¿Turista o viajero?
El verano, época por excelencia de desplazamientos, nos apremia para que estiremos como chicle el presupuesto destinado para las vacaciones. Aquellos más afortunados podrán ausentarse unos días, quizá incluso semanas, de su entorno habitual, de su realidad cotidiana, buscando el sol, la playa o incluso el frío. Es decir, huyendo hacia lo opuesto del punto del cual partimos. Viajar cada vez es más barato, las distancias, podemos afirmar con rotundidad, han sido abolidas: por menos de los que cuesta un llenar un depósito de gasolina (solo en la ida) de Valencia a Madrid podemos llegar a la otra punta de Europa en la mitad de tiempo. Nunca estuvimos tan cerca los unos de los otros. La Babel que siempre fue Europa es, más que nunca, vecina de sí misma.
Hay tantos modos de viajar como de vivir, que cada cual, acorde a su temperamento, descubra y disfrute el suyo. Ante todo, entendemos que viajar es salir de la zona de confort: de tu clima, cultura e idioma en lo preferible. Viajar nunca ha de ser huir: el destino del cual salgamos corriendo siempre se quedará en nuestra maleta. El tomar un avión ha de parecerse, en lo posible, a una aventura hacia otras partes desconocidas de nosotros mismos: es vernos con nuevos ojos ante situaciones distintas e idiomas que quizá ni hablemos. Dichosos aquellos esclavos con pulseras de "todo incluído", que lamen barrotes de oro con sabor a gin-tonic mientras obvian el verdadero país que los acoge, bajo la maldición que salir del resort es peligroso. Eso no es viajar, es engordar. Pero lo dicho, que cada cual descubra su naturaleza y viaje de acuerdo con ella.
Siempre es recomendable hacer una escapada solo, sin más compañía que uno mismo. En este caso, se toman hasta vacaciones del propio idioma, sin tener a ningún acompañante con el que dirigirte en la lengua nativa. La capacidad pulmonar aumenta considerablemente: el aire que entra es de pura libertad. Tan solo es posible conocerse a sí mismo en la soledad del tránsito, sin ruido ni compañía, por cálida que sea. Es algo que siempre aconsejo a quienes están tristes o deprimidos: tómate un par de días y vete fuera, tú solo, cuanto más lejos, mejor. Al tercer día, resucitarás.
Como toda gula desmedida, el viajar se puede convertir en una simple acumulación de fotos: pasar de puntillas por una ristra de ciudades en apenas unas horas, subidos en infernales buses turísticos como vacas al matadero, viendo aquello que la ortodoxia discutible de un guía políglota ha de mostrarnos. Hordas invaden cada año las ciudades de no importa qué país, acumulando selfies, pero malgastando vida. Napoleón decía que la guerra se gana con las botas. Pues bien, las ciudades se conocen por los pies, quemando suela, no a tres metros sobre el suelo. Eso tampoco es viajar: es ser espectador de parque temático. El turista es al viajero lo que el soldado al guerrero. Libre, siempre libre. Para viajar tan solo hace falta coraje.
Quizá la ventaja principal de viajar sea ver con otros ojos el punto del cual partimos: reconciliarnos o quizá odiar si cabe más el punto de partida. Pero poco importa: no somos ni un pasaporte, ni una bandera ni una nacionalidad. En todas las partes del mundo sale el sol para todos por igual, las necesidades y las inquietudes son básicamente las mismas. Viajero es aquel que, siempre ligero de equipaje, acude a la ciudad que lo llama, sin más plano ni guía que las propias calles que, como laberinto benévolo, le llevará de la suela del zapato hacia donde de verdad haya de ir, visitando lo que haya que visitar, no temiendo nunca regresar, porque la vuelta es el comienzo del siguiente viaje. Lo contrario es hacer turismo, y venir con varios kilos de más. Eso sí, bronceados y con una marca blanca rodeando nuestra muñeca.