Tú y yo
Hasta qué punto elegimos quiénes somos. En qué medida lo que aparentamos ser acaba condicionando nuestra propia identidad. Esta incertidumbre, en absoluto nimia, es la que plantea Espelho meu, un documental rodado en Irán, Mozambique, España y Portugal, y dirigido por cuatro cineastas tan dispares como Firouzeh Khosrovani, Isabel Noronha, Vivian Altman e Irene Cardona. Con esta última, nominada al Goya por su largometraje Un novio para Yasmina, tuve el inmenso placer de analizar la construcción cultural de la mujer en el coloquio CIMA en CORTO, que tuvo lugar el pasado miércoles en la Cineteca del Matadero de Madrid.
La muestra, organizada por la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios
Audiovisuales (CIMA), no solo contribuye a visibilizar y reflexionar acerca de la figura de la mujer en el audiovisual, sino que además comporta ocasiones únicas para pensar en lo que nunca pensamos: en nosotros.
Tú y yo. Que el título no llame a engaño, no se trata de Leo McCarey ni de las
magníficas películas Love Affair (1939) ni An Affair to Remember (1957). Al contrario, lo que se intentó dilucidar es la implicación de nuestro ser y su encaje en la realidad, esa verdad que nos afecta a todos, a usted y a mí; aquí y allá. Y qué mejor manera de discutirlo que abordando el retrato que devuelve el espejo de nuestra mirada, de nosotros mismos, esa imagen que es el mejor McGuffin para adentrarnos en disquisiciones sobre la identidad.
Espelho meu no es un documental al uso, está en las antípodas de lo convencional. A lo largo del metraje, sus protagonistas exponen la relación que han mantenido a través de los años con un objeto tan banal como un espejo, testigo y censor de su imagen y, por ende, de su comportamiento.
El espejo les retrotrae al significado primigenio de su propia etimología,
permitiéndoles “reflejarse” y “reflexionar” al respecto (ambos términos comparten la raíz latina flectere), y esto les conducirá a la autoexploración y al autoconocimiento.
Palmira es una mujer cuya infancia transcurrió sin la presencia de ningún espejo. Descubrió que era bella por casualidad, cuando un vidrio le devolvió su imagen mucho más nítida y fidedigna que el reflejo en los lagos de su tribu.
Lurdes (así, en portugués) y Luisa son dos mujeres macúa que narran cómo en el norte de Mozambique los modos de belleza difieren de los usos europeos, aquellos que Lurdes tuvo que aprender en Lisboa cuando fue forzada a convertirse en “una señorita” siempre callada, sumisa, bien vestida y bien calzada.
En Teherán, un salón de belleza presenta a las mujeres acicalándose más allá de su hiyab. Algunas quieren atraer, ser admiradas en su feminidad; algunas reciben sus tratamientos ataviadas con la indumentaria que dicta su religión, mientras otras relatan cómo desde prisión depilaron el vello facial de sus compañeras con las fibras que deshilaban de sus propias toallas.
En Badajoz, una veintena de mujeres se reúne en torno a sus ropajes, atuendos que se intercambian entre sí, entregando con ellos parte de su identidad, una identidad que las demás no aceptan y de cuyo intercambio convierten, paradójicamente, en auténtica psicoterapia. Con ellas se desvelará que la elección de su outfit define no ya su gusto estético, sino su encaje social, emocional e identitario.
La imagen proyectada por el espejo definirá su ser, quiénes son y qué se espera de ellas en la vida.
Tras el visionado del documental resulta ineludible pensar en John Berger, quien sostenía que la mujer es socializada en un entorno en el que es constantemente escrutada. Qué lleva, cómo se comporta, de qué manera se expresa son aspectos que le son reprochados desde la infancia. Esto implica, a la postre, que también ella desarrolle ese yo escrutador no conducido por su criterio, sino por la mirada vigilante del otro. “Las mujeres se miran a sí mismas siendo miradas”, concluye Berger, razón por la que se convierten “en un objeto visual, en una visión”.
No estaba exento de razón Berger, y Espelho meu confirma sin proponérselo cada una de sus palabras. De la visión del documental no solo resulta la conclusión extenuante de que ser mujer es agotador, sino que la humanidad solicita demasiado esfuerzo a su media mitad.
No es de extrañar que Espelho meu ganase el certamen nacional Documenta Madrid (2011), su trasfondo nos acerca a una realidad insoslayable y radical: el cuerpo de la mujer ha trascendido la intimidad para inscribirse en la esfera de lo social. El atavío de una mujer, el modo en que debe comportarse, arreglarse o expresarse ilustran que su elección está limitada a los confines de un rol social. Habrá que cambiarlo.
Porque como indica Chimamanda Ngozi Adichie: “si no les ponemos a nuestros hijos la camisa de fuerza de los roles de género, les dejaremos espacio para que alcancen su máximo potencial”.