furiosa actualidad, lamento informarte de que estás llorando por la muerte de un constructo social.
Por supuesto que existió el gol a Inglaterra del Mundial del 86 -por resumir en una carrera de 50 metros una carrera de 20 años-. Las ostras construyen las perlas alrededor de un grano de arena, y todo fenómeno social es una palanca que tiene un punto de apoyo en la realidad. Dadme un prodigioso jugador de fútbol salido del arrabal y moveré Argentina. Hasta la iglesia maradoniana tiene método en su locura. Pero eso no quita para que Diego Armando, el individuo, el señor de sesenta años que murió el miércoles, fuera un total desconocido para ti, con una vida tan largamente marciana que vuelve imposible cualquier empatía. No lo reconocerías, más que por su físico, si te lo encontraras. Tu visión de él tiene más de ti que de él. Me temo que, en la perla gigante que fue Maradona, el nácar lo has aportado tú.
Y esto no es ni malo ni bueno. O, si lo prefieres, es malo, ya que te retira la escalera y te deja colgando de la brocha mientras pintas el techo. Te agarrabas a tu admiración por el D10S para que las cosas tuvieran sentido, pero el peor sitio al que uno se puede agarrar cuando se está cayendo es a sí mismo. Pero también es bueno, ya que la consumación del tránsito allana el camino para convertir al ídolo en el protagonista de un relato legendario, en cuya gesta la realidad actúe más como decoradora que como guionista. Si los bonaerenses repiten con sabiduría -que ya quisieran para sí reputados filósofos actuales- que Gardel canta cada vez mejor, no te quepa duda de que las gambetas del Pelusa van a ser cada vez más sorprendentes y sus lanzamientos de falta irán ganando en precisión año tras año.
Obviamente, Maradona no es más que el mcguffin de esta columna, que no trata de fútbol, sino de la tendencia humana, demasiado humana, de adorar a ídolos. El culto a los ídolos tiene algo de trascendencia, pero también de narcisismo. Algo de identidad social y, a la vez, de ensimismamiento bobo. Personas que cara a cara sólo nos provocarían extrañeza son la materia prima de un producto social de primera necesidad: el héroe, el santo, el genio, el primero entre los iguales, aquél que, gracias a ser como nosotros, nos permite a nosotros ser como él. Al módico precio de desvirtuarlos por completo hasta convertirlos en un símbolo. Cuando chutaba a gol se tensaban millones de zurdas en todo el planeta. Nuestros ídolos sólo existen en nuestras cabezas. Bueno, si son futbolistas, también en nuestras piernas.